No
me gustaba la Navidad,
por ello siempre me ofrecía voluntario para trabajar en esa fecha.
El servicio de urgencias suele estar tranquilo y tenemos tiempo de
echar una cabezadita, pero aquel año resultó distinto. A media
tarde ingresó un anciano con demencia senil, casualmente don Pedro,
vecino de toda la vida, estaba en boxes esperando hacerle pruebas por
una caída. Siempre fue cariñoso y educado, sin embargo la
enfermedad había cambiado su carácter. Difícil de trato,
vociferón y gruñón, tenía todas las papeletas para ser el último,
salvo porque dio conmigo y gracias al recuerdo que tenía de él
conseguí la paciencia suficiente para atenderle.
Los
servicios estaban colapsados por falta de personal, los del turno de
tarde tenían prisa por irse a casa y celebrar la Nochebuena, tuve
que pedir favores y ponerme serio en algunos casos para conseguir los
resultados de las pruebas. Al filo de las diez se calmó un poco,
pero con insistencia comenzó a pedir su regalo. A pesar de sus
ochenta y nueve años su comportamiento era de un niño de seis,
cantaba canciones infantiles y hablaba con lengua de trapo. Comenzó
a aflorar en mí un sentimiento de ternura por aquel niño
grandullón, y en la pausa de mi descanso me acerqué a la gran
superficie más cercana.
Odiaba
los regalos y mucho más buscarlos para otros, pero de nuevo el
destino me llevó hasta allí. ¿Qué desearía un niño de seis
años? Un transformer, una maquinita de marcianitos o quizás un
balón. Andaba perdido por los pasillos mirando como un zombi las
estanterías, cuando tras una de ellas apareció un amable
dependiente, con amplia sonrisa y cabello cano me indicó con la
mirada una caja llena de muñecos Don Nicanor tocando el tambor,
¡claro ese era el juguete de su época!, cogí uno y me fui
corriendo a pagar a la caja.
Ya
en ella me cuestioné como aquel dependiente supo de mi búsqueda.
Echando un vistazo al pasillo para darle las gracias, le veo de
soslayo al final de él, tratando con cara de susto abrocharse un
corsé
que reprimía su gran barriga y tapaba su larga barba. El
desconcierto me duró unos segundos al pedirme la cajera el importe
del regalo, y tras pagarlo miré nuevamente de refilón por ver la
figura de aquel personaje, quien desapareció tras una montaña de
barbis.
El
juguete emocionó y entretuvo a don Pedro, mejor dicho, a Pedrin, al
que tuvimos que ingresar durante un tiempo en el hospital. Desde ese
día, en fecha tan señalada, compro juguetes para regalar a los que
vienen a urgencias, porque ahora sí me gusta la Navidad.
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