La escuché por primera vez durante una pausa en una noche de tedioso
estudio. Era mi primer año en la Universidad, lejos de casa. Se
acercaba mi primer examen de Derecho Romano y no podía defraudar a
mis padres, que con mucho esfuerzo costeaban mis estudios, ni, por
supuesto, a mí misma, que siempre había sido muy buena estudiante y
no quería manchar mi inmaculada trayectoria con un desafortunado
suspenso. Debo confesar, sin embargo, que el Códice Calixtino o los
principios generales del derecho no eran demasiado divertidos y que
me estaba costando sudor y lágrimas meterme en la mollera todo aquel
montón de materia absolutamente aburrida. Aquella noche, pues, harta
de intentar concentrarme en los apuntes sin demasiado éxito, me
preparé un café cargado y encendí la radio con la intención de
escuchar algo de música que me ayudara a espabilarme un poco. Nada
más darle al botón de encendido llegó a mis oídos la voz más
varonil que hubiera escuchado nunca, limpia, profunda, clara. No moví
el dial y me quedé ensimismada, poniendo suma atención en lo que el
hombre decía. El programa parecía ser una especie de consultorio en
el que se resolvían las más variopintas dudas y consultas de los
oyentes, desde la muchacha que sólo tenía orgasmos si pensaba en el
cantante de moda, hasta la abuelita que preguntaba por la receta de
la tarta de fresa, y todo ello aderezado con aquella preciosa voz que
atraía la atención por sí misma, independientemente de las
estupideces que en un momento dado pudiera soltar su propietario,
que, huelga decirlo, eran bastantes. Me fui a la cama con el bendito
murmullo de fondo y me dormí pensando en el apuesto caballero que,
seguramente, sería el afortunado dueño de semejantes cuerdas
vocales.
Tuvieron que pasar unos días (en los que no me volví a acordar de
la voz, pues me dediqué a estudiar en firme) para que de nuevo
viniera a mi memoria aquel prodigio de tonalidad y ya libre de mi
examen y contenta por el probablemente buen resultado, una noche
encendí la radio de nuevo esperando escucharla otra vez. Allí
estaba, dando los mismos consejos tontos de la otra vez, pero igual
de atrayente.
A partir de entonces, noche tras noche, me deleitaba escuchando la
sarta de bobadas más grande que nadie pueda imaginar, aunque pronto
me di cuenta de que todo aquel tinglado no era sino un programa
radiofónico de humor, lo cual fue un alivio, pues me costaba
imaginar que el propietario de tan fabulosa forma de hablar pudiera
serlo también de una mente tan hueca como una cueva vacía.
Fue así que me convertí en fiel oyente de aquel absurdo show,
solamente por el placer de deleitar mis oídos con el agradable
vibrar de las cuerdas vocales del locutor. Noche tras noche,
escuchaba ensimismada y luego me dormía poniendo cuerpo y rostro a
aquel ente enigmático. Pero conforme el tiempo iba transcurriendo,
me fui cansando de imaginar y ello dio paso a una corrosiva
curiosidad por conocer la verdadera imagen del dueño de la voz que
me tenía enamorada. Tenía que ser un hombre guapísimo, con un
cuerpo perfecto, una sonrisa de fábula y una mirada de ensueño, eso
no lo ponía en duda, pero quería verlo con mis propios ojos.
Durante un tiempo no dejé de darle vueltas a la posibilidad de
plantarme en la radio, pues, no nos engañemos, era la única manera
de saciar mi curiosidad, mas mi timidez y mi falta de atrevimiento
frenaban la idea.
Fue al inicio del siguiente curso, después de pasarme todo el
verano pensando en aquel hombre, soñando con su rostro desconocido
como una perfecta imbécil, cuando me decidí a intentar conocerle.
Mi interés por aquella voz se estaba convirtiendo ya en una especie
de obsesión, buscando en las palabras de cada hombre que me hablaba
la tonalidad esperada, por supuesto sin conseguirlo. Así pues, ni
corta ni perezosa, una tarde, al salir de la facultad, me planté en
los alrededores de la emisora. Me quedé paseando por un parque que
había en frente, desde dónde podía divisar la puerta con toda
claridad, lo suficientemente cerca para poder controlar a todo aquel
que entrara o saliera, pero también lo suficientemente lejos para
que nadie se percatara de mi presencia, y al cabo de unos días,
paseo va, paseo viene, ya creí tener identificado al propietario de
la voz de mis sueños. Era un hombre de edad indefinida entre los
treinta y los cuarenta, con un cuerpo que se adivinaba perfecto bajo
su impecable indumentaria, casi siempre informal, pero elegante a la
vez. Llegaba a la emisora en un Audi A8 gris perla, lo que, a mi
manera de ver, evidenciaba un gusto exquisito y un bolsillo no exento
de dinero.
Un día me atreví a acercarme un poco más y pude distinguir
mejor su rostro. Era guapo a rabiar, con unos ojos increíblemente
negros, profundos y unas incipientes canas que comenzaban a platear
prematuramente sus sienes dándole un estilo de lo más interesante.
Estaba claro, no podía ser de otra manera, era la envoltura perfecta
para la voz profunda que me tenía enamorada. No tenía más que
hacer que pillarle hablando con alguien para confirmar mis sospechas,
aunque en realidad casi no hacía falta, pues ninguno de los hombres
que entraban o salían del edificio merecía ser poseedor de
semejantes cuerdas vocales.
Una tarde llené mi ego de una valentía que estaba muy distante de
sentir y en cuanto vi a mi hombre entrar en el edificio me acerqué
yo también. De lejos pude observar que hablaba con el portero.
Parecían charlar muy animadamente y, para mi completa satisfacción,
conforme me iba acercando mis oídos se iban deleitando con la
maravillosa voz que tanto me gustaba. No me había equivocado, había
identificado acertadamente al chico de mis sueños....¿o no? Pues
no. Para mi sorpresa, cuando por fin estuve lo suficientemente cerca,
pude comprobar que el que hablaba armoniosamente....¡era el portero!
Un hombre bajito y calvo, con una barriga cervecera más que
incipiente, los ojos de sapo, la nariz colorada y la sonrisa con unas
cuantas piezas dentales de menos, vamos, todo un dechado de belleza.
Y mi muchachito guapo....tenía voz aflautada y hasta parecía un
poco tartamudo. La conversación que por casualidad les escuché fue
de lo más concluyente. El guapo le daba las gracias al feo por poner
su voz en el programa.
-Yo escribiendo guiones me defiendo, pero ante el micrófono no me
puedo poner. Te estoy muy agradecido Policarpo, el programa está
teniendo un gran éxito. Antes de irte pásate por mi despacho a
cobrar.
Tal fue el asombro que produjo en mí el reciente descubrimiento,
el cual, evidentemente, echó por tierra mis sueños y
elucubraciones, que me quedé mirando a los dos hombres como una
idiota, sin saber si echarme a llorar o a reír, hasta que el
guapísimo se dio la vuelta para seguir su camino y chocó con la
estatua de piedra en la que me había convertido consiguiendo tirarme
al suelo. Visiblemente azorado me ayudó a levantarme murmurando mil
disculpas y, para compensarme por su torpeza, se empeñó en
invitarme a un café. Por supuesto acepté, y con ese inocente café
la absurda historia que me había montado yo misma se terminó.
Policarpo el portero se quedó con su maravillosa voz y yo....yo me
quedé con una realidad mucho más agradable.
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