Siempre
son malos tiempos para gran parte de los mortales. Aunque yo puedo
ser la excepción, uno de esos de los que se llamarían
‘privilegiados’. Mi padre es rico. Aunque no nació con un dólar
de plata entre los dientes. No.
Mi
familia fue subiendo peldaños y se estableció casi arriba de la
escalera por méritos propios. Otros contarán que pisaron a muchos
en la subida. Pero quien quiere algo o va a por ello o se lo quita el
que sea más rápido.
Por
esas cosas de la vida y de la ética particular de cada familia, en
la mía no me mimaron demasiado. Nada en realidad. Y me obligaron a
ganarme la paga semanal ayudando a quien tuviera menos que yo. Menos
dinero, menos oportunidades, menos apoyo social…
Y
ahí me vi yo, Tyler Larkins, un adolescente blanco, de familia de
clase media alta, con ingresos y un cierto nivel cultural, puesto en
la tesitura de ‘haz el bien y no mires a quien’.
En
mi ciudad, el Ejército de Salvación era una organización que se
ocupaba de socorrer a familias desfavorecidas. Bien repartiendo
mantas, visitando a los enfermos en el hospital, vendiendo objetos de
segunda mano, limpiando el coche o el jardín de los vecinos,
acompañando a los niños hasta el autobús escolar… Había mil
maneras de colaborar. Y mi padre decidió que en una de esas maneras
entraría yo.
Y
mi manera tenía nombre pero no apellido.
Robert
era un chico de mi edad, un adolescente más de tantos. Pero teníamos
algunas diferencias. Yo era blanco y de familia de zona rica. Él era
negro, sin familia ni hogar. Era un chico muy tímido y poco
hablador. Cuando descubrí su por qué me entró un arrebato de rabia
contra el mundo y enseguida lo ‘adopté’ como mi pupilo. Apenas
había ido a la escuela puesto que su familia, braceros sin hogar, se
habían movido de estado en estado al son que tocara cada cosecha.
Bien algodón, cereales, fruta… lo que fuera. Y cada par de brazos
contaba. No hacía falta que supieras hablar bien ni leer. Al final
de cada jornada recibías unos pocos dólares, te ibas al catre y
hasta la jornada siguiente. Sobre los ocho años intentó aprender a
leer por su cuenta. Pero el capataz de la finca lo sorprendió con su
periódico, le acusó de haberle robado y casi lo mata a palos.
Ahí
descubrió otra de sus habilidades. Corría como una gacela. Esa
agilidad le vino bien para hacer de mozo de los recados de una finca
a otra. Y para evitar nuevas palizas de otros jefes.
Cerca
de los trece años lo contrataron de modo independiente y jamás
volvió a ver a su familia. Mientras me contaba todo esto, con su
lengua trastabillante como de niño de tres años, sus ojos se
empañaban de lágrimas y a veces creías que aparecían en ellos
tonalidades diferentes. Eso, según leyendas antiguas que me contó
alguna vez, era señal de estar endemoniado.
Era
un buen chico con mala suerte, como podría haberlo sido yo. Pero su
color de piel fue designando sus pasos por el mundo. Nos hicimos
amigos y juntos nos íbamos a correr cuando yo terminaba mis
obligaciones. Intenté que lo escolarizaran en el instituto, en las
llamadas ‘aulas de color’. Pero al no estar muy seguros de su
edad le denegaron el ingreso. Y recurrí a mi padre, quien me
devolvió otra negativa:
–Muchacho,
ahora tienes nuevas responsabilidades. Como eres casi un adulto, tú
deberías solventarlas por ti mismo.
Sus
palabras, envueltas en humo de cigarro me picaron en la garganta y en
el alma.
Así
que mi compañero de fatigas y yo corríamos los fines de semana.
Compitiendo contra nosotros mismos. Por diversión y para olvidarnos
de las injusticias, para sentirnos libres. Y mientras corríamos yo
intentaba encontrar una vía a su futuro. Y al mío.
Y
de lunes a viernes por las tardes nos reuníamos en la biblioteca
para estudiar. Tuvimos que empezar por lo básico. Yo explicaba y él
repetía. Muy lento debido a su tartamudez. Pero eso pronto no fue
obstáculo. Ahí me di cuenta de que era más inteligente de la
media. Se interesaba por todo, era una esponja que nunca terminaba de
asombrarse con cada descubrimiento. Le encantaba calcular de memoria.
Y también dibujaba. Sobre todo edificios y todo lo que tuviera
esquinas.
Pronto
pasó de los clásicos infantiles de siempre a los clásicos de
adultos. Desde Dickens a Edgar Allan Poe o Henry James. Aunque no
podía soportar a Mark Twain. El tema de la esclavitud le dolía
demasiado. Y le recordaba a su familia perdida.
Y
mi indignación contra lo establecido en el sistema de enseñanza
creció. ¿Por qué un chico que valía no podía estudiar todo lo
que quisiera? Y, en cambio, la mayoría de mis compañeros estaban
allí; aunque eran unos inútiles a los que solo les interesaba el
instituto para rondar a las chicas.
Tampoco
podía ser incluido en el sistema de educación de adultos. Por un
simple detalle: Era negro. Y los negros adultos no estudiaban. Eso me
dijo el tipo con el que me entrevisté.
–Mira,
chaval. Ya sabe las letras básicas. No necesita más. Juega con él
al baloncesto, corred o id al gimnasio de las afueras. En boxeo los
de su raza son buenos. Pero estudiar… ¿Cuándo has visto tú
estudiar a un negro? Cuando un presidente negro entre en la Casa
Blanca este país se irá a la mierda.
Malos
tiempos como decía. Y mentalidades obtusas que me hicieron crecerme.
A mí y a Robert. Que seguimos con nuestro plan. Los dos seríamos
algo más que un par de adolescentes ociosos sin mucho futuro.
Cumplí
la mayoría de edad y mi padre me ofreció el regalo que quisiera. Lo
pensé poco.
–Quiero
tu local de la Calle Baker. El de las ventanas azules.
Mi
padre no preguntó para qué. Y cada fin de semana Robert y yo íbamos
a limpiarlo, compramos material, y creamos una pequeña escuela para
todo aquel ‘fuera del sistema’ interesado en seguir formándose.
Imprimimos propaganda, la repartimos en los locales del Ejército de
Salvación, en los gimnasios, en las granjas cercanas…
Y
con ayuda de Robert y algunos voluntarios más que un buen día
dejaron de vernos como dos locos con poco que hacer, conseguimos
cambiar de tiempos. Aunque no sé si fuimos muy lejos. Tal vez
demasiado para algunas mentes estrechas que no soportaban el triunfo
ajeno, sobre todo de colores diferentes.
Intenté
un cambio de tiempo pero los malos tiempos regresaron. En forma de
amenazas, insultos y gritos, y después anónimos escritos. Y,
finalmente el fuego del odio. Que nos devolvió a los viejos y tan
temidos tiempos.
Robert,
casi vencido, se marchó para intentarlo de nuevo en otro lugar,
lejos de aquí. No volví a saber de él.
Ha
habido tantos cambios últimamente en este país que mis pasos ya no
alcanzan a todo. Mi energía ya no me acompaña. Llegué hasta donde
pude. Son tiempos para otros.
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