Relato inspirado en la fotografía
Pedro
se había hecho un perseguidor de nubes sin quererlo. Todo había
empezado cuando, por puro azar, consiguió una fotografía de un
cielo que más bien parecía un mar enfurecido. Animado por sus
familiares y amigos, impresionados por la belleza de la imagen, la
envió a un afamado concurso, ganando el primer premio.
Con
el dinero obtenido, Pedro decidió dedicarse durante un tiempo a
cazar nubes. Para ello se instruyó sobre los diferentes tipos de
dichas formaciones, quedando prendado de ellas, maravillado ante
tanta diversidad y belleza. El Atlas Internacional de las Nubes pasó
a ser su libro de cabecera y el cielo una obsesión que pronto llenó
sus días y sus noches. Las revistas de fenómenos meteorológicos
comenzaron a atiborrar su buzón y los objetivos fotográficos más
selectos a vaciar sus bolsillos que no tardaban en llenarse con
nuevos premios a la par que su nombre empezaba a figurar entre los
más prestigiosos de los fotógrafos de cielos.
Los
pasos de Pedro seguían el rumbo de las nubes. Quería captarlas
todas. Medusas flotando en el cielo del desierto, caminos de sangre
en los atardeceres, círculos vacíos en el interior de una gran masa
blanca, enormes abultamientos, como ubres colgando, que unidas a la
madre llegaban a formar varios kilómetros, remolinos espectaculares,
formaciones fugaces...Se sabía todos los nombres: Supercélulas, de
nácar, lenticulares, asperitas, ondas de Kelvin-Helmoltz, virgas,
perforadoras...Unas tras otras habían sucumbido bajo el visor de su
cámara. Por ellas había viajado a los dos Polos, a tierras vírgenes
y desiertos, a montañas y a regiones perdidas en los mapas. Por
ellas había pasado calor y frío, hambre y cansancio. Por ellas se
había expuesto a huracanes y tormentas. Por ellas había viajado
miles de kilómetros abandonado su casa, su familia y su mundo
durante varios años. Las había conseguido todas, salvo una. Una
lenticular, de las formadas en las grandes altitudes, confundidas a
menudo con la presencia de ovnis.
Pedro
recorrió mares y continentes hasta llegar a un país de nombre
impronunciable presidido por una gran montaña a la que ninguno de
sus habitantes osaba nombrar y mucho menos acceder a ella, pese al
dinero ofrecido para hacerle de guía. Allí, en lo alto, según
había visto en una fotografía sacada desde un avión, parecía
vivir de forma continua, como si de su casa se tratara, una de las
nubes más bonitas y extraordinarias de cuantas había visto con sus
propios ojos o en revistas. Subiría allí, pese a la reticencia de
los lugareños, haría un buen reportaje y a continuación volvería
a casa.
Con
su cámara en la mochila y las botas nuevas rebosantes de vitalidad,
Pedro comenzó a ascender por la montaña. Caminó durante días,
asombrado de que mientras en la cara sur reinaba un sol abrasador, en
el resto de las caras imperaba el frío y la nieve. No vio a nadie,
ni siquiera a un animal, durante su recorrido de cinco días. Aquella
montaña parecía no acabar nunca o quizás fuera el fin del mundo y
por eso la gente la temía. El sexto día se levantó con las
primeras luces y observó cómo una nube lenticular mostraba una
parte de si misma tras la otra ladera de la montaña. Allí estaba su
objetivo. Debía llegar a la cumbre enseguida. Caminó con más
ímpetu que nunca y en tan solo cuatro horas llegó a la cima. Allí
la vio. Una nube similar a un ovni gigante, inmóvil en el aire, como
si lo estuviera esperando. Sin embargo, no estaba sola. Un hombre
permanecía sentado frente a ella. A su lado unos esquís sobre la
nieve. Parecía un esquiador de alta montaña, algo que le extrañó.
Sin acordarse de sacar la cámara se acercó a él. Fue cuando
observó que, pese a sus ropas modernas y sus esquís, el hombre
mostraba un rostro de facciones desconocidas, cuarteado por el
viento, y una barba alargada por los años. Sin hablar, le señaló
la nube. Pedro cogió entonces su cámara fotográfica y sacó
cientos de fotos. Mientras tanto, el hombre no se movió de su sitio.
Después, cuando vio que Pedro guardaba su cámara, se dirigió a él
indicándole por gestos que le siguiera. Caminaron durante dos horas
bordeando la ladera hasta alcanzar la boca de una cueva oculta tras
las sombras. La atravesaron y al salir de ella ante los ojos de Pedro
apareció un mundo irreal. Ocho chozas reinaban en una especie de
oasis verde a la orilla de un pequeño lago. Se frotó los ojos
pensando que era una alucinación. Sí, sin duda el sol, el frío, el
cansancio y la visión de ese hombre extraño lo había trastornado.
No obstante siguió persiguiendo sus pasos, sabiéndose perdido no
sabía dónde. El hombre lo condujo hacia la primera de las chozas.
Allí encontró a una joven sonriente que, cogiéndolo de la mano lo
invitó a entrar. Le dio de comer un guiso exquisito y de beber un
líquido refrescante y agradable al paladar. Cuando hubo saciado su
hambre y su sed la chica lo condujo hasta el lago, mientras otras
seis muchachas iban saliendo de sus respectivas chozas. Las siete
eran idénticas y a la vez diferentes entre sí, como si fueran la
misma persona con distintas edades. Catorce suaves y amorosas manos
lo fueron desvistiendo para a continuación introducirlo en el lago,
donde frotaron su cuerpo con delicadeza acariciándolo con sus risas
y con sus largas y morenas melenas. Después, lo secaron con una tela
absorbente y lo vistieron con una túnica de bonitos colores. La
primera noche la pasó en la primera choza donde, tras dejarse besar
en cada recodo de su cuerpo, hizo el amor en todas las posturas
imaginables llegando al summun del placer. Aún flotando en una nube,
a la mañana siguiente fue agasajado con un delicioso desayuno por la
chica de la segunda choza, con la que yació esa noche. Y así, noche
tras noche, fue disfrutando de todas y cada una de las chicas, todas
iguales y únicas a la vez, en una sucesión de días interminables
que pronto dejó de ir contando. Pasado el tiempo, nació su primera
hija. Y tras ella la segunda y la tercera, y la cuarta y la quinta y
la sexta, hasta llegar a siete. Siete niñas idénticas y a la vez
distintas. Siete niñas que, con sus madres, llenaron sus días y sus
noches de dicha. Y todos los días, al atardecer, como antes había
hecho el hombre con el rostro de facciones desconocidas, cuarteado
por el viento y una barba alargada por los años, al que no había
vuelto a ver, salía de la cueva para acercarse a la cima de la
montaña a contemplar su nube mientras se mesaba la barba. Ya no
llevaba su cámara bajo el brazo ni sus botas nuevas rebosantes de
vitalidad. Ya no las necesitaba, porque en cuanto volvía a atravesar
la cueva tenía cuanto quería para ser feliz hasta que sus hijas se
convirtieran en mujeres tan hermosas como sus madres. Solo entonces,
se sentaría a esperar la llegada de un desconocido que ocuparía su
lugar. Pero aún faltaba mucho tiempo para que eso sucediera.
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