El fin justifica los medios - Cristina Muñiz Martín

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Martín, de 36 años, murió en el sofá de su casa mientras veía la televisión. Muerte súbita determinó la autopsia. Al día siguiente fueron dos los muertos ante la pequeña pantalla: Luis, de 75 años y Marisa de 48. Un día más tarde murieron Ángel, Carlota, Fermín y Begoña en idénticas circunstancias. Quince días después, ya era imposible enumerar todos los nombres pues las defunciones ascendían a dieciséis mil trescientas ochenta y cuatro. Saltaron las alarmas sanitarias. ¿Qué estaba pasando? No era normal ese número tan elevado de víctimas por muerte súbita y menos aún que se fueran incrementando de forma notoria día a día. Las autoridades sanitarias pasaron el testigo a las autoridades políticas que no se preocuparon demasiado, al fin y al cabo, no era cosa suya que a la gente le diera por morirse de manera repentina. A los ciudadanos, ver cómo otros se morían a su alrededor, sin previo aviso, tampoco les extrañó al principio, creyendo en la fatalidad y en las coincidencias. Sin embargo, el día que los medios de comunicación filtraron la noticia explicando que las muertes súbitas aumentaban día a día y en gran número, asomó el miedo. Los médicos comenzaron a copar las tertulias televisivas y radiofónicas hablando de su asombro ante tan descomunal y desconocida epidemia. No había ni una sola pista, pese a realizarse la autopsia de todos los cadáveres. El miedo fue dando paso al pánico. ¿Será alguna comida, el agua, la contaminación…? No había respuesta. En los supermercados podía verse a los consumidores provistos de enormes lupas para lograr leer los ingredientes de cada producto, sin saber en realidad qué buscaban. Las consultas médicas públicas y privadas se colapsaron, en especial las de los cardiólogos. El desasosiego más profundo se había instalado en unos ciudadanos que no sabían qué hacer, pues según repetían una y otra vez las autoridades ni el agua, ni la comida, ni la contaminación, habían ocasionado las muertes. Tampoco se trataba de radioactividad, un ataque terrorista o cualquier otra teoría planteada por cientos de asociaciones y particulares. Los médicos daban fe de no hallar nada raro en los muertos. Simplemente, su corazón dejaba latir como si se le hubiera agotado la pila. Habían pasado diecinueve días desde el fallecimiento de Martín cuando se anunciaron los primeros datos. Todos las víctimas estaban viendo tranquilamente la televisión en el momento de su muerte. El espanto apagó todas las televisiones del país, salvo aquellas en las que sus propietarios, por enfermedad o vejez, estaban deseando morir y esperaban hacerlo de manera rápida e indolora. Los ordenadores pasaron a ser los encargados de informar. Al día siguiente se produjeron nuevas muertes, esta vez con los elegidos sentados ante el ordenador. El pavor apagó todos los ordenadores; los móviles cumplirían su función. Las nuevas víctimas encontraron la muerte también en casa, manipulando sus teléfonos portátiles. La radio vivió sus mejores momentos de gloria desde hacía décadas.. Por las ondas se supo que desde el inicio, las muertes se habían multiplicado por dos cada día. Después, en la segunda quincena, se había modificado la variable aumentándolas en mil diarias. Más tarde, ya en la primera quincena del segundo mes, los fallecimientos habían aumentado en diez mil al día y en la segunda quincena, en la que aún estaban, la progresión aritmética había aumentado a quince mil nuevas víctimas diarias. Cuando se publicaron estos datos en la prensa, ya se hablaba de trescientos siete mil ciento ochenta y siete muertos. El terror se abrió paso en las casas, en los hospitales y en las cabezas de los políticos. No se encontraba la causa de semejante tragedia y al no saber la causa tampoco se podían buscar soluciones. Mientras tanto, los notarios tuvieron que quintuplicar su personal, que algunos días debía ser renovado por el fallecimiento de algún empleado. Tiendas, bares y restaurantes hicieron su agosto, pues ante la presencia de la muerte dejaron de preocupar muchas otras cosas, como el futuro, y disfrutar a tope pasó a primer plano. Los padres daban instrucciones a los hijos y los hijos a unos padres a los que nunca hasta entonces se habían sentido tan unidos. Eran tiempos de dudas y miedos, de dolor y desesperanza. Las noticias ya solo llegaban a través de la prensa y del boca a boca, pues ante la radio también habían muerto un buen número de personas. No había muertos entre los menores de veinticinco años. Eso fue un gran alivio para los jóvenes y para sus padres. No lo fue tanto el saber que pese a no tener encendidos los aparatos electrónicos la gente seguía muriendo. Siempre en casa. Siempre en posición de descanso. Siempre sentados o tumbados. No tardaron en formarse improvisados campamentos al aire libre, donde pensaban estarían a salvo. Los que querían morir, por sufrir depresión o enfermedades terminales, siguieron en sus casas, viendo la televisión o usando el ordenador. Pero de ese grupo no moría nadie. Era como si la muerte se burlara de ellos. Y ellos comenzaron a burlarse de los demás, llamando al móvil de sus asustados familiares y amigos que, sabiendo que nadie había fallecido por hablar con ellos pegados a la oreja se resistían a apagarlos, aunque nadie osaba marcar el número, tan solo atender las llamadas mientras caminaban a paso largo o incluso corrían para más seguridad. Y en ese juego, los que deseaban la muerte, con el estímulo de asustar a los demás, comenzaron a desear seguir vivos. Las autoridades, aunque temerosas por su vida y la de los suyos, no podían evitar hacer cuentas. El aumento desmesurado del consumo iba llenando las vacías arcas municipales, autonómicas y nacionales. La gente, antes aterrada, parecía vivir más feliz en sus improvisadas tiendas de campaña, donde creían esquivar a la muerte, ya que los fallecimientos empezaron a descender con la misma fuerza con la que habían ascendido. Ya nadie pedía bajada de impuestos ni arreglar esta u otra calle, lo único que querían eran equipos médicos que pasaran día y noche mirando, auscultando y haciendo pruebas. Y eso les dieron, aunque el personal sanitario tuviera que hacer muchas horas extras pues los extranjeros no querían entrar al país. Tampoco los nacionales podían salir; en los países limítrofes temían contaminarse de tan extraña epidemia. El día del primer aniversario del fallecimiento de Martín se produjeron unos pocos casos de muerte súbita, dentro de los límites normales, según los médicos. El pueblo lo celebró con fiestas en todos los rincones del país, recordando a sus familiares ausentes, alegres por su propia supervivencia.
Ese mismo día, en una finca alejada de mirada indiscretas, los médicos que habían participado en el proyecto, recibían sus cuantiosos cheques. Todos habían sido elegidos meticulosamente. Unos por las cuantiosas deudas acumuladas por su elevado nivel de vida. Otros por sus adicciones o las de sus hijos. Algunos por seguir ocultando secretos inconfesables. Había sido fácil. Un microscópico chip implantado durante una consulta médica y que podía ser activado por un programa informático cuando la persona estuviera en reposo ante un aparato electrónico. Dos millones ciento cincuenta y cuatro mil personas menos había sido la mejor solución para sanear la economía del país. El paro se había reducido al dos por ciento. Los ochocientos cuarenta y tres mil ciento siete jubilados menos habían rebajado sustancialmente la factura de las pensiones. Los jóvenes huérfanos, libres de las ataduras familiares, no pensaban más que en gastar su herencia. El fin justifica los medios, sonrió D. Santiago, Presidente del Gobierno, recordando la máxima de Maquiavelo a quien admiraba desde adolescente. Su pensamiento había guiado su carrera política y su gobierno. Un gobernante, debe utilizar todos los medios disponibles a su alcance, sin limitarse por la moral o la ética, con el objetivo de conseguir una meta que lo merezca. Y él lo había logrado. En su país, antes envejecido, triste y endeudado, ahora reinaba la alegría de una sociedad joven y corría el dinero ¿Qué más se le podía pedir a un gobernante?








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