El ojo verde - Cristina Muñiz Martín


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La noche había llegado oscura y tenebrosa, acompañada por una lluvia intensa que azotaba puertas y ventanas. Los habitantes del pueblo se habían refugiado en sus casas dejando las calles a merced de la tormenta. De pronto, una especie de maullido rasgó el silencio. Decenas de ojos comprobaron si sus mascotas estaban en casa. Todo en orden. Un nuevo maullido. Esta vez más fuerte. El maestro mira a su mujer alzando una ceja, con una interrogación escrita en el rostro. Sí, parece que el maullido se siente tras la puerta. Abre esperando encontrar un gato callejero o quizás el de algún vecino. Ellos no tienen. Mira al suelo. Hay un cesto tapado con una manta. La levanta con sigilo, con miedo al asalto súbito de un minino asustado. Lo que ve lo asusta aún más que si hubiera visto a un tigre. Es un niño. Un recién nacido. Y es negro.
Con la cesta en la mano entra en casa. Su mujer se acerca. Mira al niño. Es la primera vez que ven a un negro. Saben que existen, los han visto en la televisión, pero nunca tan de cerca. El niño comienza a llorar con desconsuelo. Seguro que tiene hambre. La mujer del maestro se pone el impermeable y las botas de agua y protegida por un gran paraguas se dirige a casa de una vecina, madre de varios hijos, entre ellos un bebé de poco más de un año. La vecina, intrigada, va con ella.
Cuando ve al niño da un paso atrás, asustada. “Es un hijo del diablo”, dice santiguándose. “No digas tonterías”, la recrimina el maestro, “Es un niño negro, solo eso”. La mujer, tras sentarse a recuperar el aliento, les explica cómo alimentar al pequeño y cómo preparar unos pañales. Después, impresionada por ese ojo tan verde en medio de una cara tan negra, regresa corriendo a su casa. La mujer del maestro sigue sus indicaciones. Da de comer al pequeño y lo adecenta. Luego, a la hora de acostarse, lo colocan en una caja de cartón bien abrigado. El niño duerme toda la noche. Al amanecer, el chiquillo vuelve a protestar reclamando su comida. “Es un niño guapo”, dice la mujer. “Sí que lo es”, exclama el maestro. En sus corazones parece haber prendido la llama del afecto. Ellos no han podido tener hijos. No lo hablan pero cada uno piensa en que quizás, por qué no…
Las visitas de los vecinos se suceden durante todo el día. No queda nadie por ver al pequeño. El alcalde y el cura se ponen a la cabeza de la decisión a tomar. ¿De dónde habrá salido ese niño?, se preguntan todos. ¿Quién será su madre? ¿Y su padre? ¿Quizás algún hombre del pueblo? Las mujeres miran de reojo a sus maridos, esperando no encontrar en sus rostros la huella de un desliz.
El maestro dice que su mujer y él pueden hacerse cargo del bebé, al fin y al cabo lo han dejado en su puerta. No sabiendo nadie cuál es la mejor solución, con el consentimiento del cura y del alcalde, se decide que así sea. Pero lo primero y más urgente es bautizarlo. Bautizarlo e inscribirlo en el registro civil. Recibe el nombre de Oswaldo, alguien lo ha oído en algún sitio y les parece exótico, muy apropiado. El niño queda así adoptado por el maestro y su mujer y por todo el pueblo. La vida continúa sin sobresaltos, aunque las mujeres no puedan dejar de mirar a sus maridos y compararlos con el pequeño. En el color no, claro, pero quizá la naricilla o la forma de los ojos o cuando crezca alguna que otra característica. Mientras tanto, el pequeño Oswaldo va cumpliendo años. Es un niño guapo, con un ojo del color oscuro propio de su raza y otro de un color verde un tanto inquietante. Un ojo que atrae con la fuerza de un imán y que repele con la misma fuerza. El pequeño vive contento, ajeno a su condición de diferente. Es feliz con los que cree sus padres y con la gente del pueblo. El color de su piel no es ningún problema. Su único problema es la tartamudez.
El padre intenta corregir ese defecto castigándolo cuando se atranca, haciéndolo repetir una y cien veces palabras y frases. Por lo demás es un niño bueno y obediente. Con los estudios va como los demás niños; para vivir en el pueblo tampoco se necesitan muchos conocimientos. Pero su padre quiere para él algo más. El pequeño no heredará tierra ni ganado, así que lo único que puede darle son estudios. A tal fin, al cumplir los doce años, lo manda a la capital. Allí las cosas no van bien. Los otros chicos se mofan de él y lo insultan por su defecto y por el color de su piel. Los números rojos comienzan a caminar por su cartilla escolar. Oswaldo aguanta por el día y llora por la noche. Un día, en el patio, lo acorralan y comienzan a pegarle. Él logra escabullirse y empieza a correr abandonando el colegio. Corre sin mirar atrás, dispuesto a llegar a su pueblo, a su casa, con sus padres, donde se siente seguro. Un profesor es testigo de su huida. Va tras él sin conseguir alcanzarlo. Da la vuelta en busca de su moto. Sabe a dónde se dirige el chico. Hay treinta y dos quilómetros de distancia. Cuando llega a su altura, Oswaldo ya lleva recorridos más de siete quilómetros. El profesor se pone a su lado y lo manda parar. El chico no lo oye. Sigue corriendo. Corre y canta. Canta las lecciones que todos creen que no sabe. Canta y no tartamudea. Canta y corre. El profesor sigue a su lado, dispuesto a acompañarlo hasta la casa de sus padres. Él es el que cuenta que su hijo corre como no ha visto correr nunca a nadie. Cuenta también que cantando no tartamudea y que parece saber todas las lecciones. Los padres, boquiabiertos y desorientados, no saben qué pensar. Una semana más tarde, asesorados por el profesor, van los tres a la ciudad. Allí someten a Oswaldo a unas pruebas. Las primeras son de conocimientos, donde le hacen preguntas de diferentes materias que puede responder cantando. Las asignaturas suspendidas a lo largo del curso van saliendo de su boca como de las páginas de un libro. Al día siguiente llegan las pruebas de atletismo. Oswaldo adelanta a todos los chicos del colegio, incluso a los del curso superior. Desde entonces, deja de sufrir el acoso de sus compañeros, admirados por su velocidad en la carrera que hace situarse a su equipo en el primer puesto de los campeonatos escolares. Su tartamudez, en manos expertas, va desapareciendo poco a poco. Siguen las pruebas. Oswaldo es, sin lugar a duda, un superdotado tanto intelectual como físicamente.
Nadie sospecha, ni por un momento, que su ojo verde, el que gira todas las mañanas al levantarse, sin saber por qué y sin que nadie lo vea, es el origen de su velocidad y de su inteligencia. El ojo que todo lo puede. El ojo que todo lo ve. El ojo que envía información a millones de años luz, al planeta del que procede Oswaldo. El planeta que, una vez consiga articular sin tartamudeos el lenguaje humano, iniciará la invasión largamente planeada.







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