Eran mis
primeras vacaciones con las amigas y no podían tener peor
pronóstico. Habíamos estado todo el año planeando un maravilloso
viaje a un igualmente maravilloso y paradisíaco destino. Habíamos,
de igual modo, ahorrado todo lo que habíamos podido para tal fin.
Nos imaginábamos al sol en un playa del Caribe, o tal vez entre las
ruinas de la Acrópolis griega, incluso en algún safari fotográfico
en algún enigmático país africano. Pero una visita a la agencia de
viajes nos volvió a la triste realidad. Algunas habíamos conseguido
ahorrar más que otras pero a ninguna alcanzaba para aquellos viajes
super guays. Para colmo de males Sandra y Elena, las hermanas
millonarias del grupo, se habían gastado parte del dinero en comprar
una jaca para regalarle al pijo de su padre por su cumpleaños
y las muy ladinas pretendían que todas pusiéramos nuestro dinero en
común. Y una mierda. No estaba dispuesta yo a poner a su disposición
los euros que tanto me había costado ahorrar. Así que después de
algunas conversaciones para intentar solucionar el problema, que en
algún momento subieron peligrosamente de tono, yo me planté y les
dije que se podían ir a dónde les diera la gana que yo me iba a....
a Asturias. Dije Asturias como podía haber dicho la Conchinchina, y
casi al instante me arrepentí porque ¿qué se podía ver en
Asturias? Las demás propusieron meter papeles con nombres de lugares
en una caja de cartón y sacar uno, pero yo seguí en mis
trece, yo me iba a Asturias, ellas que hicieran los que les diera la
gana. Y me fui sola en un alarde de valentía.
Cuando el
avión aterrizó llovía a mares, parecía el diluvio universal.
Yo nunca había visto semejante cosa en pleno verano. Uno de agosto y
aquello parecía un día de febrero en Sevilla. Del avión a la
terminal las sandalias no me sirvieron de mucho y evidentemente no
llevaba paraguas. Acabé empapada y helada. Dieciocho grados de
temperatura marcaba un termómetro en el exterior.
Cogí
la maleta como pude y salí dejando un reguero de agua a mi paso. No
tenía ni idea de dónde estaba el hotel Palacio de la Zoreda. El
nombre sonaba bien y en los folletos de la agencia se veía precioso.
Cerca de Oviedo, esa era toda la información. Así que no se me
ocurrió otra cosa que tomar un taxi. El taxista el muy ladino no me
advirtió que aunque el aeropuerto se llamaba de Oviedo, estaba en
Avilés, a unos cuantos kilómetros de mi destino, claro, a él le
venía bien al bolsillo y fatal al mío. A mitad de la autopista se
puso charlar, que si el tiempo, que si Avilés era así y Oviedo de
la otra manera, que también estaba Gijón… yo a todo decía que
sí, total a aquellas alturas en lo único que pensaba mi cerebro era
en por qué coño había elegido aquel lugar para pasar mis
vacaciones.
Cuando
vi que nos acercábamos a una ciudad y que pasaba de largo casi me da
un ataque. Se lo dije y me contestó que el hotel estaba en un
pueblo, montaña arriba y no se qué más. Dios mío, me vi pastando
en medio de las vacas. No me equivoqué mucho. Subimos por una
carretera un poco sinuosa y allí estaba, mi hotelito, en medio casi
de la nada.
Le
pagué no quiero recordar ni cuánto y me quedé allí sin saber qué
hacer. Seguía lloviendo a mares. Me metí debajo de un hórreo
y me di cinco minutos para pensar qué hacer con mi vida. No llegué
a ninguna conclusión, así que tiré para el hotel, que estaba en
frente. Me personé en la recepción con aspecto de indigente. Di mi
nombre y el muchacho se puso a hacer cosas en el ordenador. Que no
aparecía mi reserva. Que sí, que aparecía, pero que no... yo que
sé, que tenían que arreglarlo.
-Tenemos
una exposición de violines antiguos ¿Quiere usted pasar a verla
mientras arreglamos el desaguisado? – me preguntó amablemente el
gerente.
-¿Violines
antiguos? ¿Tienen algún Stradivarius?
No ¿verdad? Pues no, no me interesa. Lo único que quiero es que me
den mi habitación de una vez y poder cambiarme de ropa.
No
sé si fue mi respuesta cortante y desagradable, pero diez minutos
después estaba metida en la cama, llorando como una Magdalena,
maldiciendo una vez más el momento en que se me ocurrió la idea de
visitar aquel lugar del mundo.
Quién
me iba a decir a mi que todo cambiaría al día siguiente. Amaneció
despejado y con un sol tímido y agradable que se colaba por mi
ventana dándome los buenos días. Me levanté de un buen humor que
me sorprendió a mi misma. No hacía calor, se estaba genial, el
campo era verde y el aire era puro... a lo mejor podía sacarle
partido a la situación.
Bajé
a desayunar y cual no sería mi sorpresa cuando escuché hablar a un
camarero con acento andaluz. Casi se me saltan las lágrimas de la
emoción, después mi nefasto aterrizaje en aquella tierra. Me
acerqué a él y le pregunté de dónde era. Cuando me dijo que de
Sevilla comenzamos a charlar animadamente. No voy a entrar en
detalles, pero fue mi tabla de salvación. Durante los diez días que
estuve allí, en sus horas libres, que afortunadamente eran las
tardes, hizo de guía turístico. Me llevó a comer cachopo
y arroz con leche, a beber sidra,
a pasear por la playa del Silencio y por la explanada del Niemeyer,
a hacerme fotos con Mafalda en Oviedo, a conocer el pueblo del Doctor
Mateo, a caminar por la senda del Oso, y a ver los bufones de
Arenillas en Llanes y entre paseo y paseo.... pues que terminé
enamorándome y hasta la lluvia de algunas mañanas tuvo su encanto.
Así que cuando regresé a Sevilla les comuniqué a todos, familia y
amigos, que me había gustado tanto Asturias que para allí me iba.
Me miraron como si estuvieran viendo a un extraterrestre
y mis padres intentaron retenerme, pero yo había encontrado el amor
y nadie me iba a hacer cambiar de opinión.
Hace
tres años que vivo aquí. He aprendido a amar lo que el primer día
que pise Asturias odié. La lluvia, los días de frío en verano....
qué más da, si todo lo que tiene bueno compensa. Cuando quiero
calor me voy a visitar a mis padres. A los tres días estoy de
vuelta. Ay Asturias, cómo has sabido atraparme....
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