El muñeco cojo - Gloria Losada



Antes de la guerra éramos felices. Después ya no volvimos a serlo completamente nunca más. El pueblo era pequeño y tranquilo, un poco aburrido en invierno, bullicioso y repleto de luz en verano. Era en la época de estío cuando todos los anocheceres nos reuníamos en la plaza buscando el fresco que nos estaba vetado durante el día. Los niños correteaban y los mayores nos sentábamos debajo de los sauces y los álamos charlando de cosas tan intrascendentes como nuestra propia vida. Luego, cuando se acercaba la fiesta, por santa Margarita, nos afanábamos en prepararlo todo para la misa, la verbena y los espectáculos que solían acudir. Los titiriteros no faltaban nunca, con su humilde función de marionetas maltrechas y cada año más viejas, como ellos mismos, como todos, pero que hacían las delicias de los más pequeños.

Yo siempre había estado enamorada en secreto de uno de ellos. Se llamaba Rodrigo y era un chico tímido y callado con los mayores, pero dicharachero y hablador con los más pequeños. La primera vez que lo vi, la primera vez que vinieron al pueblo, yo tenía solo quince años y me enamoré con la premura propia de la edad. Mientras le veía allí, sobre el destartalado escenario, manejando con maestría los hilos que sujetaban aquel muñeco vestido de chulo madrileño, me iba fijando en cada detalle de su cara, de su cuerpo, en su pelo trigueño, en sus ojos verdes, en sus manos de dedos largos y finos... No recuerdo bien cuántos días estuvieron por el pueblo, puede que dos o tres, lo que sí recuerdo es la mañana en que se marcharon, pues me aposté en la ventana de mi cuarto para verlos salir en su carromato, mientras no podía evitar que mis ojos soltarán unas cuantas lágrimas por aquel amor que se alejaba de mí sin que ni él mismo supiera que lo era. Mamá, que siempre fue muy perspicaz, se dio cuenta de mi enamoramiento, y quiso cortar por lo sano:

-Ya puedes sacarte al comediante ese de la cabeza – me dijo un día en que me vio postrada en la cama sin hacer otra cosa que mirar al techo – No te hemos educado tu padre y yo para que te eches a esa clase de vida.

Puede que tuviera razón, y puede que por ello me buscaran novio enseguida. Juanito, el hijo del boticario, que estudiaba en la capital, comenzó a cortejarme de manera sutil, mientras mi madre no paraba de hablarme de sus progresos y de lo buen partido que era. Supongo que me dejé arrastrar así que, a pesar de no haber olvidado al titiritero, me hice novia de Juanito. El noviazgo duró lo que duró su carrera universitaria, y durante todos aquellos años ni un verano dejé de acudir a la función de los faranduleros. Sentada en un esquina apartada contemplaba la función de títeres y me regocijaba con la presencia de Rodrigo, de quién seguía enamorada a pesar de los pesares, y bajo la mirada vigilante de mi madre, por si acaso hacía un gesto y decía una palabra que delatara mi adoración platónica por aquel chico.

Me casé con Juanito una tarde de calor sofocante, dos días antes de que el titiritero de mis sueños volviera al pueblo con su espectáculo, y como nos fuimos de luna de miel a San Sebastián, regalo de mis suegros, aquel año no pude verle, ni al otro tampoco, pues estaba en el hospital de la ciudad, recién parida de mi primera y única hija, que vino al mundo en un parto complicado que casi me lleva a mí a ese otro mundo del que tanto se habla pero nadie sabe de su existencia.

El día que mi pequeña cumplía tres años se inició en España la guerra civil. En el pueblo, enfrascados como estábamos con la preparación de las fiestas patronales, que comenzaban al día siguiente, apenas nos dimos cuenta de la que se nos venía encima, hasta que comenzaron a correr rumores sobre lo que había ocurrido y sobre lo que había de ocurrir. Los muchachos se revolucionaron ante la posibilidad más que palpable de que los llamaran a filas, y las madres ante la posibilidad nada remota de que les arrebataran a sus hijos. Curiosamente fueron los artistas ambulantes de siempre, a los que esperábamos para el día grande sin tener la completa seguridad de que aparecieran, los que nos trajeron las más aciagas noticias. Estábamos en guerra, las diversiones se terminaban, la paz se terminaba, la vida se terminaría también para muchos. Aquella tarde en la que la función no había conseguido arrancar las sonrisas de antaño, cuando aquella gente recogía sus tenderentes, Rodrigo se acercó a mí y aceleró mi corazón ya disuelto en desilusiones. Traía en sus manos uno de los muñecos que formaban parte de su función. Se agachó ante mi hija y se lo dio.

-Para ti – le dijo – A nosotros seguramente no nos hará falta en mucho tiempo.

-Está cojito, mamá – dijo mi niña mirándome, al darse cuenta de que al muñeco le faltaba una pierna – pero yo le cuidaré mucho.

Rodrigo se fue para no volver. También Juanito marchó un día al frente para luchar con el bando nacional. Su padre tenía influencias en Madrid y podría haber evitado su incorporación a la contienda, pero él no quería, decía que su deber era luchar para restablecer el orden en un país que iba a la deriva. De nada sirvieron mis ruegos ni el llanto de su hija cuando lo vio abandonar la casa rumbo a la muerte. Nunca más le volvimos a ver, ni vivo ni muerto. Un día me convertí en viuda de nadie, me vestí de negro, cerré las ventanas de mi casa y de mi vida y me dispuse a ver los días pasar sin más.

Pero otro día, años después de terminar la guerra, harta de vegetar en un mundo que me estaba engullendo contra mi voluntad, me fui con mi hija a vivir a la ciudad. Conseguí trabajo en una fábrica de pantalones. El sueldo no era muy alto, pero suficiente para mantenernos a ambas y ofrecerle a mi pequeña la educación que yo nunca había tenido. No volvimos por el pueblo, queríamos olvidarnos de todo lo que oliera a guerra, a miseria y a opresión, queríamos comenzar una nueva vida.

La tarde en que mi hija llegó a casa contándome que en el colegio iba a haber una función de títeres me dio un vuelco el corazón. Rodrigo volvió a mi mente. El muñeco cojo que le había regalado a Carmen permanecía en su esquina de la estantería.

-Hoy ha estado por allí el director de la función. Me recordó a aquel hombre que me regaló el muñeco cojo. Él cojeaba también.

No falté al espectáculo. Nada tenía que ver con aquellos humildes titiriteros que venían por el pueblo, nada excepto él. Rodrigo seguía siendo el mismo, un poco más viejo, el pelo más blanco, menos brillo en sus ojos, más ajadas sus mejillas y efectivamente arrastrando una leve cojera. Nuestras miradas se cruzaron y supe que me había reconocido a pesar de los años y los sinsabores. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa. La vida comenzaba de nuevo.
Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario