Siempre fui una
romántica empedernida, o tal vez debería decir una estúpida
integral, no sé, a veces la frontera entre ambas cosas es tan sutil
que casi ni existe. Claro que luego la vida te va enseñando y lo
importante es saber atrapar esas enseñanzas, hacerlas tuyas, y no
volver a cometer los mismos errores. A ver si me aplico semejante
máxima.
Conocí a Hernán
en un bus. Sí, ya sé que el lugar no es nada pintoresco, pero si
les cuento que me enamoré de él en cuanto lo vi subir, la cosa
cambia ¿verdad? Cargaba a su espalda la funda de un violonchelo.
Yo iba sentada en el asiento de delante de todo y como casi no cabía,
al entrar me golpeó las piernas. Al darse cuenta me miró sonriendo
y si pensaba protestarle, porque lo pensaba, aquella sonrisa me
cambió los planes... y me enamoré. El bus iba atestado de gente y
él se quedó de pie cerca de mí, mientras la funda de su
instrumento, musical claro, no me malinterpreten, me daba de vez en
cuando en la cara, o en la cabeza, o en el hombro. Yo me cabreaba un
poco, pero luego miraba aquella cara angelical y se me pasaba el
enfado.
Se bajó en la
parada al lado del Conservatorio. Yo seguí hacia el hospital, donde
me iba a hacer una radiografía de un brazo que me molestaba
desde hacía un tiempo y durante las dos horas que tuve que aguardar
a que me tocara mi turno, sentada en aquella sala de espera
impersonal, fría, fea en resumen, no dejé de pensar en su sonrisa,
en sus ojos verdes, en la puta funda del violonchelo que me había
dado golpes aquí y allá...
Al día siguiente
no pude evitar tomar de nuevo el mismo bus solo por el hecho de ver
si se subía el amor de mis amores. Tuve suerte. Se subió de la
misma guisa que el día anterior y esa vez se sentó a mi lado. Yo
pensé que me derretía y más cuando comenzó a hablarme, ya saben,
conversación intrascendente y un poco tonta, que si el tiempo, que
si voy al conservatorio y tal y cual y tú a dónde vas y yo que no
iba a ningún sitio... en fin. Que mis viajes a ninguna parte en el
bus de las seis y cuarto comenzaron a ser habituales y terminamos
haciéndonos novios.
La primera noche
que me invitó a cenar a su casa fue maravillosa... o igual no lo fue
tanto, pero como yo estaba enamorada como una idiota, me lo pareció.
La vivienda era moderadamente cutre, todo hay que decirlo, y estaba
bastante desordenada, y la mesa puesta sin orden ni concierto...
pequeños detalles sin importancia al lado del gran detallazo. En una
esquina, encima de una mesita auxiliar a la que faltaba una pata,
había un tocadiscos en forma de gramófono del
que salía una música suave y envolvente, melodías que hacían que
aquel espacio descuidado se convirtiera en el palacio de las
princesas Disney o algo así.
La
cena no fue nada del otro mundo, ahora que lo pienso desde la
distancia en el tiempo, en realidad fue una mierda, viandas
compradas en el restaurante de comida rápida de la esquina y a la
que él había dado un toque que pretendía ser personal pero que no
había conseguido ocultar su verdadera procedencia. En aquellos
momentos me dio lo mismo. Además, al final, después de los postres,
que creo recordar fueron unos melocotones de lata en almíbar, me
regaló una joya, un
anillo plateado con una piedra azul en el centro, y digo plateado
porque a los pocos días, como no me lo quitaba ni a sol ni a sombra,
comenzó a tomar un sospechoso color cobrizo, lo cual indicaba que,
contrariamente a lo que parecía, no era más que una baratija. Era
un regalo comprensible, puesto que el pobre muchacho no trabajaba y
sus padres le pasaban el dinero justo y necesario para vivir
malamente. Aunque, pensándolo bien, nunca se lució demasiado con
sus detalles, recuerdo especialmente un corsé
con el que me obsequió por un cumpleaños, que pretendía ser sexy y
era de un mal gusto desorbitado, y encima comprado en la tienda de
chinos que había al lado del conservatorio. Creo que fue por aquel
entonces cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más.
No hacía ni seis meses que vivíamos juntos y comenzaron a
molestarme sus manías, su desorden, sus regalos de mierda, que
dejara los calzoncillos sucios tirados en una esquina del cuarto de
baño, que no vaciara los ceniceros,
puesto que fumaba como un carretero, que se olvidara de lavar los
dientes de vez en cuando, que llegara tarde a casa sin avisarme, que
nunca apagara las luces, que se olvidara de comprar el pan, que la
nevera se quedara vacía si no hacía yo la compra.... hasta comenzó
a molestarme el sonido cansino de su violonchelo cada vez que se
ponía a ensayar, cuando al principio podía pasarme las horas
mirándole como una imbécil mientras tocaba. Llegó a incordiarme
tanto que hasta pensé en tirárselo a la basura, incluso estaba
dispuesta a trasportarlo al vertedero
que había en las afueras de la ciudad para asegurarme de que no lo
encontrara nunca. No lo hice, en el fondo no soy tan mala, solo soy
un poco estúpida y no sé escoger a los hombres. Hernán no ha sido
el primero. Antes me enamoré de Antonio a la salida de un cine, de
Ricardo en la cola del super y de Alberto en una manifestación
contra las corridas de toros. De todos me enamoré a primera vista y
no acerté con ninguno. Y equivocación tras equivocación han
terminado pasando factura. No quiero saber nada de hombres, las
mujeres somos muchos más especiales, inteligentes, sensibles,
cariñosas... Igual pruebo a enamorarme de una, tal vez así no
cometa más errores.
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