Antes de la guerra
éramos felices. Después ya no volvimos a serlo completamente nunca
más. El pueblo era pequeño y tranquilo, un poco aburrido en
invierno, bullicioso y repleto de luz en verano. Era en la época de
estío cuando todos los anocheceres nos reuníamos en la plaza
buscando el fresco que nos estaba vetado durante el día. Los niños
correteaban y los mayores nos sentábamos debajo de los sauces y los
álamos charlando de cosas tan intrascendentes como nuestra propia
vida. Luego, cuando se acercaba la fiesta, por santa Margarita, nos
afanábamos en prepararlo todo para la misa, la verbena y los
espectáculos que solían acudir. Los titiriteros no faltaban nunca,
con su humilde función de marionetas maltrechas y cada año más
viejas, como ellos mismos, como todos, pero que hacían las delicias
de los más pequeños.
Yo siempre había
estado enamorada en secreto de uno de ellos. Se llamaba Rodrigo y era
un chico tímido y callado con los mayores, pero dicharachero y
hablador con los más pequeños. La primera vez que lo vi, la primera
vez que vinieron al pueblo, yo tenía solo quince años y me enamoré
con la premura propia de la edad. Mientras le veía allí, sobre el
destartalado escenario, manejando con maestría los hilos que
sujetaban aquel muñeco vestido de chulo madrileño, me iba fijando
en cada detalle de su cara, de su cuerpo, en su pelo trigueño, en
sus ojos verdes, en sus manos de dedos largos y finos... No recuerdo
bien cuántos días estuvieron por el pueblo, puede que dos o tres,
lo que sí recuerdo es la mañana en que se marcharon, pues me aposté
en la ventana de mi cuarto para verlos salir en su carromato,
mientras no podía evitar que mis ojos soltarán unas cuantas
lágrimas por aquel amor que se alejaba de mí sin que ni él mismo
supiera que lo era. Mamá, que siempre fue muy perspicaz, se dio
cuenta de mi enamoramiento, y quiso cortar por lo sano:
-Ya puedes sacarte
al comediante ese de la cabeza – me dijo un día en que me vio
postrada en la cama sin hacer otra cosa que mirar al techo – No te
hemos educado tu padre y yo para que te eches a esa clase de vida.
Puede que tuviera
razón, y puede que por ello me buscaran novio enseguida. Juanito, el
hijo del boticario, que estudiaba en la capital, comenzó a
cortejarme de manera sutil, mientras mi madre no paraba de hablarme
de sus progresos y de lo buen partido que era. Supongo que me dejé
arrastrar así que, a pesar de no haber olvidado al titiritero, me
hice novia de Juanito. El noviazgo duró lo que duró su carrera
universitaria, y durante todos aquellos años ni un verano dejé de
acudir a la función de los faranduleros. Sentada en un esquina
apartada contemplaba la función de títeres y me regocijaba con la
presencia de Rodrigo, de quién seguía enamorada a pesar de los
pesares, y bajo la mirada vigilante de mi madre, por si acaso hacía
un gesto y decía una palabra que delatara mi adoración platónica
por aquel chico.
Me casé con
Juanito una tarde de calor sofocante, dos días antes de que el
titiritero de mis sueños volviera al pueblo con su espectáculo, y
como nos fuimos de luna de miel a San Sebastián, regalo de mis
suegros, aquel año no pude verle, ni al otro tampoco, pues estaba en
el hospital de la ciudad, recién parida de mi primera y única hija,
que vino al mundo en un parto complicado que casi me lleva a mí a
ese otro mundo del que tanto se habla pero nadie sabe de su
existencia.
El día que mi
pequeña cumplía tres años se inició en España la guerra civil.
En el pueblo, enfrascados como estábamos con la preparación de las
fiestas patronales, que comenzaban al día siguiente, apenas nos
dimos cuenta de la que se nos venía encima, hasta que comenzaron a
correr rumores sobre lo que había ocurrido y sobre lo que había de
ocurrir. Los muchachos se revolucionaron ante la posibilidad más que
palpable de que los llamaran a filas, y las madres ante la
posibilidad nada remota de que les arrebataran a sus hijos.
Curiosamente fueron los artistas ambulantes de siempre, a los que
esperábamos para el día grande sin tener la completa seguridad de
que aparecieran, los que nos trajeron las más aciagas noticias.
Estábamos en guerra, las diversiones se terminaban, la paz se
terminaba, la vida se terminaría también para muchos. Aquella tarde
en la que la función no había conseguido arrancar las sonrisas de
antaño, cuando aquella gente recogía sus tenderentes, Rodrigo se
acercó a mí y aceleró mi corazón ya disuelto en desilusiones.
Traía en sus manos uno de los muñecos que formaban parte de su
función. Se agachó ante mi hija y se lo dio.
-Para ti – le
dijo – A nosotros seguramente no nos hará falta en mucho tiempo.
-Está cojito, mamá
– dijo mi niña mirándome, al darse cuenta de que al muñeco le
faltaba una pierna – pero yo le cuidaré mucho.
Rodrigo se fue
para no volver. También Juanito marchó un día al frente para
luchar con el bando nacional. Su padre tenía influencias en Madrid y
podría haber evitado su incorporación a la contienda, pero él no
quería, decía que su deber era luchar para restablecer el orden en
un país que iba a la deriva. De nada sirvieron mis ruegos ni el
llanto de su hija cuando lo vio abandonar la casa rumbo a la muerte.
Nunca más le volvimos a ver, ni vivo ni muerto. Un día me convertí
en viuda de nadie, me vestí de negro, cerré las ventanas de mi casa
y de mi vida y me dispuse a ver los días pasar sin más.
Pero otro día,
años después de terminar la guerra, harta de vegetar en un mundo
que me estaba engullendo contra mi voluntad, me fui con mi hija a
vivir a la ciudad. Conseguí trabajo en una fábrica de pantalones.
El sueldo no era muy alto, pero suficiente para mantenernos a ambas y
ofrecerle a mi pequeña la educación que yo nunca había tenido. No
volvimos por el pueblo, queríamos olvidarnos de todo lo que oliera a
guerra, a miseria y a opresión, queríamos comenzar una nueva vida.
La tarde en que
mi hija llegó a casa contándome que en el colegio iba a haber una
función de títeres me dio un vuelco el corazón. Rodrigo volvió a
mi mente. El muñeco cojo que le había regalado a Carmen permanecía
en su esquina de la estantería.
-Hoy ha estado por
allí el director de la función. Me recordó a aquel hombre que me
regaló el muñeco cojo. Él cojeaba también.
No falté al
espectáculo. Nada tenía que ver con aquellos humildes titiriteros
que venían por el pueblo, nada excepto él. Rodrigo seguía siendo
el mismo, un poco más viejo, el pelo más blanco, menos brillo en
sus ojos, más ajadas sus mejillas y efectivamente arrastrando una
leve cojera. Nuestras miradas se cruzaron y supe que me había
reconocido a pesar de los años y los sinsabores. Me sonrió y yo le
devolví la sonrisa. La vida comenzaba de nuevo.
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