Me equivoqué una vez más - Gloria Losada




Siempre fui una romántica empedernida, o tal vez debería decir una estúpida integral, no sé, a veces la frontera entre ambas cosas es tan sutil que casi ni existe. Claro que luego la vida te va enseñando y lo importante es saber atrapar esas enseñanzas, hacerlas tuyas, y no volver a cometer los mismos errores. A ver si me aplico semejante máxima.
Conocí a Hernán en un bus. Sí, ya sé que el lugar no es nada pintoresco, pero si les cuento que me enamoré de él en cuanto lo vi subir, la cosa cambia ¿verdad? Cargaba a su espalda la funda de un violonchelo. Yo iba sentada en el asiento de delante de todo y como casi no cabía, al entrar me golpeó las piernas. Al darse cuenta me miró sonriendo y si pensaba protestarle, porque lo pensaba, aquella sonrisa me cambió los planes... y me enamoré. El bus iba atestado de gente y él se quedó de pie cerca de mí, mientras la funda de su instrumento, musical claro, no me malinterpreten, me daba de vez en cuando en la cara, o en la cabeza, o en el hombro. Yo me cabreaba un poco, pero luego miraba aquella cara angelical y se me pasaba el enfado.
Se bajó en la parada al lado del Conservatorio. Yo seguí hacia el hospital, donde me iba a hacer una radiografía de un brazo que me molestaba desde hacía un tiempo y durante las dos horas que tuve que aguardar a que me tocara mi turno, sentada en aquella sala de espera impersonal, fría, fea en resumen, no dejé de pensar en su sonrisa, en sus ojos verdes, en la puta funda del violonchelo que me había dado golpes aquí y allá...
Al día siguiente no pude evitar tomar de nuevo el mismo bus solo por el hecho de ver si se subía el amor de mis amores. Tuve suerte. Se subió de la misma guisa que el día anterior y esa vez se sentó a mi lado. Yo pensé que me derretía y más cuando comenzó a hablarme, ya saben, conversación intrascendente y un poco tonta, que si el tiempo, que si voy al conservatorio y tal y cual y tú a dónde vas y yo que no iba a ningún sitio... en fin. Que mis viajes a ninguna parte en el bus de las seis y cuarto comenzaron a ser habituales y terminamos haciéndonos novios.
La primera noche que me invitó a cenar a su casa fue maravillosa... o igual no lo fue tanto, pero como yo estaba enamorada como una idiota, me lo pareció. La vivienda era moderadamente cutre, todo hay que decirlo, y estaba bastante desordenada, y la mesa puesta sin orden ni concierto... pequeños detalles sin importancia al lado del gran detallazo. En una esquina, encima de una mesita auxiliar a la que faltaba una pata, había un tocadiscos en forma de gramófono del que salía una música suave y envolvente, melodías que hacían que aquel espacio descuidado se convirtiera en el palacio de las princesas Disney o algo así.
La cena no fue nada del otro mundo, ahora que lo pienso desde la distancia en el tiempo, en realidad fue una mierda, viandas compradas en el restaurante de comida rápida de la esquina y a la que él había dado un toque que pretendía ser personal pero que no había conseguido ocultar su verdadera procedencia. En aquellos momentos me dio lo mismo. Además, al final, después de los postres, que creo recordar fueron unos melocotones de lata en almíbar, me regaló una joya, un anillo plateado con una piedra azul en el centro, y digo plateado porque a los pocos días, como no me lo quitaba ni a sol ni a sombra, comenzó a tomar un sospechoso color cobrizo, lo cual indicaba que, contrariamente a lo que parecía, no era más que una baratija. Era un regalo comprensible, puesto que el pobre muchacho no trabajaba y sus padres le pasaban el dinero justo y necesario para vivir malamente. Aunque, pensándolo bien, nunca se lució demasiado con sus detalles, recuerdo especialmente un corsé con el que me obsequió por un cumpleaños, que pretendía ser sexy y era de un mal gusto desorbitado, y encima comprado en la tienda de chinos que había al lado del conservatorio. Creo que fue por aquel entonces cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más. No hacía ni seis meses que vivíamos juntos y comenzaron a molestarme sus manías, su desorden, sus regalos de mierda, que dejara los calzoncillos sucios tirados en una esquina del cuarto de baño, que no vaciara los ceniceros, puesto que fumaba como un carretero, que se olvidara de lavar los dientes de vez en cuando, que llegara tarde a casa sin avisarme, que nunca apagara las luces, que se olvidara de comprar el pan, que la nevera se quedara vacía si no hacía yo la compra.... hasta comenzó a molestarme el sonido cansino de su violonchelo cada vez que se ponía a ensayar, cuando al principio podía pasarme las horas mirándole como una imbécil mientras tocaba. Llegó a incordiarme tanto que hasta pensé en tirárselo a la basura, incluso estaba dispuesta a trasportarlo al vertedero que había en las afueras de la ciudad para asegurarme de que no lo encontrara nunca. No lo hice, en el fondo no soy tan mala, solo soy un poco estúpida y no sé escoger a los hombres. Hernán no ha sido el primero. Antes me enamoré de Antonio a la salida de un cine, de Ricardo en la cola del super y de Alberto en una manifestación contra las corridas de toros. De todos me enamoré a primera vista y no acerté con ninguno. Y equivocación tras equivocación han terminado pasando factura. No quiero saber nada de hombres, las mujeres somos muchos más especiales, inteligentes, sensibles, cariñosas... Igual pruebo a enamorarme de una, tal vez así no cometa más errores.






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