Cuando
fue a pagar comprobó, horrorizado, que no llevaba la cartera. No
podía imaginar un bochorno más grande con aquellos compañeros de
la delegación de Madrid, que siempre se vanagloriaban de ganar y de
gastar mucho. Durante una milésima de segundo, miró la cara de
Joaquín, el interventor, que era el más estúpido del grupo, y
decidió que no, que no le iban a pillar en un renuncio, pues por más
que él explicoteara luego ninguno iba a creer que simplemente se
había olvidado la cartera, puesto que le tocaba pagar a él y les
iba a parecer muy extraño. Así que recordó dónde se encontraban,
en el restaurante La pepa, en el centro de la ciudad, y ¿qué pasaba
en la Pepa a la hora de comer desde hacía cinco años? Que Marta se
le estaba comiendo con los ojos. Sí, Marta, aquella chica gorda,
tremendamente gorda, estaba, como siempre, dedicándole miradas de
amor desde la última mesa del bar.
Joaquín
y los otros hablaban animadamente, ninguno se había dado cuenta de
lo que le ocurría. Pedro, pues así se llama nuestro protagonista,
miró a su corbata durante unos segundos y decidió lo que iba a
hacer. Atravesó el restaurante y se acercó a Marta, que para
entonces empezaba a mirarle sorprendida. Le preguntó: “¿puedo
hablar contigo?”, y en un pis pas se sentó frente a ella y le
contó todo lo que le ocurría. Nunca había hablado con ella, y la
primera vez que lo hacía le pedía dinero. Unos sudores le iban y
otros le venían. Pero lo hizo, todo seguido, le dijo: “¿Ves
aquellos tíos que están sentados en esa mesa? Son mis compañeros
de la delegación de Madrid y unos gilipollas. Si se enteran de que
no tengo para pagar, se estarán riendo de mí durante meses”.
Marta
le dijo: “No digas nada y mete la mano bajo la mesa cuando te
avise” Fue al baño y cuando volvió le dijo: “Ahora”, y le
entregó un billete de cien euros por debajo de la mesa. Pedro le
dijo: “Dame tu teléfono y esta noche me paso por tu casa a
devolvértelos”. Ella le sonrió y le dijo: “No hay prisa”.
Así
fue como Pedro salió del entuerto del día y regresó a su casa con
la cabeza muy alta, eso sí, dándole vueltas a lo raro que había
sido todo, cómo esa chica con la que nunca había hablado de repente
le había echado un capote tan grande.
Al
día siguiente se acercó al restaurante con la intención de
devolverle el dinero, y no la encontró. Hizo lo mismo los siguientes
tres días y al cuarto la vio sentada, como siempre, en la última
mesa del restaurante. Aquel día, la invitó a comer y pasó un rato
maravilloso. Marta tenía una cualidad: sabía escuchar, y eso en el
ambiente en que vivía Pedro no era lo habitual. Los días fueron
pasando y él se descubrió a sí mismo buscándola con la mirada
cada vez que entraba en el restaurante. Después, se sentaba frente a
ella sin pedirle ya permiso, y compartían menú y charla después de
comer. Un buen día, comprendió que se estaba enamorando de ella.
Como un colegial. No era el ideal de chica con el que había soñado,
acostumbrado a las modelos de las revistas que su hermana
coleccionaba. Marta era todo lo contrario, una chica rotundamente
gorda, que se maquillaba y se vestía como una modelo de pasarela,
eso sí. Autoestima no le faltaba.
Cuando
regresaba a su casa, Pedro soñaba con ella. Un buen día, se decidió
y le dijo que quería seguir viéndola los fines de semana. Y así
empezaron a volverse a inseparables, y así ocurrió lo que siempre
ocurre en una pareja.
Hasta
que un buen día volvieron los compañeros de trabajo de Madrid, y
Joaquín, el interventor, le espetó a bocajarro: “Ya, ya sabemos
que estás saliendo con la tía gorda que pagó la última comida
cuando vinimos”.
Y
a Pedro se le nubló la vista. Ya no pudo más. Y le asestó una
hostia gigantesca que dejó a Joaquín con un ojo en Sevilla y otro
en Cuenca, y a los compañeros de Madrid temblando.
Luego,
subió a la oficina y sacó todo de su cajonera, y fue a ver al jefe.
“Marcos”,
le dijo, “ya no puedo más. Tú no tienes la culpa. Es el sistema.
Pero este es un trabajo de mierda en el que nunca voy a ser feliz”.
Y se despidió así de diez años de preocupaciones, de desvelos por
ser el mejor, el que más vendía los productos de las firmas para
las que trabajaban. El mundo del marketing se ha acabado para mí,
pensaba. Y una extraña sensación de liberación se apoderó de él.
Bajó
los escalones de dos en dos. Marta le estaba esperando abajo, había
leído su wasup y estaba alucinada.
Pedro
la estrechó entre sus brazos.
“¿Aceptarías
como marido un tío tan delgado como yo? ¿Uno que, además, acaba de
quedarse en paro? “, le preguntó.
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