Cuarenta años juntos- Isabel Marina


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Lo nuestro se resume en tres palabras: cuarenta años juntos. Algo

 maravilloso, o una condena, según como se mire, según quién lo 

mire. Ya ni siquiera recuerdo cómo era la vida sin ti, si la hubo 

alguna vez. Lo único que sé es que siempre he pedido a Dios que no

 me separase de ti, que no me dejase sola, y ahora me doy cuenta 

de que no ha querido darme ese gusto. Salgo del médico, de esa 

consulta tan importante que tenía, cuando me llamaron del hospital

 a toda prisa para realizar nuevas pruebas. Y el resultado no es 

bueno. Me dice el doctor que no viviré mucho, que apenas me queda

 un año. Y musito todas estas palabras mientras lavo los vasos,

después de comer juntos, como casi desde hace cuarenta años. Las

 digo para mí, moviendo los labios sin sonido, y tú me has 

preguntado: “¿Qué dices? ¿Ahora hablas sola?”, y yo te he 

contestado: “Sabino, sólo estoy cantando”. “Bah, lo de siempre, 

estás como una cabra”, ha sido tu respuesta. Es extraño cómo las 

palabras que una ha escuchado durante tantos años pierden su 

sentido en los momentos decisivos. Tú has dicho que yo estoy como

 una cabra y ni siquiera me ha dolido, te he escuchado como un mar 

de fondo que no tiene la menor importancia. 

 
Ahora te acuestas, como cada tarde, a echar la siesta, y yo fregoteo 

y fregoteo una y otra vez las baldosas limpias. Y después saco los 

chipirones de mañana y los limpio, les quito la espina y los dejo 

desnuditos, como recién paridos. Sin mácula, sin porquería. Como 

era yo antes de conocerte, una ingenua, la misma que mira desde la

 foto que tenemos encima del aparador, la de nuestra boda, 

arrebatada por la ilusión de verme así, vestida de blanco. Ahora 

pienso que esa ya no soy yo, que quizá esa nunca fui yo. 

 
Después me echo a tu lado, Sabino, como cada tarde, a escuchar tu 

respiración mientras duermes. ¿Qué harás sin mí cuando deje de 

existir? ¿Adónde iré yo? Y el corazón me va muy rápido y pienso en

 tomar un tranquilizante y luego me digo, ¿para qué? Toda la vida 

aplacando el miedo con pastillas, la ansiedad con píldoras, ahora

 me digo que no tiene sentido tomar nada más, la realidad nunca se 

puede tapar. Nunca se tapa del todo la verdad. Como ésta de 

nuestro matrimonio de cuarenta años, este amor desesperado que 

te he tenido, este pánico a tus enfados y a verme sin ti, cuando

 entrabas enfurecido del trabajo y me decías que yo tenía la culpa 

de tus problemas. Lo único que yo he hecho en esta vida ha sido

 quererte, Sabino, demasiado, por encima de todos, por encima de 

mí. Y así me veo ahora, que soy una anciana y sin embargo me 
 
siento una niña, una niña que no conoce nada, que no ha ido a 

ningún sitio, porque a ti no te gustaba viajar y decías que en el 

pueblo lo tenías todo y que viajar era de gilipollas y derrochones.

  Al menos he sido madre y la chica me ha querido mucho, y me

llama muchas veces, pero siempre me dice: “Si está papá no me lo

 pases”. Yo entonces le respondo: “No digas eso, Marta, que es tu 

padre”. Pero no hay nada que hacer, no te soporta, nunca te ha 

soportado, porque, Sabino, tú no has sido un buen padre. Sólo te 

importaba que la chica atendiera la tienda y que se casara con el 

hijo de tu primo Ernesto. Y Marta se negó a seguir trabajando para 

nosotros porque no la pagabas, y odiaba a Ernesto y a su hijo y

 encima se hizo lesbiana. Ya, ya me he aprendido esa palabra. 

Lesbiana. No tortillera, como tú la llamas. Se dice “lesbiana”. 
 
Y ahora estás roncando y me pasas una mano por la cara y en 

sueños me dices: “Ay mi churrita”. Y yo pienso en las pocas alegrías

 que me has dado en esta vida, en los miles de discusiones que

 acababan conmigo arrodillada pidiéndote perdón. Por eso no he 

querido contarte nada de mis problemas de salud, ¿para qué? 

Cuando me operaron de la vesícula ni siquiera me hiciste compañía

 en el hospital y cuando volví a casa me la encontré llena de mierda.
  
Ay Sabino, con lo que yo te he querido, con lo que yo he rezado 

para no verme sola, y pensar que me voy a ver así al final, que es 

como si me subieran a un autobús con un billete solo de ida, a un 

lugar desconocido que me da tanto miedo…

De repente, me levanto como si tuviera un resorte, porque me 

acuerdo de dos palabras que ha dicho el doctor: “Un año”. Me

queda un año. Tengo setenta y no cumpliré los setenta y dos, eso

está claro. Me voy al salón y empiezo a planchar pantalones y 

camisas, tengo una montaña de plancha. Marta quería que 

contratase a una asistenta para que me ayudase con la casa,

 siempre está con lo mismo, pero yo no quiero gastar dinero en eso, 

no me parece bien, nadie en mi familia ha tenido asistenta. El 

dinero, esa era otra cosa por la que siempre hemos discutido. 

Nunca he tenido suficiente dinero, y sin embargo tú has ganado 

mucho, Sabino, y lo has gastado como te ha parecido, como en el 

mercedes ese que tenemos en el garaje y que ahora no quieres 

coger porque se bebe la gasolina. O en la querida que tuviste

 durante tantos años y le pusiste piso en el pueblo de al lado. Ha 

habido dinero para tantas cosas y tan justo y tan escaso para tu hija

 y para mí…Aún así, siempre dices que estamos bien cubiertos, con

 eso sí que me he quedado, que hay mucho en la cuenta del banco…
 
Esta camisa tuya que ahora plancho es italiana, me dijiste en una 

ocasión. No hay nada como la ropa y los zapatos italianos, siempre 

repites. Italia. Siempre he querido ir a Venecia, cuando salen en la 

tele las góndolas y los canales siempre pienso: pero qué bonito es el

 mundo y qué poco lo conozco. Y ya no lo voy a conocer, comprendo

 ahora. Ya no voy a ver la plaza San Marcos, el puente Rialto, todos

 esos lugares que dicen que son tan bellos…


Ahora por fin me he sentado en el salón un cuarto de hora y doy 

miles de vueltas a la cabeza a lo que he de hacer. ¿Debo decirte, 

Sabino, que me queda poco tiempo de vida? No puedo tomar ahora 

esa decisión. Me aterra contártelo, pensar que te amargarás, que 

llorarás sin consuelo, que además primero te enfadarás con el 

médico. Uf, se me hace todo un mundo. Llevamos un mes sin 

trifulcas, después de cuarenta años discutiendo. Y no tengo fuerzas 

para vivir ahora otro infierno. 
 
Se me están cerrando los ojos, tengo sueño. Es raro, me han dicho 

que me muero y sin embargo no estoy alarmada, será que no lo he 

digerido, como dicen los psicólogos que salen por la tele. No he 

tenido tiempo, claro. Me voy durmiendo y en mi sueño se me 

aparece Venecia, y mi hija, Marta, en aquella fotografía que se hizo

 en la plaza de San Marcos, cuando estuvo allí hace años…Si yo

 tuviera fuerza, si yo me atreviera, ahora que sé que me 

muero…que me queda menos de un año para conocer Venecia, 

porque dice el doctor que no viviré un año, luego en condiciones de 

viajar será menos de medio…ahora que lo pienso, tengo menos 

miedo a estar sin ti, porque hay un miedo mayor y es a morirse. Ya 

hay algo a lo que tengo más miedo que a perderte. 
  
Te levantas y sacas al perro y vuelves bastante rato más tarde 

porque te has encontrado con amigos. Yo he preparado una tortilla 

como a ti te gusta, con patatas del pueblo y poco cuajadita. Pero no

 me dices ni una palabra, bueno, sí, dices dos: “Está sosa”. Y te 

quedas dormido frente a la televisión, yo te digo “Sabino, a la cama,

 que luego te duele la espalda”. Y te vas refunfuñando. Paso toda la 

noche despierta oyendo tu respiración. Así será el año que me 

espere hasta que muera, sin un cambio, o incluso peor, contigo 

llorando por los rincones, pero llorando por ti, porque no sabes vivir

 sin mí, llorando por ti, porque siempre has sido un egoísta, Sabino.
  
Así que me levanto cansada pero con determinación, y te miro a la

 cara y pienso en pronunciar en voz alta lo que se me pasa por la 

cabeza, que ya no tengo tanto miedo a que me dejes, porque es la 

vida la que va a dejarme definitivamente.
 
Entonces cojo el móvil, me voy a la otra punta de la casa, para que 

no me escuches, y llamo a la hija:

Marta, escucha, cariño, ¿tú viajarías con tu madre a Venecia?”





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