Y ya van siete - Cristina Muñiz Martín


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Un dolor intenso lo arrancó del sueño. De su boca brotaban gemidos agudos como las notas de un violonchelo. ¿Dónde estaba? Examinó la estancia, reconociendo de inmediato la habitación y la mesilla donde había depositado su ropa y sus objetos personales la noche anterior. Todo había desaparecido: la ropa, la cartera con el carnet de identidad, el de conducir y las tarjetas de crédito; el móvil, el reloj y el anillo de oro heredado de su padre, su única joya. Un dolor punzante correteaba por su espalda. La pierna derecha sangraba copiosamente. Con la mente embotada por el dolor, se incorporó con esfuerzo. Se sentó en la cama antes de ponerse en pie, pues se sentía mareado. Recorrió el cuarto con la mirada. En una esquina, el gramófono de donde había salido la música que había acompañado sus movimientos sensuales y lujuriosos mientras se iba despojando del vestido, las medias, las ligas, el corsé y el tanga de encaje rojo. Recordó su figura emergiendo, como si tratara de la aparición de una diosa, entre el humo dorado y rosa de la discoteca. Sonreía. Le sonreía a él. Después, todo fue muy rápido y acabaron en aquella habitación de un lugar aislado y abandonado. ¿Qué había pasado? Sin duda lo había drogado, pensó en ese momento. Sobreponiéndose al dolor se puso en pie y comenzó a rebuscar por la habitación para intentar contener la hemorragia. En el fondo de un cajón de un viejo y destartalado mueble localizó un cenicero, unas tijeras y un trozo de radiografía. Cogió las tijeras y cortó la sábana en tiras. Comenzó a sobreponer una capa tras otra de las improvisadas vendas, que quedaban empapadas de inmediato. Temía sufrir un desmayo, consciente de que la pérdida del preciado líquido era abundante. Debía salir de allí como fuera y buscar ayuda. Se acercó a la puerta. Un sudor frío y pegajoso inundó todo su cuerpo. Era una puerta antigua, de madera maciza y estaba cerrada. Forcejeó con ella durante un rato. La golpeó con los brazos. La empujó con su corpulento cuerpo. No se movía. Desesperado, se acordó de la radiografía. Había oído que con ellas era posible abrir cualquier puerta. Lo intentó durante unos minutos. Tarea inútil. Dirigió su mirada a la única ventana del cuarto. Se acercó a ella dejando en el suelo un rastro similar a las manchas de un sarampión. La ventana estaba encajada en la pared sin ningún tipo de abertura. Cogió la banqueta situada a los pies de la cama. Golpeó los cristales haciéndolos añicos. Retiró con cuidado los trozos afilados. Miró abajo. Unos cinco metros lo separaban del suelo. El árbol que se alzaba orgulloso ante él no parecía resistente, pero no había otra salida, tenía que asumir ese riesgo si quería sobrevivir. Se abrazó a la rama más fuerte. Comenzó a bajar. La pierna rozada los nudos del tronco a cada movimiento, tal parecía que su cuerpo fuera una sola pierna y todos los nudos se hubieran aliado para perseguirla. La sangre continuaba con su imparable fuga. Cuando apenas faltaban unos tres metros para alcanzar el suelo decidió saltar por miedo a que su cuerpo se ocupara de hacerlo por él mismo. Cayó sobre su espalda dolorida. El golpe lo hizo gritar pero seguía vivo. Miró alrededor. No había nada. Ni una casa, ni un camino, nada. Miró hacia arriba, hacia la ventana; un alto torreón estrecho, destartalado, una sola puerta, una sola ventana. Se incorporó para intentar llegar a cualquier lugar, no importaba dónde, pero la pierna ya no estaba dispuesta a sostenerlo. Se arrastró por un terreno seco, lleno de piedras ávidas de sangre. Agotando su escasa energía, luchando por sobrevivir, se deslizó por el suelo durante un tiempo casi eterno, viajando entre la vida y la muerte, galopando sobre su propia suerte. No oía nada, salvo sus quejidos de dolor. De pronto, un olor nauseabundo sacudió su olfato ¿Ya estaré muerto?, se preguntó, mientras su cuerpo se desplomaba sobre una maltrecha y estrecha carretera. Pasaron dos horas sumido en una semi inconsciencia rota solo por el dolor. La pierna derecha ya semejaba la desembocadura de un río copioso. Su espalda exhibía la marca como si se tratara de un semáforo en rojo. De repente, un ruido lejano, confuso, como el de un animal hambriento aporreó sus débiles oídos. Era un coche. Salieron dos hombres. Regresaban a casa tras cumplir con su trabajo en el vertedero. Miraron su pierna de sangre, su cara de muerte, la inmensa araña roja que cubría su espalda. “Una nueva víctima”, dijeron. “Y ya van siete”
El médico de la ambulancia no pudo más que certificar su muerte. La policía sacó fotografías que rellenaran sus paneles. Mientras tanto “La araña roja”, como la denominaban en los distintos medios de comunicación, se preparaba para hacer caer en sus redes a una nueva víctima.













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