Contrarreloj - Marga Pérez


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Amalia es feliz a su manera y aunque dicen que todas las personas felices se parecen Amalia sólo se parece a ella misma. Unas veces es feliz con despreocupación, como si el vivir no fuera con ella misma. Otras veces apura el tiempo y le saca todo su jugo, con ansiedad, pero Amalia siempre escoge el camino del amor. Cree que no hay otro mejor para llegar a la felicidad y prueba de ello son las numerosas relaciones amorosas que ha tenido a lo largo de sus sesenta años.
Nunca se casó pero amó a todos los hombres que pasaron por su vida como sólo ella sabe hacerlo, con pasión, a oscuras y en horizontal. Y entre hombre y hombre Amalia dirige su amor a los gatos, los cepilla, una y otra vez, continuamente. Cepilla a ocho gatos que llenan el espacio que ha dejado el de turno. Las demás tareas: limpieza, comida, veterinario... las realiza Sandra, su asistenta. Para eso y otros tantos quehaceres ingratos fue contratada hace más de una década.
Amalia no quiere pensar en ello, pero sabe, en lo más profundo de su ser, que sus gatos son los causantes de la mayoría de sus fracasos amorosos. No lo puede evitar. Los quiere tanto como a los hombres y los hace partícipes de su felicidad. Cuando lleva a un acompañante a casa no le gusta estar a solas con él. Los gatos se pasean entre ellos desde que entran hasta que salen. Incluso en los momentos más íntimos. Les atrae el olor de sus cuerpos desnudos. Les lamen. Les hacen cosquillas. Se rozan contra ellos...en definitiva, les desconcentran. Bueno a Amalia no, está acostumbrada a hacerlo todo rodeada de felinos. No tendría ninguna necesidad. Podría vivir a lo grande, dinero no le falta y personas que se ocupen de ellos, tampoco, pero...no puede vivir sin ellos.
Ahora chatea por internet. Bueno, chatea ella y sus gatos. Se sientan sobre la mesa, la columna, la pantalla, el teclado... hasta encima del ratón. Habla con ellos. Les lee en alto los mensajes. Les pide consejo mirándoles a los ojos. Cree que la entienden. Que le contestan. Está convencida.
Si su gatita blanca levanta la cola cuando ella le pregunta si debe seguir chateando con alguien en concreto, interpreta que si. Si no la mueve, interpreta que si. Lo mismo que si maúlla, se orina o mira para otro lado... ¡Está claro! Tiene cosas de rica excéntrica con visos de chocheo.
Ahora Amalia está muy contenta. En su búsqueda diaria de contacto humano conoció a un caballero. Lo conoció chateando, no en persona, pero le parece que puede ser algo diferente. Es un hombre que viaja mucho. Escribe muy bien. Le cuenta historias fantásticas de sus idas y venidas por el mundo, de otras culturas. Es griego. Quiere conocerla y Amalia consulta a su gato siamés . Al macho, se fía más de él que de la hembra. No sabe bien por qué...pero las cuestiones importantes se las confía a él, a Dante. Fue regalo de un caballero italiano con el que viajaba. Cuando dejaron de viajar y visitó su casa no volvió a verle el pelo. Recibió a los pocos días un gato siamés pequeñito, en una cesta, con una tarjeta que decía: "Lo pasé muy bien contigo por el mundo, en tu casa este gato disfrutará más que yo". Le puso Dante para no olvidarse del italiano. Cuando piensa en él ya no ve su cara sino la del minino.
-Dante, escucha, te leo lo que me dice Demitrius: " Buenas días Amalia. Tengo que estar en Barcelona dentro de unos días para unos asuntos legales. Me harías muy feliz si pudiera gozar de tu compañía en algún momento de mi estancia. Quiero conocerte y que tu me conozcas a mi, nada más, no pienses otra cosa. Si te parece bien facilítame tu número de teléfono para estar en contacto, salgo mañana de viaje y no llevaré el ordenador."
-¿Qué, Dante? ¿Crees que debo darle mi teléfono?
Dante miró fijamente a los ojos de Amalia, sin moverse, como una esfinge tailandesa de ojos azules, profundos. Como si entendiese. Como si pensase... después de un par de minutos, aburrido, bostezó enseñando todos sus dientes y puso su patita sobre la mano de Amalia.
-Gracias Dante, no esperaba menos de ti. Sabes que tu opinión es muy importante para mi, gracias. Ahora mismo le contesto y le doy el teléfono.
Amalia le dió el teléfono a Demitrius y cuando sólo faltaban horas para recibirlo, recibió ella una llamada del griego en la que le comunicaba que no podía ir a Barcelona porque su familia tenía algo que no entendió muy bien, pero que le haría muy feliz si ella pudiese desplazarse a Atenas y le acompañase . La invitaba a una celebración. Le había sacado el billete de avión y le decía que ya estaba deseando estar en el aeropuerto para recogerla.
La voz de Demitrius encandiló a Amalia, tanto, que no dudó en aceptar la invitación a Atenas para el día siguiente, sin tan si quiera consultarlo con Dante. No conocía la ciudad de Atenas y consideró que cualquier motivo era una buena excusa para poder visitarla. Iría.
Amalia, acostumbrada a hacer maletas, tenía todo organizado para estar en el aeropuerto a la hora prevista a pesar de la premura. Salió el vuelo sin apenas retraso y llegó a Atenas al mediodía después de un estupendo viaje. Nada más salir de la sala de equipajes vió su nombre en un folio. Lo sujetaba un señor alto, moreno, muy parecido a Omar Sharif con su edad, impecablemente vestido : traje gris marengo, camisa blanca, corbata, zapatos negros relucientes. Amalia, como era verano y quería causar una muy buena primera impresión, iba muy juvenil. Estaba delgada y todo le quedaba bien. Escogió para la ocasión un vestido con mucho vuelo, vaporoso, estampado, con un colorido muy veraniego : azules eléctricos, blancos y rojos pasión. Escote generoso, en pico, que dejaba su moreno terraza al descubierto. Sin mangas. Zapatos y bolso en rojo haciendo juego con sus labios recien pintados .Pendientes, collar y pulsera en blanco nácar, rechamante. Melena corta, peinada de peluquería pero a su manera. Amalia no soportaba el ir con el pelo colocado y cuando iba a la peluquería llegaba a su casa despeinada, se metía en el primer portal y se revolvía el pelo. Cuando llegó a Atenas lo encrespó todo lo que pudo, y antes de bajar del avión se colocó una gran pamela de rafia blanca, con varias flores haciendo juego con los tonos del vestido.
-Hola Demitrius, soy Amalia.
El griego quedó como petrificado. Amalia no sabía si darle un beso, si hablar, si... la cara de Demitrius era de disgusto, de sorpresa, de estupor o de dolor de muelas...
-Soy Amalia. Repitió un poco más alto pensando que podía ser duro de oido.
Demitrius salió de su estado y después de saludarla correctamente dijo:
- Vamos, el coche nos está esperando. Cogió su maleta y sin más comentarios se dirigieron a la salida.
Un bonito y elegante coche les esperaba a la puerta. El chofer les abrió la puerta trasera y acomodó la maleta de Amalia en el portabultos. En silencio pusieron rumbo a...
- ¿Qué tal el viaje? Preguntó Demitrius educadamente
-¡Ah! ¡Estupendo! gracias. ¿Ahora vamos al hotel?
-No, no nos da tiempo.
-¿Es tan pronto la celebración? En España son más bien de tarde o noche
-Aquí por la mañana. Ya vamos justos, el avión se retrasó ¿no?
-Un poco. Traigo la armónica en la maleta, ya verás que bien suena, anima mucho las celebraciones. Amalia no sabía como cambiar aquel velatorio. Demitrius no era la alegría de la huerta precisamente. El la miró con los ojos muy abiertos pero no dijo nada. Decidieron ir en silencio el resto del viaje.
Enseguida llegaron a una plaza. El chofer paró, les abrió la puerta y Demitrius se dirigió hacia la Iglesia ortodoxa que estaba frente a ellos. Amalia aceleró el paso para ir a su lado. Un coche fúnebre acababa de aparcar frente a la puerta. Grupos de personas hablando en corrillos, todos vestidos de negro, esperaban a que metiesen el ataúd en la Iglesia para pasar a la celebración del rito mortuorio.
Cuando Amalia se dió cuenta de su metedura de pata ya estaba sentada en el primer banco al lado de Demitrius, hermano del finado. No sabía donde meterse. Se la veía desde cualquier ángulo. Llamaba la atención con aquel atuendo, con sus brazos desnudos y su escote, con sus labios rojos, su pamela y con su armónica, que no por quedar en la maleta dejó de sonar en sus cabezas, para vergüenza suya.
Al terminar la celebración fue llevada a casa de Demitrius junto con los familiares y amigos del difunto. En la terraza que daba paso al jardín se sirvió un lunch . Demitrius acompañó a Amalia a su dormitorio, su maleta ya estaba a los pies de la cama. No volvió a verlo hasta por la noche
cuando fue a buscarla para la cena, vestido, ya, más informal. Amalia no fue capaz de presentarse otra vez entre tanto luto. Demitrius se lo agradeció. No dijo nada pero estaba menos tenso.
Amalia regresó a casa a los cinco días . Conoció Atenas de cabo a rabo. No quedó museo ni piedra sin visitar. El chofer de Demitrius la acompañaba cuando éste no podía, cosa que sucedía bastante a menudo.
Con Demitrius nada de nada. En cinco días no se acercó y eso que lo buscó pero...estaba de duelo.
De esta experiencia griega Amalia sólo sacó un ligero barniz de cultura helenista y el firme propósito de visitar al otorrino en cuanto llegase a Barcelona, esto no podía volver a pasarle, bueno... y un buen achuchón con el chofer, que no estaba de duelo pero si como un queso.










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