Cada año por estas fechas vienes a verme.
Pides días en el trabajo, recorres miles de
kilómetros y vuelas
hasta el otro lado, mi lado, del mundo. No sé si porque me recuerdas
de
verdad. O para comprobar que sigo ahí, debajo de la lápida, bien
tranquila y muertecita.
Pues sí, no te preocupes. Ni te gastes más
dinero en viajes que no te llevan a ninguna
parte. Sigo aquí, bajo
la lápida que me pusieron encima los sepultureros, contemplando el
cielo azul de la sierra que me vio nacer. Y abrigada por una manta de
piedras y flores de
colores que, a veces, las señoras del lugar nos
ponen para que la Muerte no nos de tanto
frío. Ya sabes, cosas y
tradiciones de este pueblo que tanto detestabas.
Me adoraste la primera vez que me viste.
Una princesa morena como tú se merece un
palacio de verdad, me
dijiste.
Y yo te creí. ¿Cómo no iba a creerte?
Tan alto, tan guapo, tan fuerte, tan aventurero, tanto
mundo habías
visto, con tantos dientes blancos cuando sonreías… me robaste el
corazón
Pero quisiste cambiarme, y con tus aires de
europeo que ya se lo sabe todo me llevaste
lejos. Y me separaste de
mi tierra, volamos sobre un enorme mar azul y me llevaste a tu
casa.
Que no era un palacio precisamente. Ni yo fui tu princesa de cuento.
Aunque reconozco que sí tuvimos una boda
preciosa: comimos totopos
de maíz, tamales
, pozole, chiles en nogada y un mole de pollo que me
supo a gloria. Y de postre una torta
gigante de tres leches. No podía
ser más feliz. Y cuando entró el grupo de música y tocó
aquellos
sones en la marimba creí ahogarme en lágrimas de felicidad. Me
sentía de verdad
una princesa. Sobre todo con aquel vestido,
una maravilla de tules y volantes y brillos y
flores...
Y con la banda con los colores de mi país y el tuyo rodeándome.
Excesivo, dijo tu madre, torciendo el
gesto. Nunca le gusté. Ni ella a mí tampoco, no te lo
dije. Pero
esa fue una de las razones por las que no fui feliz a tu lado. Ni tú
junto a mí. Y así,
tras el impacto primero del exotismo de la
indígena, llegaron tantas cosas malas.
Te digo todo esto ahora en esta, que espero
sea tu última visita, mientras fotografías la
ermita que algún
antepasado tuyo construyó. Lo digo sin rencor. Eran otros tiempos.
Confío en que en este viaje me digas adiós
para siempre. Y conozcas de verdad mi querido
país. Como yo intenté
amar al tuyo el poco tiempo en el que viví en él.
Pero conociéndote nunca te quitarás el
cristal que tinta tus ojos occidentales de una verdad
que no es
universal.
Disfruta de la comida, de las tradiciones y
de la gente. Y cuídate la úlcera, amorcito. Te
ponías muy feo
cuando se te torcía la cara. En eso eres igual que tu madre.
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