Ciudad talismán - Esperanza Tirado

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Comenzó desanudándose la corbata, agobiado, mientras divisaba la botella de whisky semivacía en la repisa del minibar. Se quitó la chaqueta y los zapatos y se sirvió un trago generoso. El agua de fuego casi le abrasó la garganta, invadiéndole al mismo tiempo una sensación de bienestar por el cuerpo con la que las discusiones, las tensiones y el stress de la semana se diluían.
Se tumbó en la cama, cerró los ojos y suspiró.
Varias veces al mes huía de esa vorágine que le devoraba y se refugiaba en un hotel de una ciudad, capital de provincias, a la que tenía cierto cariño. Había pasado su época de estudiante en ella, allí hizo grandes amistades, vivió sus primeros grandes amores, disfrutó como nunca,... Siempre volvía allí cuando la vida se le hacía insoportable.
Afortunadamente, o a su pesar, no tenía familia que dependiera de él. Y los viajes allí, o a sitios cercanos similares, aumentaban de frecuencia.
Empezó siendo una cura, pero ya era una costumbre como quien compra tabaco de la misma marca o bebe siempre el mismo tipo de cerveza rubia. Eran su ciudad, su hotel y su habitación, siempre escogía el mismo número. Le daba suerte, o eso se creía, ya que volvía el lunes siguiente con energías renovadas a enfrentarse con la cruda realidad.
Esa cruda realidad cada vez era más cruda y se volvía contra él como un monstruo de fauces enormes que intentaba devorarlo.
Llegó a un punto en que incluso bajar por las escaleras del metro le producía una angustia terrible.
–Es un síntoma claro de stress, síndrome del burn-out, está usted quemado. – diagnosticó su médico. –Le recomiendo que se coja la baja, descanse, recargue pilas durante unas tres semanas y luego, ya veremos...
Unas vacaciones semiforzosas. No lo veía nada claro con el panorama económico actual. Esos descansos no eran bien vistos entre los mandos superiores. Conocía casos de colegas hiperestresados que fueron despedidos por circunstancias parecidas. No volvió a verlos aparecer por su gigantesco edificio de oficinas. Los jóvenes quemados eran rápidamente sustituidos por otros nuevos y frescos.
Con esa Espada de Damocles encima recurrió a su ciudad talismán para intentar curarse. Estaba lo suficientemente alejada del caos de su trabajo como para poder relajarse. Y, a la vez, las buenas comunicaciones con la capital le facilitaban la movilidad en casos de urgencia laboral.
Su ciudad, su hotel, su habitación, su minibar, su whisky... Pero su tranquilidad no llegaba. Los nervios amenazaban con devorarlo.
Decidió salir y recorrer aquellas calles adoquinadas de aire antiguo por las que fue tan feliz.
Todo estaba igual, con cierto aire renovado, pero reconocible. Pronto su sonrisa se instaló en su cara y el stress se fue perdiendo entre los adoquines.

Llegó a la zona de copas y entró en uno de aquellos bares que casi habían sido como su casa. Aunque había cambiado de nombre y estaba algo más moderno, minimalista, casi. Pero a su memoria volvieron aquellos años de juergas y risas eternas, las noches de estudio acompañado de cubos de café para no desfallecer, aquella chica de ojos marrones que fue su primer gran amor efímero, y tantos otros buenos recuerdos que casi habían muerto sepultados cuando llegó a la gran capital despersonalizada en la que trabajaba.
Su ciudad talismán le acogía de nuevo.
Por un instante pensó en mudarse a ella. Pero... ¿Y el trabajo? ¿Y su futuro?
Mejor cuando me jubile, se dijo, mirando al brillante cielo azul.
Notó que alguien le miraba con curiosidad. Giró la vista y se topó con unos ojos marrones impresionantes. No era ‘su chica’ de entonces, pero la sensación fue muy similar.
Le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa, seductora.
– ¿Me invitas a una copa? –un guiño de ojos y un movimiento de pelo fueron suficientes para que él picara como un pipiolo. Esos ojos lo hipnotizaron desde el primer instante.
A pesar de la música demasiado alta, charlaron animados. Y congeniaron. Él se dejó llevar, se relajó, bailó como cuando tenía dieciocho años y las preocupaciones se esfumaron a lo largo de la noche. Los ojos marrones de ella, su pelo, su cuerpo perfecto enfundado en un mono negro con los hombros al aire, y su perfume afrutado hicieron el resto.
Amaneció en la cama de su habitación de su hotel con un sabor metálico en la boca y un dolor lacerante en las sienes.
Miró alrededor. La habitación era un caos. Su tranquilidad había sido violada.
En el minibar abierto no quedaba ni una sola botella. Todas estaban desparramadas por el suelo, rotas o vacías. Su ropa, arrugada por los suelos y su cartera en una silla, vacía.
El hotel había dejado de ser su refugio.
Su stress renacía entre la terrible resaca.
Aquella ciudad había dejado de ser su ciudad talismán.





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