Lloraba todos los
días por la mañana al levantarse. Era un llanto repentino y sin
sentido que solo cesaba cuando salía a la calle en dirección al
trabajo. Lloraba al regresar, en cuanto abría la puerta de su casa.
Se pasaba la tarde llorando desconsoladamente sin motivo aparente.
Incluso los cortos períodos nocturnos en que el sueño no la vencía,
lloraba. Llegó a tener el rostro tan hinchado que casi pensó en la
posibilidad de cubrírselo con una máscara, molesta
por las continuas preguntas de la gente, que deseaba saber qué le
ocurría. Los doctores no supieron diagnosticar su problema y
conforme el tiempo iba pasando la desesperación aumentaba por
momentos. Hasta que la casualidad hizo de las suyas. Descubrió un
doble fondo en su armario lleno de cebollas.
Se las metía su madrastra, a la que el espejo de su cuarto le había
dicho que ya iba vieja y que la muchacha era mucho más guapa y tenía
la piel más tersa. Fue el empujón perfecto para independizarse.
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