Estaba
apuntando el rumbo, la velocidad y la última maniobra en el cuaderno
de bitácora cuando aparecieron las llamas. No le dio tiempo más que
a ponerse un chaleco salvavidas y tirarse al agua. Mientras flotaba
en el mar, esperando por su rescate, la maldita sartén, causante de
la desgracia, se le acercó nadando con movimientos insinuantes.
Intentó cogerla varias veces, pero ella se escabullía, ondeando
traviesa a su alrededor. Cuando lo encontraron cinco horas más
tarde, con hipotermia, agotado, pidió con un hilo de voz que
salvaran también a la sartén negra y abollada que se bamboleaba a
su lado. Los rescatadores así lo hicieron y la sartén viajó con él
hasta la habitación del hospital. Los médicos creyendo que era algo
muy importante para el enfermo lo permitieron. Cuando despertó y la
vio allí, junto a él, mirándolo con una sonrisa medio torcida,
arrancó los tubos de sus brazos, saltó de la cama y la golpeó
cuanto pudo contra el suelo, contra la cama, contra las paredes.
Ahora, en el hospital psiquiátrico donde reside, mata el tiempo
dibujando sartenes; todas ellas negras, todas abolladas, todas con
una sonrisa medio torcida meciéndose en un mar infinito.
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