Alvarito se hace mayor - Pilar Murillo


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La luz del Alba despuntaba. Alvarito dormía profundamente hasta que la señora Hortensia entró en su cuarto, como hacía todas las mañanas, a descorrer las cortinas.
Unos tímidos rayos de sol entraron en la estancia alcanzando los parpados del muchacho. La señora Hortensia comenzó a dar palmaditas mientras decía “Vamos señorito que ya está el desayuno servido y su padre lo está esperando”. El muchacho se puso la almohada sobre la cabeza y se dio media vuelta. No pasó ni un segundo cuando desde abajo se oyó la voz grave de su padre “Álvaro, no me hagas ir a buscarte y agarrarte por las orejas”. Entonces Alvarito sacó su brazo izquierdo y se estiró y de un salto salió de su cama, se quitó el pañuelo que sujetaba su brazo derecho y se dirigió al cuarto de baño donde la señora Hortensia ya había preparado la ducha, que debía ser rápida para no hacer esperar a su padre.
Don Álvaro estaba sentado a la mesa, su rostro lo tapaba un gran periódico que de vez en cuando se descubría para tomar un trago del café. o para depositar la ceniza de su puro abano sobre el cenicero. Don Álvaro descubrió su rostro por completo en el instante que apareció su hijo, doblo el periódico y lo dejó sobre la mesa sin mediar palabra. Sólo con la mirada y mediante señas hizo que su hijo de diecisiete años se le acercase. Le tocó el brazo y Alvarito emitió un quejido. “Si no anduvieses saltando tapias ajenas ahora no estarías así. Bebete el café de un sorbo y llévate un bollo para el camino, no tenemos tiempo. El doctor nos espera a primera hora para hacerte una radiografía. Menos mal que tu madre ya no está con nosotros, si no, la matarías a disgustos”. El muchacho obedeció. Bebió el café y se guardó un bollo.
Los dos se dirigieron a la cochera y destaparon un Ford que los llevaría al centro de la ciudad. En el trayecto Alvarito era poco hablador y no por que no tuviese que contar nada, pero en los viajes que hacía con su padre le gustaba desconectar y se adentraba en sus fantasías o sus recuerdos. El día anterior había sido uno de esos días felices y plenos, hasta que se lastimó su brazo. Jacinta, la hija del juez, lo había invitado a su casa a merendar, lo que Alvarito no sabía es que estaría a solas con tan bella señorita, bueno solos del todo no, también estaban los sirvientes.
Jacinta le mostró el último regalo que le había hecho su padre. Alvarito había visto alguno en la ciudad, pero no tan de cerca. La muchacha que ya estaba vestida como una señorita de dieciocho años, dio manivela al gramófono y sonó un tango. Cogió a Alvarito de la mano y le enseñó unos primeros pasos, pero el chico se sintió un poco incomodo. Jacinta le gustaba y si seguía así no iba a poder controlar su cuerpo. Ella se rió y quitó la música, lo volvió a coger de la mano y se lo llevó al salón de baile pero que se usaba también como salón de actos, de hecho había sillas a modo de butacas frente a un piano negro de cola y muy cerca había un violoncelo apoyado en una silla y sobre la silla estaba el arco.
Jacinta le indicó a Alvarito que se sentase frente aquella silla que soportaba el instrumento y donde la joven se acomodó subiendo la saya y allí entre sus piernas colocó el instrumento. Se apoderó del arco que inmediatamente hizo rozar sobre las cuerdas.
Alvarito seguía sumergido en esos recuerdos y volvía a ponerse sofocado. Nunca había visto antes unas piernas de mujer y tan cerca. Cuando Jacinta hubo terminado el pequeño concierto, se liberó del violonchelo y se puso en pie para decirle, “¿Qué te ha parecido?”, el joven aplaudía y decía bravo, mientras ella hacia pequeñas risitas entonces acercó sus labios a los de él y lo besó. A Alvarito por erizarse, se le erizó todo y se abalanzó sobre ella a besarla mejor, cayéndose sobre la alfombra, y Alvarito sobre Jacinta. Ella lo abrazaba y lo besaba. El decidió acariciarla por los senos. “¿te gusta como me queda mi nuevo corsé?” le preguntó Jacinta. Y en ese instante se oyó llegar un coche. Ella apresurada se levantó y él también. Jacinta le explicó que era su padre el cual no quería ver a ningún pretendiente a solas con ella o le cortaría las piernas. Los dos pensaron que lo mejor era que se fuese por la puerta de servicio. Ella le propinó un último beso sin importarle que estuviese delante la cocinera y le puso algo en el bolsillo para que la recordase al estar a solas. Cuando salió en dirección de la verja principal, estando ya a mitad de camino, se le encara frente a él un pitbull con muy mala cara. Alvarito echó a correr y cuando pudo saltó por la tapia, alcanzando el suelo apoyando su muñeca que le produjo un dolor horrible.
El joven llevaba la misma chaqueta del día anterior. Miró a su padre conducir y luego metió su mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta. Palpó una especie de joya. Era el regalo de su amada. Alvarito iba feliz a hacerse su primera radiografía. No le importaba si estaba rota su muñeca o era una fisura. Jacinta estaba interesada en él y es lo que importaba.
El olor del vertedero municipal le hizo espabilar de sus pensamientos. Estaba a pocos metros de la entrada a la ciudad.
Don Álvaro miró hacia un lado y hacia otro y se metió al centro esquivando gente y carruajes y lamentando que su bonito coche se llenase de polvo, de repente soltó un silbido y Alvarito miró para el callejón donde su padre tenía la vista clavada, Era Jacinta dejándose manosear por el director del banco, un hombre que le sacaba treinta años. “Las hay que no pierden el tiempo” dijo su padre, mirando a su hijo. “Le queda bien el nombre de la calleja de los cuernos” Dijo Alvarito, mientras tiraba el regalo de Jacinta por la ventanilla del coche.
Creo hijo mío que te estas haciendo mayor. Ésta noche te llevaré al teatro Iris”. Dicho ésto aparcó el coche frente a la casa consistorial y se dirigieron al hospitalillo.








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