Había
acudido como cada martes a la peluquería del asilo, donde ofrezco
gratuitamente mis servicios a las residentes.
Aquel
día era víspera de celebración en el centro, y muchas ancianas
querían estar guapas para la ceremonia. Comencé como siempre por
los tintes de pelo,
luego por los cortes y finalmente las peinaba. Todo se estaba
desarrollando con normalidad, hasta que se me escapó un pedo.
¡Las
dichosas galletas de avena que me producen gases!
El
primero apenas se notó, y como las viejitas están medio sordas ni
lo oyeron, pero los siguientes no me pude contener y salieron de
corrido. Una que lo oye, otra que pregunta, ¿que ha sido eso?, una
tercera le dice que un pedete -¿Quéééééé?- ¡Un pedo,
sorda!
Y
todas empiezan a reírse y por tanto, cómo no, a tirarse más pedos.
Carcajada
va, carcajada viene, intento que no se muevan para teñirlas
correctamente, pero entre las risas de unas y los pedos de otras,
acabamos todas manchadas de tinte.
Llegó
sor Esmeralda preguntando el motivo de tanta algarabía, y al notar
cierto tufillo, abre las ventanas permitiendo que el vendaval del
exterior entrara, arrebolando el pelo
a las peinadas y secando rápidamente a las teñidas. El desaguisado
fue mayúsculo, el tinte de manos y caras fue difícil de quitar y
colocar de nuevo pelo
a pelo
las cabelleras fue un castigo descomunal, aunque al día siguiente
nadie se fijaba en ellas. Pero a la hora de la comida repitieron la
misma juerga, enfadando a la monja sin razón, porque también a ella
algún pedo
se le escapó sin importarle un pelo.
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