Milito, el tabernero - Gloria Losada


                                             




El sol caía a plomo sobre el camino polvoriento aquella triste tarde de verano. La comitiva avanzaba lentamente, arropando el féretro de madera de pino pulcramente barnizado que guarecía el cuerpo del tabernero. De vez en cuando se escuchaba algún gemido, algún llanto discreto, algún murmullo que pretendía ensalzar la figura de aquel hombre que había pasado a mejor vida dejando al pueblo un poco huérfano. Milito había muerto después de haber pasado más de la mitad de su existencia en aquel rincón perdido del mundo, escuchando conversaciones sin pretenderlo, haciendo de confesor sin serlo, o de consejero cuando alguien le pidió consejo; por eso los lugareños sólo vieron en la parca la ladrona que les estaba robando a traición a aquél que tanto necesitaban. Y es que a Milito todos le querían, ya lo creo que le querían.
*
El día que llegó al pueblo en nada se parecía a aquel en que recorría por última vez el camino del cementerio. Corrían los primeros días del otoño del 65 y el frío viento del nordeste ya había hecho acto de presencia arrastrando consigo las nubes grises que se asentarían en el cielo durante ese invierno que llegaría casi sin que nadie se diera cuenta.
Milito, acostumbrado a los calores del trópico, se preguntó durante unas décimas de segundo si había hecho bien en volver a aquel lugar frío y húmedo que había sido la tierra de su padre y antes de él, de su abuelo, una tierra desconocida para aquel hombre serio y un poco tosco, salvo por los comentarios que nunca había dejado de escuchar de boca de su padre, siempre llorando por regresar, siempre nombrando la morriña, sentimiento misterioso e ignorado para todo el que no conoce más lugar que aquél en el que ha nacido. Milito sabía que aquella aldea extraña era el único sitio que le podía acoger, el único en que podía recalar después de haber tenido que huir de la isla caribeña que un día había sido refugio de sus padres en su búsqueda de un futuro mejor.
Cuando se dio cuenta de que la revolución iba comiendo terreno a la libertad tomó a su negra de la mano y mirándole a los ojos le propuso irse lejos.
-En España tampoco hay libertad – le dijo – pero al menos allí podremos labrarnos un porvenir que sea sólo nuestro.
Metieron cuatro cosas en una desvencijada maleta y abandonaron La Habana, dejando allí su vida anterior, olvidada entre la espuma del mar y el malecón. Y llegaron por fin a aquella Galicia de la que tanto había oído hablar pero que jamás habían imaginado tan oscura y fría.
Milito regresó al pueblo del que nunca había salido y reabrió la taberna que en su día había sido sustento de su abuelo y en donde se había criado su padre, bajo la mirada desconfiada y suspicaz de los lugareños, que no veían con buenos ojos que el hijo de Emilio el cantinero, aquel que había marchado a Cuba a hacer fortuna y no había regresado jamás, llegara así, de repente, trayendo consigo una mujer de color, con una mirada penetrante y una expresiva sonrisa que se les antojaban casi misteriosas.
Tuvieron que pasar muchas semanas para que uno de aquellos hombres de modales rudos y hablares desconocidos se atreviera a poner un pie en la taberna, tantas que si no fuera por su negra, que le pedía un poco de paciencia, Milito hubiera claudicado a las primeras de cambio. Acostumbrado al carácter abierto y afable de los compañeros que habían quedado allende los mares, no entendía qué tipo de animadversión despertaba en aquellas gentes para que no osaran entrar en su taberna.
Algunos, al pasar por delate de la puerta, se paraban y dejaban que su silueta impidiera por unos instantes que la luz natural penetrara en la tasca, despertando la esperanza del tabernero de que por fin alguien se dignara a hacer uso de sus servicios, pero nunca ocurría. Después de unos segundos, la silueta seguía su camino, dejando al pobre hombre desilusionado y cabizbajo. Tenía el mejor vino de la comarca, café fuerte y aromático traído directamente de Cuba, jamón curado al frío de las montañas de Lugo y chorizos ahumados con las mejores ramas de laurel; los ingredientes perfectos para el perfecto disfrute de unas horas al calor de su chimenea, sólo faltaba que alguien se atreviera entrar.
El día en que la silueta parada al otro lado del cristal opaco no siguió su camino e hizo ademán de entrar en la taberna, el corazón de Milito comenzó a galopar como un caballo loco. La puerta se abrió y tras ella apareció un hombre mayor, curtida la piel seguramente por horas de trabajo a la intemperie, cubierta la cabeza con una boina negra que se apresuró a quitar cuando entró, buscando con la mirada no se sabía bien qué.
Saludó el hombre con un seco “buenas tardes” y se sentó a la mesa más apartada del local, la que estaba al lado de la “lareira” en cuyo interior crepitaban los maderos que daban calor al recinto. Milito se acercó casi con miedo y preguntó al hombre qué deseaba.
-Un aguardiente de hierbas – le dijo – que hace un frío de mil demonios y de alguna manera hay que correrlo
Regresó el tabernero a su lugar detrás del mostrador y cogió de las estanterías de debajo la mejor botella de aguardiente por estrenar y una copa, con las que se acercó a la mesa del viejo y allí le sirvió su pedido.
-Sírvete otra copa para ti, que invito yo – dijo el viejo – y siéntate conmigo, que no tienes mucha clientela y bien podemos darnos un rato de charla.
Así lo hizo Milito, feliz de que por fin alguien de aquel pueblo mostrara confianza en él, y se dispuso a escuchar al viejo, que bien se veía que tenía más ganas de hablar que de escuchar.
-Así que tu eres el hijo de Emilio el cantinero – dijo el viejo después de dar un generoso sorbo al aguardiente, que le quemó las entrañas – nadie esperaba tu vuelta y mucho menos que se reabriera la taberna.
-Cuba ya no es lo que era – repuso el tabernero – y de alguna manera hay que buscarse la vida. Mi padre siempre me habló de su tierra y de la tasca, y yo quise conocer. No hay más explicación a mi vuelta.
-Entiendo – repuso el viejo pensativo, fijando la vista en algún punto indeterminado del suelo
Durante unos segundos permanecieron en silencio, el tabernero con la vista fija en el viejo, sabedor de que alguna historia guardaba dentro de sí, el viejo pensativo mirando a la nada.
-Tu padre y yo éramos amigos, los mejores amigos del mundo, hasta que pasó lo que pasó y él escapó. – dijo por fin.
-¿Escapar? – preguntó Milito con curiosidad -¿escapar de qué?
El viejo sacó del bolsillo de su chaqueta un paquete de tabaco de picadura y una pequeña caja de papel para liar cigarrillos. Con parsimonia fue liando uno mientras hablaba.
-No estoy seguro de que te deba contar la historia. Supongo que a ti siempre te habrán dicho que tu padre emigró a Cuba como tantos otros que marchaban al otro lado del mar en busca de una fortuna que muy pocos encontraron. Pero piénsalo bien. Tu abuelo era el dueño de este bar, que por aquel entonces era también la única tienda de ultramarinos que había en el pueblo, y tu padre su único heredero que además, a aquellas alturas, ya casi se había hecho con las riendas del negocio, dada la precaria salud de tu abuelo. Si alguien del pueblo no necesitaba emigrar, era él. Se fue por otros motivos. Motivos que provocaron ciertos sucesos en base a los cuales nadie entra en la taberna. Aunque yo he pensado que ya es hora de decir la verdad. Al fin y al cabo tú no tienes la culpa de nada y tu padre, el pobre, ya lleva bajo tierra muchos años, tal vez demasiados. Murió tan joven….
Milito se revolvió inquieto en su asiento, consciente de que lo que el hombre estaba dispuesto a contar no iba a ser de su agrado. Llenó de nuevo las copas de aguardiente y se dispuso a escuchar:
-No soy capaz de precisar el momento en que tu padre y yo nos hicimos amigos, compañeros inseparables de correrías y de amarguras, sólo sé que éramos niños y como tales forjamos una amistad que surgió sin darnos cuenta y sin darnos cuenta creció y se fortaleció hasta que pasó lo que pasó. Incluso me atrevería a decir que perduró en el tiempo después de aquel desgraciado episodio, pues yo jamás pude olvidarle. Los demás pensaban que le guardaba rencor, cosa harto imposible y con frecuencia, ante los comentarios de la gente, le disculpaba diciendo que tal vez, yo en su lugar hubiera hecho lo mismo acuciado por el instinto de supervivencia que, dicen, es superior a cualquier otro.
Cuando comenzó la guerra no debíamos tener más de veinte años, y tanto él como yo tuvimos claro desde el principio que aquella contienda no iba con nosotros y que haríamos todo lo posible por no luchar ni en un bando ni en el otro. Éramos unos idealistas… o unos estúpidos, según como se mire, porque desde el principio todo el mundo sabía que no se podía luchar contra las circunstancias, todos menos nosotros y unos cuantos más que terminaron como terminaron.
Cuando vimos que las cosas se ponían feas tu padre y yo quisimos huir, huir a Francia. No le contamos a nadie nuestras intenciones y en secreto maquinamos nuestra fuga. Contactamos con gente que desde el país vecino se dedicaba a ayudar a los de aquí a dar el salto hacia el exilio y decidimos concienzudamente cada paso a dar para que nada pudiera salir mal.
No recuerdo bien cuántos días anduvimos por el monte, escuchando a veces las voces de los soldados, otras las explosiones de las granadas demasiado cerca, pero siempre nos fuimos librando, hasta que nos topamos de frente con un sargento y dos soldados que sin ni siquiera preguntar quisieron apresarnos. Nuestra reacción fue la misma: echar a correr y así lo hicimos. Aquellos tres nos seguían y nosotros teníamos en contra el cansancio acumulado y la escasa forma física, aparte de las ramas y los matojos que de cuando en cuando se enredaban en nuestros pies y amenazaban con echar al suelo nuestro cansado cuerpo. Conmigo lo consiguieron. De pronto caí de bruces y sentí el frío cañón del fusil contra mi cogote. Tu padre volvió la cabeza atrás y me vio en el suelo. Hizo ademán de volver sobre sus pasos pero yo le grite que huyera, más valía que al menos uno de nosotros consiguiera su propósito. Nunca más le volví a ver.
El azar quiso, sin embargo que el sargento que me intentó llevar prisionero fuera un primo lejano de mi padre y que, haciendo la vista gorda, me dejara regresar a casa. Mi vuelta fue la confirmación de mi fracaso y para hacer más llevadera la carga culpé a tu padre. Conté a todos que me había vendido, que me había abandonado y así, aliados de mi mentira, los lugareños continuaron su vida con el alma encendida por el juramento de vengar una afrenta que nunca existió. No volvieron a poner el pie en esta taberna y no lo harán hasta que yo descubra la verdad.
Milito rellenó de nuevo las copas de aguardiente sin mostrar la menor emoción. Luego miró al viejo y habló.
-Mi padre era un buen hombre y no se merecía quedar en el recuerdo de la gente de la manera que quedó, pero ya nada de eso importa ahora. Ahora lo que importa es que mi negra y yo podamos vivir. Y esta taberna es nuestro único sustento.
Se levantó y se dirigió a su lugar, detrás de la barra, donde siguió trabajando como si no hubiera oído nada.
Al día siguiente la gente del pueblo comenzó a acudir a su negocio. Por la mañana fueron tres o cuatro hombres, por la tarde se llenó de viejos que querían matar el tiempo jugando al dominó o a las cartas. Nadie comentó nada del pasado. Fue como si con aquel regreso al bar de Milito se hubiera cerrado un paréntesis que nunca debió abrirse.
Durante muchos años Milito fue tabernero, confesor, consejero, amigo….. hizo de su taberna la segunda casa de muchos hombres, el lugar donde podían degustar el mejor vino y en el que podían disfrutar con la más agradable charla. Pero todo tiene su fin y un día la vida, que tan generosa había sido con él, lo abandonó y lo dejó en manos de la muerte.
El sol caía a plomo sobre el camino polvoriento aquella tarde de verano….







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