Relato inspirado en la fotografía
Nunca se había
cuestionado su felicidad. Cora vivía en su mundo rutinario y
ordenado de mujer casada, madre y trabajadora. Un buen marido, unos
hijos modélicos que nunca le dieron guerra, una excelente ocupación
como empleada pública... no podía pedir más. Problemas, los de
todo el mundo, épocas mejores y épocas peores. Suponía que su vida
no se diferenciaba demasiado de las demás vidas con las que se
cruzaba todos los días cuando salía a la calle.
Aquella tarde,
mientras el tren que la llevaba a su destino la mecía en su suave
traqueteo, se preguntaba una vez más el porqué, y una vez más no
encontraba respuesta. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y
sonriendo, comenzó a recordar.
Todo había
ocurrido apenas dos años atrás, durante aquel viaje a Logroño que
su marido se había empeñado en hacer con el resto de la familia.
Siempre había querido visitar las bodegas riojanas, pues era un
entusiasta de los vinos. A los chicos les había parecido una
excelente idea y Cora, aunque se sentía un poco ajena al entusiasmo
general, aceptó la propuesta por el placer de compartir unos días
con toda la familia.
Se alojaron en un
pequeño hotel rural, rodeado de viñedos y en plena naturaleza y
durante una semana se dedicaron a conocer la zona de la que salía,
en palabras de su marido, el mejor vino del mundo.
Fue dos días
antes del regreso. Cora ya estaba un poco cansada de visitar bodegas
y probar vino y caminaba detrás de su marido y sus hijos con gesto
cansado y distraído, en medio de los viñedos que un hombre vestido
de campesino les mostraba. Luego lo de siempre, visitar el interior
del recinto, tomar unas copas y si acaso comprar alguna botella.
Apenas se había
llevado la copa a los labios cuando escuchó su voz.
-¿Estás en ese
grupo? Creo que van hacia la zona de las barricas. No te quedes
atrás.
Cora levantó la
mirada y se encontró con la del hombre que la miraba sonriendo desde
el fondo de unos ojos color avellana que trasmitían simpatía.
Llevaba el uniforme de los trabajadores de la bodega y desde detrás
de una mesa se dedicaba a empaquetar botellas
-Gracias, pero no
tengo ganas de seguirlos, creo que me quedaré aquí tranquilamente
tomando mi vino.
El muchacho
asintió con la cabeza y ella se sentó en un sofá cerca de la
amplia cristalera que daba a los viñedos. No dejó de observarlo
mientras bebía a pequeños sorbos y sin poderlo evitar asomaron a su
mente extraños pensamientos en los que ella y aquel desconocido eran
los protagonistas de un encuentro amoroso. ¡Qué estupidez! Si ella
era feliz.... Pero algo, alguna fuerza extraña, la empujaba a
mirarlo, a observarlo, a imaginar sus manos recorriendo cada
centímetro de su piel. El hombre, como si supiera que estaba siendo
observado, dirigió sus ojos hacia ella y le sonrió, ofreciéndole
un racimo de uvas de una cesta que había encima de la mesa sobre la
que trabajaba. Cora rehusó con un gesto y una oleada de placer y de
deseo malsano sacudió su cuerpo. Afortunadamente su familia regresó
y abandonaron la bodega rumbo al hotel. No pudo evitar, cuando ya
salían, echar la vista atrás para comprobar que él también la
estaba mirando. Cora se había fijado en el nombre que él llevaba
prendido en el bolsillo de su uniforme, Javier Bello.
Unos días
después, instalada de nuevo en la comodidad y rutina de su hogar,
sin poder dejar de pensar en el empleado de la bodega, decidió
buscarlo por las redes sociales. No le fue difícil encontrarlo. Allí
estaba, su nombre, sus fotos... algunas al lado de una mujer. Aún
así se atrevió a solicitarle amistad. Estaba casi segura de que no
le haría ni caso, pero se equivocó, apenas habían pasado unos
minutos cuando un mensaje que le aceleró el corazón le decía que
sí, que recordaba la mujer solitaria bebiendo una copa de vino
mientras esperaba a su familia. Así comenzó todo, con
conversaciones a escondidas en las que se fueron descubriendo, sin
ocultar ni por un momento su situación personal ni la inquietud que
les producía aquel amor tardío que habían encontrado sin
proponérselo. Y un día se dijeron el primer te quiero, y empezaron
imaginar un encuentro, y la casualidad y una serie de coincidencias
hizo que pudieran volverse a ver antes de lo que pensaban. En la
habitación de un hotel de carretera se entregaron sin reservas, se
amaron con el entusiasmo de la primera vez, conscientes de que sus
respectivas vidas asentadas en la rutina y la decencia les impedían
ir más allá de los esporádicos encuentros que siguieron a aquel
primero. Porque hubo otro, y otro, y algunos más antes de que Cora
se diera cuenta de que no quería seguir así, de que su matrimonio
había comenzado a hacer aguas en el preciso instante en que Javier
había aparecido en su vida, y aquel amor que había nacido de manera
casual, como si el destino lo tuviera guardado para ambos en una
esquina cualquiera de sus vidas, se merecía algo más que aquellos
momentos compartidos a escondidas del mundo. Necesitaba alimentarse
de algo más que de sexo, necesitaba vida en común, proyectos,
momentos simples de cotidianeidad. Y si había que romper esa otra
relación de tanto tiempo, la rompería. Pero el amor es cosa de dos,
y cuando uno no está dispuesto a mimarlo, a cuidarlo, a compartir
con el otro lo que el otro está dispuesto a dar... entonces no hay
nada que hacer. Demasiadas complicaciones, decía Javier, así que un
día Cora se armó de valor y rompió aquella relación que caminaba
hacia ninguna parte. Si nunca iban a estar juntos, si la felicidad
llevaba camino de convertirse en sufrimiento, era mejor dejarlo. Él
no puso objeciones, le dijo que si eso era la que ella deseaba no iba
a retenerla. Simplemente le pidió seguir siendo amigos. ¿Amigos? Yo
no podré nunca ser tu amiga, te quiero demasiado. Y todo terminó.
Cora lloró a
escondidas durante algún tiempo, mientras vestía su tristeza de
coraje, de decisión, de valentía, de una alegría fingida que nadie
se cuestionó, y continuó en su vida de esposa, de madre, de
trabajadora.... al lado de su marido. Poco a poco las lágrimas se
fueron secando, el tiempo todo lo cura, se decía, nada volvería a
ser como antes, pero tenía que seguir adelante.
Una tarde, de
regreso del trabajo, su móvil vibró dentro del bolso, como tantas
veces, pero esta vez, al cogerlo y abrir los mensajes se encontró
con que alguien, desde un número que no figuraba entre sus
contactos, le decía “no puedo olvidarte, te necesito”. Se quedó
mirando la pantalla como una estúpida, dudando si echarse a reír o
a llorar. Había borrado su teléfono y no recordaba el número, pero
no podía ser nadie más que él. Todo comenzaba de nuevo.
Apenas una semana
atrás había reunido el coraje suficiente para romper con su vida de
mujer casada, madre y trabajadora. Una noche, después de cenar,
después de abrir la última botella de vino y levantar la copa en un
último brindis, le había dicho ya no te quiero y todo lo demás. No
había sido fácil y quedaban muchos flecos por arreglar, pero estaba
orgullosa de haberse atrevido. Quería volver a ser feliz, tan fácil
como eso, tan difícil como eso.
El tren redujo la
velocidad y entraron en la estación de Logroño. En el anden la
esperaba Javier, que le sonreía a través de sus ojos de color
avellana que rebosaban simpatía, complicidad, amor.
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