Cuando recuerdo mi vida, las visitas a grandes centros comerciales en fechas determinadas tienen un papel fundamental.
Mi
madre es una adicta y en mi herencia genética aparece este síndrome
siempre en esos días del mes. Es como tener la regla pero sin
dolores. Unos días antes de que El Corte Inglés anuncie sus
rebajas, mi cuerpo sufre una metamorfosis: sudores, ansia, inquietud
de piernas y brazos, mis ojos hacen chiribitas, tecleo incesante
rastreando las webs de todas las tiendas… La tecnología se ha
aliado con mi síndrome. Eso es algo que mi madre envidia. No poder
teclear con rapidez en busca de la ganga internáutica. Su artritis
le ha ganado la partida. Pero ya tecleo yo por ella.
De
pequeña recuerdo cómo mi madre arrastraba bolsas y niña por los
pasillos de las tiendas y grandes centros buscando algo único y
barato. Cuando volvíamos a casa mi padre nos esperaba serio en su
sillón, temiéndose lo peor. Mi madre le aturullaba enseñándole
las prendas tan juveniles y ponibles
que le había comprado. Él, durante las siestas de su santa,
se escabullía para devolver aquella ropa que jamás se puso. A mí
me decoraba con lazos, vestidos con frufrús, capotas y todo tipo de
encajes. Afortunadamente, mi gen no vino con ese terrible gusto por
la moda infantil. Y como aún no tengo hijos, no los he torturado de
ese modo tan sibilino.
De
adolescente la moda de salir por los centros comerciales se pasó de
las pelis americanas a pocos kilómetros de mi casa. Mi pandilla
cogía el bus los fines de semana y, en vez de a la discoteca, nos
íbamos de tiendas. A ellos les dejábamos en los recreativos matando
marcianitos y nosotras nos probábamos todas las prendas posibles en
cuantas más tiendas mejor. Alguna barra de labios o alguna camiseta
sexychic solían caer.
Cuando
mi mejor amiga se iba a casar esperamos a las rebajas de verano para
irnos todas a buscar el vestido. Y a probarnos cada una uno distinto.
Si los de Pronovias nos hubieran visto llegar en modo rebaño ansioso
les hubiera dado un soponcio. Diez chicas de todos los tamaños y
formas gritándose unas a otras como locas y probándose vestidos en
una tienda del tamaño de una salita. Imagínense la escena de Los
Hermanos Marx en el camarote abarrotado. Pero todas envueltas en
tules blancos. ¡Más madera! ¡Sí, ese es mi vestido!
Las
Semanas Fantásticas eran mi perdición y la de mis amigas.
Aguardábamos al viernes cuando salíamos de trabajar a las tres y
corríamos a la cafetería a tomarnos un tentempié y un café bien
cargado para poder aguantar toda la tarde entre pasillos llenos de
todo lo que podíamos desear y no nos hacía falta. Como ya nos
conocían nos obsequiaban con cheques regalo exclusivos. Para volver
a disfrutar de una tarde de tiendas usándolos en nuevas
adquisiciones.
Si
hubieran hecho oferta de ataúdes 3x2 estoy segura de que hubiéramos
picado y entre todas habríamos celebrado la fabulosa ganga. Daba
igual el producto, aunque en ese momento no lo necesitáramos. Lo
importante era el descuento; mientras más grande, mejor.
En
la técnica del cuerpo a cuerpo frente a bandejas de oportunidades
soy toda una profesional, digna hija de mi madre. El ansia brota y me
posee de tal modo que las otras cazadoras de gangas se paralizan. Mi
madre hasta se emociona cuando se lo cuenta a sus amigas.
Y
es que mi vida en las rebajas es un subir y bajar contínuo. Sobre
todo por escaleras mecánicas. Tanto que a mi marido le conocí así.
Él no es un comprador compulsivo, más bien uno por obligación,
como casi todos los hombres. Pero el destino hizo que en una de esas
subidas de escaleras, estas se atascaran y chocáramos, esparciendo
todo el contenido de mis bolsas encima de él.
Al
principio le asusté. No me extraña. El grito que solté al perder
mis bolsas llegó al Cielo de las compras y más allá. Después, mis
excusas embarulladas le divirtieron. Hablamos durante toda aquella
tarde e intercambiamos móviles y correos electrónicos. Volvimos a
quedar en otro centro comercial, sin escaleras esta vez, y
disfrutamos de una tarde de cafés y compras. Le regalé una funda
portadocumentos para viajes rebajadísima, superútil. Él quiso
rechazar el regalo, pero no se atrevió al ver mi brillante mirada de
compradora profesional.
Al
mes de conocernos se presentó en nuestro
centro comercial con un ramo de flores y una tarjeta de compra que un
amigo, socio de unas conocidas Galerías le había regalado. Ahí fue
cuando me enamoré del todo. Mi gen comprador se activó y empezó a
maquinar los preparativos de nuestra boda. Que fue un superchollo,
porque me había hecho íntima de la chica de la tienda de novias.
Cuya familia tenía un negocio de eventos y ceremonias. Así
conseguimos boda, vestido, traje y futuro bautizo por un precio de
risa.
Ahora
mientras espero a que mi hija nazca, voy mirando ofertas y descuentos
en tiendas online de menaje y moda infantil. Va a ser la niña más
chic de toda la guardería. Sin capotas ni frufrús, por mucho
descuento que tengan, lo prometo.
‘Oh,
este vestido de comunión es monísimo. Y superrebajado. ¿Se llevará
para cuando la nena sea más mayorcita?’
Y
de momento no he tenido que ir a devolver a mi marido. Aunque ya no
sé si está en garantía. Pero no me ha desteñido ni le han salido
pelusillas ni se queja cuando toca tarde de compras. Es un cielo,
nunca protesta. Y lo visto que es un primor. Todo de las rebajas,
ponible y monísimo.
Adoro
las rebajas, se habrán dado cuenta. No sé qué sería de mi familia
sin ellas.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario