Un
dolor intenso lo arrancó del sueño. De su boca brotaban gemidos
agudos como las notas de un violonchelo.
¿Dónde estaba? Examinó la estancia, reconociendo de inmediato la
habitación y la mesilla donde había depositado su ropa y sus
objetos personales la noche anterior. Todo había desaparecido: la
ropa, la cartera con el carnet de identidad, el de conducir y las
tarjetas de crédito; el móvil, el reloj y el anillo de oro heredado
de su padre, su única joya.
Un dolor punzante
correteaba por su espalda. La pierna derecha sangraba
copiosamente. Con la mente embotada por el dolor, se incorporó con
esfuerzo. Se sentó en la cama antes de ponerse en pie, pues se
sentía mareado. Recorrió el cuarto con la mirada. En una esquina,
el gramófono de donde había
salido la música que había acompañado sus movimientos sensuales y
lujuriosos mientras se iba despojando del vestido, las medias, las
ligas, el corsé y el tanga de encaje rojo. Recordó su figura
emergiendo, como si tratara
de la aparición de una diosa, entre
el humo dorado y rosa de la discoteca. Sonreía.
Le sonreía a él. Después, todo fue muy rápido y acabaron en
aquella habitación de un lugar aislado y abandonado. ¿Qué había
pasado? Sin duda lo había drogado, pensó en ese momento.
Sobreponiéndose al dolor se puso en pie y comenzó a rebuscar por la
habitación para intentar contener la hemorragia. En el fondo
de un cajón de un viejo y destartalado mueble localizó un
cenicero, unas tijeras y un
trozo de radiografía.
Cogió las tijeras y cortó la
sábana en tiras. Comenzó a sobreponer
una capa tras otra de las improvisadas vendas, que quedaban empapadas
de inmediato. Temía sufrir un desmayo, consciente de que la pérdida
del preciado líquido era abundante. Debía salir de allí como fuera
y buscar ayuda. Se acercó a la puerta. Un sudor frío y pegajoso
inundó todo su cuerpo. Era
una puerta antigua, de madera maciza y estaba cerrada.
Forcejeó con ella durante un rato. La
golpeó con los brazos. La empujó con su corpulento cuerpo. No se
movía. Desesperado, se
acordó de la radiografía. Había oído que con ellas era posible
abrir cualquier puerta. Lo intentó durante unos minutos. Tarea
inútil. Dirigió su mirada a la única ventana del cuarto. Se acercó
a ella dejando en el suelo
un rastro similar a las
manchas de un sarampión.
La ventana estaba encajada en la pared sin ningún tipo de abertura.
Cogió la banqueta situada a los pies de la cama. Golpeó los
cristales haciéndolos
añicos. Retiró con cuidado los trozos afilados. Miró
abajo. Unos cinco metros lo
separaban del suelo. El árbol que se alzaba orgulloso ante él no
parecía resistente, pero no había otra salida, tenía que asumir
ese riesgo si quería sobrevivir.
Se abrazó a la rama más fuerte. Comenzó a bajar. La pierna rozada
los nudos del tronco a cada movimiento, tal parecía que su cuerpo
fuera una sola pierna y todos los nudos se hubieran aliado
para perseguirla. La sangre continuaba
con su imparable fuga.
Cuando apenas faltaban unos tres metros para alcanzar el suelo
decidió saltar por miedo a que su cuerpo se ocupara de hacerlo por
él mismo.
Cayó sobre su espalda
dolorida. El golpe lo hizo
gritar pero seguía vivo. Miró
alrededor. No había nada. Ni una casa, ni un camino, nada. Miró
hacia arriba, hacia la ventana; un alto torreón estrecho,
destartalado, una sola puerta, una sola ventana. Se incorporó para
intentar llegar a cualquier lugar, no importaba dónde, pero la
pierna ya no estaba dispuesta a sostenerlo. Se arrastró
por un terreno seco, lleno de piedras ávidas
de sangre. Agotando
su escasa energía, luchando por sobrevivir, se deslizó
por el suelo durante
un tiempo casi eterno, viajando entre la vida y la muerte, galopando
sobre su propia suerte. No oía nada, salvo
sus quejidos
de dolor. De pronto, un
olor nauseabundo sacudió su olfato ¿Ya
estaré muerto?, se
preguntó, mientras su cuerpo se desplomaba sobre
una maltrecha y estrecha
carretera. Pasaron dos horas
sumido en una semi inconsciencia rota solo por el dolor. La pierna
derecha ya semejaba
la desembocadura de un río copioso. Su espalda exhibía la marca
como si se tratara de
un semáforo en rojo. De repente, un ruido lejano, confuso, como el
de un animal hambriento aporreó sus débiles oídos. Era un coche.
Salieron dos hombres. Regresaban a casa tras cumplir con su trabajo
en el vertedero.
Miraron su pierna de sangre, su cara de muerte, la inmensa araña
roja que cubría su espalda. “Una nueva víctima”, dijeron. “Y
ya van siete”
El
médico de la ambulancia no pudo más que certificar su muerte. La
policía sacó fotografías que rellenaran sus paneles. Mientras
tanto “La
araña roja”, como la denominaban en los distintos medios de
comunicación, se preparaba para hacer caer en sus redes a una nueva
víctima.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario