Otra Victoria - Esperanza Tirado


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Comparten nombre y vivienda. Y poco más, ya que sus existencias no pueden ser más dispares. A veces desearía cruzársela por los pasillos y expresarle su rabia. Otras veces, las más, trabaja casi hasta el anochecer. Su puesto está en la cocina, como ayudante de una de las muchas cocineras que habitan ese espacio siempre lleno de actividad.
En realidad es una simple sirvienta, una de tantas que forman una especie de ejército doméstico. Huérfana de padres a la que su familia no quiso, o no pudo, mantener. Tuvo suerte de no acabar en un gris orfanato lleno de niños famélicos o en un vertedero maloliente. Peleando por su existencia a cada minuto por un trozo de paz seco o algo de carne rancia.
Sí, tiene suerte de vivir en las dependencias del Palacio de Balmoral. A pesar del clima áspero de Escocia, a pesar de que se ha de lavar con agua fría cada mañana, a pesar de las órdenes secas de todos los que están por encima de ella. A pesar de tantas cosas, se siente afortunada.
Cada mañana cuando se coloca el tieso corsé, se rehace las trenzas y el moño y se pone la cofia, reza a sus padres, a quienes no conoció, pidiéndoles que la protejan de los males de este mundo.
Desearía ser algo más que una simple criada, ser libre para poder subir las escaleras y entrar a voluntad en las dependencias y salones del castillo.
A veces, cuando sale de su habitación escucha a los hombres hablar con voces airadas y graves, a los perros ladrar y a los caballos relinchar. Ellos sí son realmente libres. Poder galopar por esas montañas agrestes sería para ella como llevar una valiosa joya. O eso imagina, porque nunca ha lucido ni pendientes, ni anillos ni collares. Están prohibidos para todos los trabajadores de la cocina. Y ahora con más razón. El Príncipe Alberto ya no está. Por eso visten de luto. No hay mucha diferencia con su vestimenta habitual, así que eso no le importa.
Lo que sí nota es el ambiente plomizo y sombrío. Todos hablan en susurros, como temiendo que alzando la voz ocurriera otra catástrofe en la Familia Real. Hasta los ceniceros pesan más al limpiarlos cada mañana. Quizá los hombres se desahogan de sus tristezas soltando volutas de humo y ceniza, que después estropean los muebles y las tapicerías. Pero no es ella quien ha de limpiar los muebles, así que friega y calla.
A veces se detiene en el pasillo a descansar. Los otros criados no la ven. Tan pequeña, vestida de negro, es como una mosca que revolotea cerca pero no molesta. Y escucha retazos de conversaciones, aquí y allá.
–… hacer una radiografía a la Reina…
¿Y no será peligroso? Recordad lo que le ocurrió al Príncipe…
–…medicina moderna…
–…casos de fiebres tifoideas en Escocia…
El médico de la Reina aconseja…
–…La Reina... tristeza… respetar Su luto…
¿Y cuánto dura un luto? Para ella, una simple sirvienta, desde que nació. Cree que la Reina, por ser la Reina, tiene derecho a todo el tiempo que quiera.
La gente nace y se muere, es algo que tiene asumido desde que es bien pequeña. Incluso les ocurre a los más poderosos, como el Príncipe Alberto. Aunque es una pena. Porque era tan joven,… Y decían que era tan guapo y tan elegante con su uniforme brillante… Ahora todos están tristes y afligidos.
Antes Balmoral estaba algo más animado. A pesar de la lluvia y del frío de las gruesas piedras del palacio desde las cocinas sentía más alboroto.
En veladas donde se invitaba a la más alta nobleza de Escocia incluso la Reina se animaba a tocar el piano y a cantar. No tenía gran voz, pero todos la adulaban y aplaudían. Eso lo sabe porque, al terminar las faenas del día, casi todos los criados subían hasta los pisos superiores y desde un pasillo escuchaban y bailaban al ritmo de la música. Para los cumpleaños de los jóvenes Príncipes se traían pequeños grupos de cuerda. Violines y violonchelos, que eran como violines gigantescos, tocaban las piezas favoritas del homenajeado y después disfrutaban de dulces y exquisiteces que ocupaban una semana a los encargados de las cocinas.
En una ocasión alguien llevó un gramófono, palabra que le costó pronunciar y casi imaginar; aunque las criadas que asistieron se lo describieron como un instrumento desde el que salía música y voz. Ese día la Reina no cantó. Sino que aplaudió encantada de las maravillas que sus súbditos le mostraban.
La Victoria sirvienta sueña con poder celebrar su cumpleaños tomando una rica tarta, no el porridge grumoso del desayuno. Desearía galopar por los montes escoceses con su melena flotando al viento. También querría cantar a dúo con la Reina.
Pero todos esos sueños no serán nunca posibles. Y cada mañana se rehace el peinado y el moño, se coloca el corsé, se lava con agua helada y espera a que el luto se pase.
La vida en Balmoral es dura, sí. Pero, después de todo, ella es afortunada de servir a su Reina. Aunque jamás tenga la oportunidad de hacerle una reverencia, ya que es casi imposible de que se encuentren por el mismo pasillo.
Y entonces se pregunta… ¿Se reconocerían?





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