Tenía yo unos
tres o cuatro años cuando el hombre pisó la luna por primera
vez. Recuerdo perfectamente las imágenes medio desvaídas en la
televisión en blanco y negro que presidía el salón de casa de los
abuelos. Aquel astronauta caminando
a pequeños saltos sobre la superficie lunar me llamó tanto la
atención que me dije que yo también sería astronauta, a mí misma
y a los demás, porque allí mismo lo proclamé a voz en grito,
provocando grandes risas en todos los presentes, y miradas de
condescendencia acordes con mi estúpida manifestación. Pero no, no
era estúpida, aunque todos los creyeran así, era de verdad. Yo
quería ser astronauta y mi intención me acompañó durante mi
infancia. Mis padres se lo tomaron a broma, mas cuando se dieron
cuenta de que mis intenciones eran serias, ellos se pusieron serios
también. Yo no era buena estudiante, nunca lo había sido, no me
gustaban nada las matemáticas, en cálculo
mental era negada, y en física tres cuartos de lo mismo, y las demás
asignaturas tampoco es que se me dieran muy bien. Para ser astronauta
se necesitaba algo más que un traje y una escafandra.
Así las cosas y puesto que yo no estaba dispuesta a ser otra
cosa, mis padres comenzaron un duro y tortuoso camino dirigido a
convencerme para que encaminara mi vida hacia una profesión más
sencilla y acorde con mi inteligencia de mosquito. Enviarme a la
Universidad sería perder el tiempo, puesto que lo más probable era
que no aprobara ni una asignatura y no era plan gastar alegremente el
dinero que tanto les constaba ganar, así que me propusieron hacer un
módulo de formación profesional, algo sencillo. Pregunté si me
valdría para ser astronauta y me dijeron que sí, que para entrar en
el centro europeo de Astronautas solo había que pasar un examen, no
hacía falta estudiar nada concreto. Pues si no hacía falta estudiar
nada en concreto, lo mejor era no estudiar nada, esa era mi teoría,
y mamá estuvo de acuerdo, para que iba a estudiar, lo mejor era que,
mientras llegaba a la edad mínima para acceder al examen, los
veinticinco años, trabajara en algo provechoso.
Por
aquel entonces, en la calle en la que vivíamos había una
floristería, que precisamente buscaba personal. La dueña era una
vieja roñosa, que tenía fama de explotar a sus trabajadores y
pagarles cuatro perras, pero daba igual, allí me vi yo, en medio de
capullos de rosa, de
azucenas y de infinidad a flores cuyos alegres y variados colores
contribuían a ahuyentar un
poco mi congoja. Y es que trabajar al lado de aquella mujer no me
hacía ninguna gracia. Para ella nada de lo que hacía estaba bien y
puede que tuviera razón. No era yo muy hábil cuidando las plantas y
confeccionando adornos florales, pero joder, si consideraba que era
una trabajadora pésima, que me echara de una vez. Para mí era mejor
quedarme sin trabajo que aguantar sus torturas psicológicas y el
calor horroroso que
hacía en aquel bajo oscuro y maloliente donde tenía su negocio.
Llegué a pensar que mi madre y la vieja tenían un complot, un
acuerdo para retenerme allí y sacarme de la cabeza la idea de ser
astronauta. El caso es que aguanté un año entre las flores. Un día
la vieja me mandó hacer una corona para el funeral de no sé qué
personaje ilustre. Me esmeré lo que pude y no me salió mal del
todo, es más, creo que estaba incluso mejor que alguna de las que
hacía ella. Pues no le gustó y me echó una bronca de campeonato
por haber utilizado no sé qué flores que no se podían mezclar,
según ella. Me dolió tanto aquel berrinche sin sentido de la vieja
que la mandé a tomar por culo y me despedí yo misma, ni finiquito
ni nada, daba el dinero por perdido con tal de no aguantar más a
aquella chiflada.
Mis
padres no se lo tomaron nada bien, sobre todo cuando les insistí en
que lo de ser astronauta seguía en pie y que lo mejor que podía
hacer era ir preparando el examen de admisión. Papá se levantó del
sillón en el que estaba sentado hecho una furia y me dijo de todo,
que si estaba loca, que si con lo borrica que era nunca llegaría a
nada y demás lindezas por el estilo. Me dolieron tanto sus palabras
que salí de casa dando un portazo y me fui a pasear por la playa
para calmar mi nerviosismo. La marea
estaba alta y caminé un buen rato por la orilla dejando que el mar
acariciara mis pies. A lo mejor en casa tenían razón y mis sueños
no eran más que una estupidez sin mucho fundamento. Yo siempre había
oído que se debe luchar en pos de los sueños y eso era lo que yo
quería hacer, pero a lo mejor había que ser un poco realista.
Seguramente yo debería pensar más en encontrar un buen trabajo
acorde con mis conocimientos que en pasear por la luna o por Marte.
Regresé
a casa y cuando los ánimos se hubieron calmado me reuní con mis
padres y les dije había cambiado de opinión, que ahora quería ser
actriz de teatro. Se
miraron el uno al otro con cara de circunstancias, como diciendo que
mi chifladura continuaba, aunque de otra manera.
-Que no, que es broma, que voy a hacer un curso de secretariado –
les dije.
Creo que respiraron aliviados. Yo hice el curso de secretariado y
conseguí trabajo en una oficina. También me apunté a la escuela de
idiomas, pues aunque no me gustaban mucho los libros, el inglés
siempre se me había dado bien.
Trabajé en aquella oficina hasta que conocí a Roger, un
americano que vino de vacaciones a España y se enamoró de mí... y
yo de él. Estuvimos más de cuatro años manteniendo una relación a
distancia que se hacía muy cuesta arriba, así que hace poco más de
seis meses nos casamos y me ha traído con él a este país... voy a
llamarle diferente, por no insultar. Supongo que acabaré
acostumbrándome a esta forma de vivir tan rara, aunque he de decir
que una cosa buena ha tenido. Roger me ha conseguido un trabajo de
secretaria en Cabo Cañaveral. Si es que no andaba yo muy
desencaminada con lo de ser astronauta.
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