Virginia
despidió a su hija a su yerno y a sus tres nietos con besos y
abrazos. Después cerró la puerta, apoyó en ella la espalda y soltó
un suspiro de alivio. Por fin se habían ido todos y ella podía
recuperar su vida. Al principio, sentía remordimientos por ese
deseo inconsciente de que todo acabara y de que su casa volviera a
ser su remanso de paz. Pero ya no. Tras discutir mucho con ella misma
y con sus amigas, había llegado a la conclusión de que su deseo no
estaba marcado por el egoísmo, sino por el agobio y el cansancio que
le ocasionaban las fiestas navideñas. Virginia quería a sus hijos,
a los cuatro, pero creía haber cumplido con creces su misión de
madre. Los que parecían no darse cuenta eran ellos, a los que ir a
casa de su madre y esperar que los atendiera como cuando eran
pequeños les parecía de los más normal. A ellos, a sus cónyuges y
a sus hijos, claro. Y su hija pequeña, la más mimada, la última
que salió de casa para ir a vivir muy lejos, a más de cuatro mil
quilómetros de distancia, llegaba todos los años acompañada de su
marido y sus tres hijos con la idea de descansar en casa de su
progenitora de su ajetreada vida de madre y abogada. En cuanto
entraban por la puerta, tras el primer sentimiento de alegría, a
Virginia le comenzaban a entrar sudores viendo como su casa era
invadida por una horda que iba dejando cientos de cosas tiradas por
cualquier lado. Las habitaciones del matrimonio y de los niños se
convertían en las leoneras que nunca ella había consentido tener a
sus hijos. No se libraban tampoco la habitación donde Virginia
pasaba horas al ordenador, ni el salón, ni el baño, ni la cocina.
Virginia pasaba las fiestas recogiendo ropa, poniendo lavadoras,
planchando, cocinando, fregando y limpiando, mientras escuchaba a su
hija decirle que no se esmerara tanto, que se relajara, que unos días
eran unos días. Y esos días habían pasado. Comidas y cenas
familiares con todos sus hijos. Comidas y cenas de las que Virginia
no disfrutaba pues ella era la anfitriona y antes de ponerse a comer
ya se sentía harta de la comida. Comidas y cenas en las que tenía
que hacer y deshacer barricadas ante las inevitables discusiones
entre sus hijos, o peor aún, entre los cuñados. Pero todo había
pasado ya y su casa volvería a ser su refugio en poco tiempo.
Virginia recorrió una a una las habitaciones recogiendo las cosas
tiradas por el suelo, las toallas del baño, las cajas de cartón de
los regalos de Reyes. Quitó sábanas y preparó camas. Puso la
lavadora y esperó mientras tomaba un café y leía una revista.
Llamaron al timbre. Se sorprendió al ver a dos hombres. Los enviaba
la agencia. Los invitó a entrar y ellos comenzaron con su labor. Sus
brazos largos y fuertes se movían con energía limpiando ventanas,
suelos, azulejos, corriendo muebles. Se llamaban Félix y Manuel,
reconvertidos en limpiadores por la crisis. Virginia, viéndolos
trabajar, pensó que quizás, en contra de costumbres de siglos, los
hombres, debido a su fuerza y a su constitución estaban más
preparados que las mujeres para las grandes limpiezas, pues no
necesitaban ni tan siquiera subirse a una escalera para llegar a los
más alto de las paredes. Cuatro horas más tarde, una feliz
Virginia pagaba los ochenta euros convenidos con la agencia y una
buena propina a los dos hombres. Cuando quedó sola, comprobó la
comida de la nevera. Le daría para tres días por lo menos. Comió
un poco, tomó un reconfortante café y tras recoger la cocina y
comprobar que toda la casa estaba limpia y ordenada, se puso un
pijama cómodo y se metió en la cama con un libro que no tardó en
deslizarse de sus manos. Dos horas después, la despertó el sonido
del teléfono. Era su hija. El viaje había ido bien y ya estaban en
casa. Le preguntaba cómo se encontraba, si estaba cansada y le
recomendaba que no se dedicara a limpiar todo el día, que lo tomara
con calma. Virginia le decía a todo que bien, de acuerdo, adiós, un
beso. La habitación ya estaba siendo invadida por la oscuridad
invernal. Se levantó, fue al baño y bajó todas las persianas.
Después se tumbó en el sofá, tapada con una buena manta y continuó
leyendo. Tres días estuvo Virginia sin salir de casa, disfrutando
del placer de la soledad, leyendo,viendo la televisión, descansando,
preguntándose cuántos más años sería capaz de seguir aguantando
el ajetreo de esas fiestas. Quizás el próximo año se atrevería a
decirles a sus hijos que ya estaba bien, que había llegado el
momento de ser ella la invitada, de poder disfrutar de ellos y de sus
nietos. Sí, quizás se atreviera el próximo año.
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