La tía Sabina - Gloria Losada




Escuché nombrar a la tía Sabina por vez primera cuando a mi abuela ya se le había ido la cabeza. Un día, sin más ni más, comenzó a hablar de una tal Sabina y a relatarnos momentos vividos con aquella mujer inexistente en nuestras vidas. Le pregunté a mi madre y me respondió que estaba tan sorprendida como yo, que jamás había oído hablar de semejante personaje y que probablemente se tratara sólo de imaginaciones de la mente de mi abuela presa de una demencia senil galopante. Lo cierto es que durante el tiempo el duró la enfermedad no dejó de nombrarla e incluso en su lecho de muerte sus últimas palabras fueron para Sabina, pidiéndole perdón por algo que a todos se nos escapaba.
Tenía yo catorce años cuando la abuela pasó a mejor vida. Durante un tiempo la tal Sabina rondó por mi cerebro, más finalmente terminó en el olvido... hasta que apareció Saúl. Un buen día sonó el timbre de mi casa y cuando abrí la puerta allí estaba él, un tipo vestido con un vaquero y una camiseta raída, el pelo ligeramente largo y descuidado, barba de tres o cuatro días, ojos de azul intenso y una sonrisa medio estúpida. Me preguntó con un ligero acento inglés si me llamaba Carmen Alarcón y le dije que sí. Entonces, tendiendo su mano hacia mí se presentó.
-Encantado de conocerte, soy Saúl, tu primo.
¿Mi primo? Yo no tenía ningún primo que se llamara Saúl.
-Creo que estás confundido – respondí.
De pronto pensé que podía ser algún delincuente intentando engañarme e hice ademán de cerrar la puerta en sus narices, pero él insistió.
-No, no, espera, por favor. Yo sé que no me conoces. Vengo de los Estados Unidos y soy nieto de Sabina, una hermana de tu abuela.
Así fue como la enigmática mujer que había caído ya en el olvido regresó de nuevo a mi mente. Saúl sabía la historia de su abuela contada por ella misma. Pronto la supe yo también.
Siempre creí que mi abuela había tenido nueve hermanos y que ella había sido la pequeña, pero las cosas no eran así. Habían sido diez, la mayor de los cuales, Sabina, había salido de sus vidas repudiada por su propia familia. Cuando mi abuela nació Sabina tenía ya dieciocho años. Era una muchacha resuelta y decidida, acostumbrada a luchar contra los avatares de la vida, a cuidar de los hermanos pequeños mientras el padre trabajaba y la madre paría uno tras otro. Aceptaba con resignación su destino, aunque le hubiera gustado llevar una vida diferente. Siempre tuvo debilidad por mi abuela, a la que, debido a la diferencia de edad, crió como su hija, hasta que ocurrió lo que ocurrió. Tenía mi abuela solo tres años cuando Sabina cayó embarazada de un novio que cuando supo que un nuevo ser estaba en camino desapareció del mapa. Mi bisabuelo, un hombre católico, recto y autoritario, al enterarse de la desgracia de su hija en lugar de apoyarla la echó de casa y como si de una maldición se tratara prohibió que aquel ser descarriado fuera nombrado nunca más entre la familia. Así fue como la hermana mayor cayó en el olvido, voluntario de unos, involuntario de otros.
Sabina entonces pidió ayuda a una amiga que años atrás había emigrado a Cuba, y así consiguió llegar a los Estados Unidos. Corría el año 1925. Los felices años veinte estaban haciendo de aquel país un paraíso económico y social. Pero la mujer no tenía dónde caerse muerta. Vagabundeó durante días por las calles de Luisiana hasta que entró en un bar donde un viejo negro tocaba jazz. En cuanto el viejo terminó Sabina se puso a cantar por soleares. El negro, que era propietario del local, se quedó prendado de su voz y le ofreció trabajo si se aprendía canciones en inglés. O en francés, si es necesario, dijo ella. Así fue como hizo sus pinitos como cantante. Allí, en medio del humo del tabaco y de las canciones tristes, nació su hijo y allí lo crio durante un tiempo.
Cuando en Estados unidos se impuso la Ley seca, el viejo propietario del bar comenzó a traficar con el alcohol. Reconvirtió su desvencijado antro en un local oscuro y clandestino que comenzaron a frecuentar los tipos con dinero que no querían renunciar a las borracheras nocturnas, mientras escuchaban canciones tristes que la voz de Sabina lanzaba al aire como un lamento empapado en el licor prohibido.
Un día entró en el local un hombre de mediana edad de porte elegante y distinguido. Vestía un traje gris que se adivinaba costoso. Se apoyó en la barra y mientras Sabina cantaba no le sacó ojo. Era un importante empresario del ramo del automóvil procedente de Detroit y se enamoró de mi tía abuela mientras escuchaba su voz entre el humo azul de los cigarrillos. Dos meses después se casaban y la vida cambió para Sabina, que pasó de ser una cantante de mala muerte a ser una señora, vestir modelos de Chanel y acudir a los cabarets de alto copete del brazo de uno de los empresarios más importantes del país. Tuvieron dos hijas y su vida fue larga y feliz. ¿Feliz? Quizá no tanto. En la mente de Sabina seguían vivos los recuerdos, la familia que la había repudiado, la hermanita pequeña que había dejado al otro lado del océano, que le habían arrebatado injustamente. Durante todos aquellos años Sabina le escribió regularmente, aunque las cartas siempre le eran devueltas. Quería que la pequeña no la olvidara, que creciera sabiendo que muy lejos en la distancia, pero muy cerca en el corazón, tenía una hermana que la amaba sobre todas las cosas. Lloraba cada vez que una carta le era devuelta, y la guardaba en una caja de latón con la esperanza de, algún día, poder entregárselas personalmente. Nunca fue posible. Sabina había muerto muchos años antes que mi abuela de un desgraciado accidente de avión. No pudo saber que su querida hermana, inconscientemente, o quizá no, la trajo de nuevo a su memoria cuando ya casi ni memoria tenía.
Saul sacó de su mochila todas aquellas cartas que su abuela había escrito a la mía y me las tendió.
-Guárdalas y si quieres léelas. A través de ellas podrás conocer un poco más su historia, la de las dos. Mi abuela era una mujer extraordinaria. Estoy segura de que la tuya también.
Aquellas cartas guardaban en medio de sus renglones dos vidas separadas por la intolerancia y la injusticia. Saul y yo decidimos que ya era hora de terminar con tantos años de alejamiento. No dejaremos que nada ni nadie nos separe. En su memoria.





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