Era noche cerrada
cuando la bala atravesó el pequeño cuerpo de Gad. Los cartones que
delimitaban su espacio cubrieron el cuerpo sin alterar en nada la
vida del vertedero, que pronto volvió a bullir sin su presencia y la
desaparición de su violonchelo.
Estamos en Smokey
Mountain (montaña humeante) el mayor vertedero de Filipinas. Más de
dos millones de toneladas métricas de basura humeante a las afueras
de Manila. Un cenicero enorme en el que viven y mueren muchas de las
familias sin recursos de esta gran ciudad.
Temprano, cada
mañana, los camiones cargados llegan al vertedero. Sueltan el lastre
mientras miles de personas, jóvenes y niños principalmente,
remueven la basura. Buscan ese objeto que les saque de la miseria...
pero, cada día, se quedan con tornillos, chatarra, plásticos,
hierros, carbón...y su miseria.
Smokey Mountain
tiene sus mitos. Mitos que todos conocen : el de alguien que conocía
a uno que, no se sabe cuando, encontró una joya muy valiosa que hizo
cambiar su vida...y son felices a pesar de vivir sin futuro. Se
conforman con el presente.
Gad nació aquí,
igual que sus hermanos y sus padres. Desde entonces no vió más que
basura, jugó entre ella y en ella encontró sus mejores juguetes :
un gramófono roto y un corsé descolorido hecho jirones. Con ellos
volaba a salones elegantes llenos de música y jóvenes diferentes.
Trisha, su hermana, con el corsé sobre sus harapos, bailaba mientras
el cantaba una bella canción con la bocina del gramófono. Varios
chiquillos les acompañaban bailando, haciendo ruidos, cantando...lo
mismo que removiendo en la basura cuando llegaba hasta ellos.
Su escuela era el
vertedero, donde aprendían unos de otros. La experiencia también
les enseñaba y les decía que no iban a llegar a los cuarenta años,
que si encontraban algo valioso no lo dijeran a nadie, que había que
dormir con un ojo abierto por si acaso, que respirar sobre el humo
machacaba los pulmones y hacía doler la garganta...la experiencia
les iba enseñando también, que cada día era un gran milagro.
Gad tenía doce años
el día que a la llegada de la basura el ya estaba allí. Se había
subido a la caja del primero de los camiones. El y otros como el,
habían colocado a la entrada del recinto cubos y maderas para que
tuviesen que pararse a retirarlos. Mientras tanto varios chavales,
entre ellos Gad, aprovecharon la parada para subirse al camión y ser
llevados hasta el sitio exacto de su descarga. Desde que empezó a
caer la basura ya estaba a su lado escudriñandola. Sabía qué cosas
merecían la pena y entre ellas descubrió algo que le llamó la
atención . Cuando el camión se retiró trepó como un gato por el
montículo de residuos. Vió el sitio concreto en que había caido su
objeto. Removió la basura y, tras bucear un par de metros entre ella
lo encontró... Estaba allí. Era un violonchelo.
La madera de la tapa
inferior estaba astillada y el cuello colgaba como el de una gallina
antes de echarse a la olla, descoyuntado. A Gad no le importó su
estado. Le gustó y se lo quedó. Ya tenía un nuevo objeto para sus
juegos fantasiosos. Su padre le sujetó el cuello de manera
rudimentaria y con una varilla metálica, a modo de arco, se sentaba
sobre los paquetes de plásticos a imitar a los chellistas. Era la
envidia de todos los chavales. El poco tiempo que la basura le dejaba
libre se entretenía con su chelo. Lo acariciaba. Golpeaba suavemente
su madera y escuchaba extasiado los sonidos que salían por los oidos
del instrumento. Luego lo guardaba en una caja de cartón que
almohadilló con viruta de plástico. Era su tesoro. Sólo suyo. Lo
había ganado con el sudor de su frente y no se iba a deshacer de él.
Después de meses de
tener el violonchelo, la estampa de Gad tocando sobre paquetes de
residuos urbanos se hizo cotidiana, llamando la atención de un joven
fotógrafo que acudió al vertedero en busca de inspiración. Esta
imagen ganó un concurso y viajó a muchos lugares ignorantes de su
realidad, moviendo así muchos corazones y algunas voluntades .
Muchos turistas
fueron a visitarlos con la curiosidad del que lo ha visto todo.
Presumiendo de encontrar en ellos el lugar más exótico. Las fotos
del vertedero con los niños medio desnudos, color humo, se
intercalaban así con bellos jardines, piscinas y paisajes
paradisíacos. Sus vidas son la radiografía de la sociedad de
consumo a la que pertenecen.
Uno de estos
turistas preguntó un día por el niño del violonchelo. Quería
fotografiarlo tocando.
Gad acostumbrado a
posar, lo sacaba y hacía como que hacía. Nunca recibió tantas
fotos. No sólo él sino su instrumento : de frente, de lado, por
detrás, por debajo, muy cerca, muy pegado, veinte, treinta... un
montón. También recibió una buena propina. La mejor de todas.
Pudieron comer durante toda la semana cosas vedadas para ellos y aún
quedó para coger un día de descanso...
Era noche cerrada
cuando la bala atravesó el pequeño cuerpo de Gad. Minutos antes
sintió que su violonchelo le llamaba y se incorporó. Vió al
turista de la gran propina cogiendo su violonchelo con sigilo y, sin
poder hacer nada, cayó abatido, sin ruido.
En el vertedero todo
sigue igual... Temprano, cada mañana, los camiones cargados llegan y
sueltan el lastre mientras miles de personas, jóvenes y niños
principalmente, remueven la basura. Buscan ese objeto que les saque
de la miseria... pero, cada día, se quedan con tornillos, chatarra,
plásticos, hierros, carbón...y su miseria. Mientras tanto el
violonchelo de Gad viaja a Nueva York para ser expuesto en
Christie´s. Saldrá a subasta con un valor inicial de cincuenta
millones de dólares.
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