O al menos eso
dice el refrán, y yo creo que es cierto. Justiniano Rodríguez tenía
una tienda de comestibles en un pueblo de Galicia, allá recién
terminada la guerra civil. La mayoría de la mercancía provenía del
estraperlo y la vendía a precio de oro. En la trastienda guardaba
sus productos, patatas, harina, legumbres... Los pesaba con una
balanza romana que trucaba a su antojo, siempre a su favor
evidentemente, siempre a escondidas del consumidor, que por mucho que
estirase el cuello no podía ver las argucias de aquel desgraciado,
pues el cubículo oscuro y maloliente apenas estaba alumbrado por la
débil luz de una bombilla grasienta. El muy ladino hizo una
fortuna aprovechándose de la debilidad ajena.
Su nieto hoy es
político, banquero y todo eso que da poder. Está vinculado a
cientos de escándalos económicos, pero no pasa nada. Hace fortuna
aprovechándose de su posición privilegiada, como en su día hizo su
abuelo, al que tampoco le pasó nada.
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