Lo
nuestro se resume en tres palabras: cuarenta años juntos. Algo
maravilloso, o una condena, según como se mire, según quién lo
mire. Ya ni siquiera recuerdo cómo era la vida sin ti, si la hubo
alguna vez. Lo único que sé es que siempre he pedido a Dios que no
me separase de ti, que no me dejase sola, y ahora me doy cuenta
de
que no ha querido darme ese gusto. Salgo del médico, de esa
consulta
tan importante que tenía, cuando me llamaron del hospital
a toda
prisa para realizar nuevas pruebas. Y el resultado no es
bueno. Me
dice el doctor que no viviré mucho, que apenas me queda
un año. Y
musito todas estas palabras mientras lavo los vasos,
después de
comer juntos, como casi desde hace cuarenta años. Las
digo para mí,
moviendo los labios sin sonido, y tú me has
preguntado: “¿Qué
dices? ¿Ahora hablas sola?”, y yo te he
contestado: “Sabino,
sólo estoy cantando”. “Bah, lo de siempre,
estás como una
cabra”, ha sido tu respuesta. Es extraño cómo las
palabras que
una ha escuchado durante tantos años pierden su
sentido en los
momentos decisivos. Tú has dicho que yo estoy como
una cabra y ni
siquiera me ha dolido, te he escuchado como un mar
de fondo que no
tiene la menor importancia.
Ahora
te acuestas, como cada tarde, a echar la siesta, y yo fregoteo
y
fregoteo una y otra vez las baldosas limpias. Y después saco los
chipirones de mañana y los limpio, les quito la espina y los dejo
desnuditos, como recién paridos. Sin mácula, sin porquería. Como
era yo antes de conocerte, una ingenua, la misma que mira desde la
foto que tenemos encima del aparador, la de nuestra boda,
arrebatada
por la ilusión de verme así, vestida de blanco. Ahora
pienso que
esa ya no soy yo, que quizá esa nunca fui yo.
Después
me echo a tu lado, Sabino, como cada tarde, a escuchar tu
respiración
mientras duermes. ¿Qué harás sin mí cuando deje de
existir?
¿Adónde iré yo? Y el corazón me va muy rápido y pienso en
tomar
un tranquilizante y luego me digo, ¿para qué? Toda la vida
aplacando el miedo con pastillas, la ansiedad con píldoras, ahora
me digo que no tiene sentido tomar nada más, la realidad nunca se
puede
tapar. Nunca se tapa del todo la verdad. Como ésta de
nuestro
matrimonio de cuarenta años, este amor desesperado que
te he tenido,
este pánico a tus enfados y a verme sin ti, cuando
entrabas
enfurecido del trabajo y me decías que yo tenía la culpa
de tus
problemas. Lo único que yo he hecho en esta vida ha sido
quererte,
Sabino, demasiado, por encima de todos, por encima de
mí. Y así me
veo ahora, que soy una anciana y sin embargo me
siento una niña, una
niña que no conoce nada, que no ha ido a
ningún sitio, porque a ti
no te gustaba viajar y decías que en el
pueblo lo tenías todo y que
viajar era de gilipollas y derrochones.
Al
menos he sido madre y la chica me ha querido mucho, y me
llama muchas
veces, pero siempre me dice: “Si está papá no me lo
pases”. Yo
entonces le respondo: “No digas eso, Marta, que es tu
padre”.
Pero no hay nada que hacer, no te soporta, nunca te ha
soportado,
porque, Sabino, tú no has sido un buen padre. Sólo te
importaba que
la chica atendiera la tienda y que se casara con el
hijo de tu primo
Ernesto. Y Marta se negó a seguir trabajando para
nosotros porque no
la pagabas, y odiaba a Ernesto y a su hijo y
encima se hizo lesbiana.
Ya, ya me he aprendido esa palabra.
Lesbiana. No tortillera, como tú
la llamas. Se dice “lesbiana”.
Y
ahora estás roncando y me pasas una mano por la cara y en
sueños me
dices: “Ay mi churrita”. Y yo pienso en las pocas alegrías
que
me has dado en esta vida, en los miles de discusiones que
acababan
conmigo arrodillada pidiéndote perdón. Por eso no he
querido
contarte nada de mis problemas de salud, ¿para qué?
Cuando me
operaron de la vesícula ni siquiera me hiciste compañía
en el
hospital y cuando volví a casa me la encontré llena de mierda.
Ay
Sabino, con lo que yo te he querido, con lo que yo he rezado
para no
verme sola, y pensar que me voy a ver así al final, que es
como si me subieran a un autobús con un billete solo de ida, a un
lugar
desconocido que me da tanto miedo…
De
repente, me levanto como si tuviera un resorte, porque me
acuerdo de
dos palabras que ha dicho el doctor: “Un año”. Me
queda un año.
Tengo setenta y no cumpliré los setenta y dos, eso
está claro. Me
voy al salón y empiezo a planchar pantalones y
camisas, tengo una
montaña de plancha. Marta quería que
contratase a una asistenta
para que me ayudase con la casa,
siempre está con lo mismo, pero yo
no quiero gastar dinero en eso,
no me parece bien, nadie en mi
familia ha tenido asistenta. El
dinero, esa era otra cosa por la que
siempre hemos discutido.
Nunca he tenido suficiente dinero, y sin
embargo tú has ganado
mucho, Sabino, y lo has gastado como te ha
parecido, como en el
mercedes ese que tenemos en el garaje y que
ahora no quieres
coger porque se bebe la gasolina. O en la querida
que tuviste
durante tantos años y le pusiste piso en el pueblo de al
lado. Ha
habido dinero para tantas cosas y tan justo y tan escaso
para tu hija
y para mí…Aún así, siempre dices que estamos bien
cubiertos, con
eso sí que me he quedado, que hay mucho en la cuenta
del banco…
Esta
camisa tuya que ahora plancho es italiana, me dijiste en una
ocasión.
No hay nada como la ropa y los zapatos italianos, siempre
repites.
Italia. Siempre he querido ir a Venecia, cuando salen en la
tele las
góndolas y los canales siempre pienso: pero qué bonito es el
mundo
y qué poco lo conozco. Y ya no lo voy a conocer, comprendo
ahora. Ya
no voy a ver la plaza San Marcos, el puente Rialto, todos
esos
lugares que dicen que son tan bellos…
Ahora
por fin me he sentado en el salón un cuarto de hora y doy
miles de
vueltas a la cabeza a lo que he de hacer. ¿Debo decirte,
Sabino, que
me queda poco tiempo de vida? No puedo tomar ahora
esa decisión. Me
aterra contártelo, pensar que te amargarás, que
llorarás sin
consuelo, que además primero te enfadarás con el
médico. Uf, se me
hace todo un mundo. Llevamos un mes sin
trifulcas, después de
cuarenta años discutiendo. Y no tengo fuerzas
para vivir ahora otro
infierno.
Se
me están cerrando los ojos, tengo sueño. Es raro, me han dicho
que
me muero y sin embargo no estoy alarmada, será que no lo he
digerido, como dicen los psicólogos que salen por la tele. No he
tenido tiempo, claro. Me voy durmiendo y en mi sueño se me
aparece
Venecia, y mi hija, Marta, en aquella fotografía que se hizo
en la
plaza de San Marcos, cuando estuvo allí hace años…Si yo
tuviera
fuerza, si yo me atreviera, ahora que sé que me
muero…que me queda
menos de un año para conocer Venecia,
porque dice el doctor que no
viviré un año, luego en condiciones de
viajar será menos de
medio…ahora que lo pienso, tengo menos
miedo a estar sin ti, porque
hay un miedo mayor y es a morirse. Ya
hay algo a lo que tengo más
miedo que a perderte.
Te
levantas y sacas al perro y vuelves bastante rato más tarde
porque
te has encontrado con amigos. Yo he preparado una tortilla
como a ti
te gusta, con patatas del pueblo y poco cuajadita. Pero no
me dices
ni una palabra, bueno, sí, dices dos: “Está sosa”. Y te
quedas
dormido frente a la televisión, yo te digo “Sabino, a la cama,
que
luego te duele la espalda”. Y te vas refunfuñando. Paso toda la
noche despierta oyendo tu respiración. Así será el año que me
espere hasta que muera, sin un cambio, o incluso peor, contigo
llorando por los rincones, pero llorando por ti, porque no sabes
vivir
sin mí, llorando por ti, porque siempre has sido un egoísta,
Sabino.
Así
que me levanto cansada pero con determinación, y te miro a la
cara y
pienso en pronunciar en voz alta lo que se me pasa por la
cabeza, que
ya no tengo tanto miedo a que me dejes, porque es la
vida la que va a
dejarme definitivamente.
no me
escuches, y llamo a la hija:
“Marta,
escucha, cariño, ¿tú viajarías con tu madre a Venecia?”
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