No le cabía ninguna duda, el magistral concierto no había sido fruto de la casualidad y por supuesto tampoco de la genialidad. Apenas hacía seis meses que había comenzado las clases de piano. Siempre había sido una persona manualmente torpe y tampoco su capacidad matemática era un atributo medianamente normal en él. Martina, la paciente profesora, soportaba con tolerancia el aporreamiento con los dedos en las cincuenta y ocho teclas marfileñas. A veces le miraba con pavor como si esperase ver resucitar al elefante que había donado obligatoriamente sus colmillos para la construcción de las piezas. Si la lección era de solfeo el caos era seguro. Que si medios tonos, que si octavas que se subdividen…¡ demasiada operación! Cuando le comunicaron que el próximo domingo debutaría con su primer concierto en el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo, se puso a temblar como hoja movida por un viento de inseguridad y falta de confianza. Cuanto más practicaba más se enzarzaban sus dedos en un despropósito de choque y enlaces no convenientes. Faltaban apenas cuatro horas para que la función diese comienzo y ante este panorama bajó la tapa del piano y se fue a casa de su buena amiga Mariela buscando desconexión y serenidad. Y como vale más llegar a tiempo que rondar cien años, Mariela que estaba cenando le invitó. Degustaron una exquisita morcilla de Burgos, bien asadita con pimientos y regadita con un rioja afrutado y delicioso que llenaba el ánimo de energía, fe y decisión. Hete aquí la clave del éxito. Desde entonces antes de cada concierto recurre al truco mágico. Cada uno se agarra a lo que puede para creer en sí mismo, así que voy a comprarme unas morcillas de Burgos y un riojilla porque mañana tengo que asistir una operación de apendicitis en el quirófano
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