El milagro de Pedrín - Marian Muñoz


                                                   Resultado de imagen de urgencias de hospital


No me gustaba la Navidad, por ello siempre me ofrecía voluntario para trabajar en esa fecha. El servicio de urgencias suele estar tranquilo y tenemos tiempo de echar una cabezadita, pero aquel año resultó distinto. A media tarde ingresó un anciano con demencia senil, casualmente don Pedro, vecino de toda la vida, estaba en boxes esperando hacerle pruebas por una caída. Siempre fue cariñoso y educado, sin embargo la enfermedad había cambiado su carácter. Difícil de trato, vociferón y gruñón, tenía todas las papeletas para ser el último, salvo porque dio conmigo y gracias al recuerdo que tenía de él conseguí la paciencia suficiente para atenderle.
Los servicios estaban colapsados por falta de personal, los del turno de tarde tenían prisa por irse a casa y celebrar la Nochebuena, tuve que pedir favores y ponerme serio en algunos casos para conseguir los resultados de las pruebas. Al filo de las diez se calmó un poco, pero con insistencia comenzó a pedir su regalo. A pesar de sus ochenta y nueve años su comportamiento era de un niño de seis, cantaba canciones infantiles y hablaba con lengua de trapo. Comenzó a aflorar en mí un sentimiento de ternura por aquel niño grandullón, y en la pausa de mi descanso me acerqué a la gran superficie más cercana.
Odiaba los regalos y mucho más buscarlos para otros, pero de nuevo el destino me llevó hasta allí. ¿Qué desearía un niño de seis años? Un transformer, una maquinita de marcianitos o quizás un balón. Andaba perdido por los pasillos mirando como un zombi las estanterías, cuando tras una de ellas apareció un amable dependiente, con amplia sonrisa y cabello cano me indicó con la mirada una caja llena de muñecos Don Nicanor tocando el tambor, ¡claro ese era el juguete de su época!, cogí uno y me fui corriendo a pagar a la caja.
Ya en ella me cuestioné como aquel dependiente supo de mi búsqueda. Echando un vistazo al pasillo para darle las gracias, le veo de soslayo al final de él, tratando con cara de susto abrocharse un corsé que reprimía su gran barriga y tapaba su larga barba. El desconcierto me duró unos segundos al pedirme la cajera el importe del regalo, y tras pagarlo miré nuevamente de refilón por ver la figura de aquel personaje, quien desapareció tras una montaña de barbis.
El juguete emocionó y entretuvo a don Pedro, mejor dicho, a Pedrin, al que tuvimos que ingresar durante un tiempo en el hospital. Desde ese día, en fecha tan señalada, compro juguetes para regalar a los que vienen a urgencias, porque ahora sí me gusta la Navidad.






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