El perseguidor de nubes - Cristina Muñiz Martín


Relato inspirado en la fotografía
 

Pedro se había hecho un perseguidor de nubes sin quererlo. Todo había empezado cuando, por puro azar, consiguió una fotografía de un cielo que más bien parecía un mar enfurecido. Animado por sus familiares y amigos, impresionados por la belleza de la imagen, la envió a un afamado concurso, ganando el primer premio.
Con el dinero obtenido, Pedro decidió dedicarse durante un tiempo a cazar nubes. Para ello se instruyó sobre los diferentes tipos de dichas formaciones, quedando prendado de ellas, maravillado ante tanta diversidad y belleza. El Atlas Internacional de las Nubes pasó a ser su libro de cabecera y el cielo una obsesión que pronto llenó sus días y sus noches. Las revistas de fenómenos meteorológicos comenzaron a atiborrar su buzón y los objetivos fotográficos más selectos a vaciar sus bolsillos que no tardaban en llenarse con nuevos premios a la par que su nombre empezaba a figurar entre los más prestigiosos de los fotógrafos de cielos.
Los pasos de Pedro seguían el rumbo de las nubes. Quería captarlas todas. Medusas flotando en el cielo del desierto, caminos de sangre en los atardeceres, círculos vacíos en el interior de una gran masa blanca, enormes abultamientos, como ubres colgando, que unidas a la madre llegaban a formar varios kilómetros, remolinos espectaculares, formaciones fugaces...Se sabía todos los nombres: Supercélulas, de nácar, lenticulares, asperitas, ondas de Kelvin-Helmoltz, virgas, perforadoras...Unas tras otras habían sucumbido bajo el visor de su cámara. Por ellas había viajado a los dos Polos, a tierras vírgenes y desiertos, a montañas y a regiones perdidas en los mapas. Por ellas había pasado calor y frío, hambre y cansancio. Por ellas se había expuesto a huracanes y tormentas. Por ellas había viajado miles de kilómetros abandonado su casa, su familia y su mundo durante varios años. Las había conseguido todas, salvo una. Una lenticular, de las formadas en las grandes altitudes, confundidas a menudo con la presencia de ovnis.
Pedro recorrió mares y continentes hasta llegar a un país de nombre impronunciable presidido por una gran montaña a la que ninguno de sus habitantes osaba nombrar y mucho menos acceder a ella, pese al dinero ofrecido para hacerle de guía. Allí, en lo alto, según había visto en una fotografía sacada desde un avión, parecía vivir de forma continua, como si de su casa se tratara, una de las nubes más bonitas y extraordinarias de cuantas había visto con sus propios ojos o en revistas. Subiría allí, pese a la reticencia de los lugareños, haría un buen reportaje y a continuación volvería a casa.
Con su cámara en la mochila y las botas nuevas rebosantes de vitalidad, Pedro comenzó a ascender por la montaña. Caminó durante días, asombrado de que mientras en la cara sur reinaba un sol abrasador, en el resto de las caras imperaba el frío y la nieve. No vio a nadie, ni siquiera a un animal, durante su recorrido de cinco días. Aquella montaña parecía no acabar nunca o quizás fuera el fin del mundo y por eso la gente la temía. El sexto día se levantó con las primeras luces y observó cómo una nube lenticular mostraba una parte de si misma tras la otra ladera de la montaña. Allí estaba su objetivo. Debía llegar a la cumbre enseguida. Caminó con más ímpetu que nunca y en tan solo cuatro horas llegó a la cima. Allí la vio. Una nube similar a un ovni gigante, inmóvil en el aire, como si lo estuviera esperando. Sin embargo, no estaba sola. Un hombre permanecía sentado frente a ella. A su lado unos esquís sobre la nieve. Parecía un esquiador de alta montaña, algo que le extrañó. Sin acordarse de sacar la cámara se acercó a él. Fue cuando observó que, pese a sus ropas modernas y sus esquís, el hombre mostraba un rostro de facciones desconocidas, cuarteado por el viento, y una barba alargada por los años. Sin hablar, le señaló la nube. Pedro cogió entonces su cámara fotográfica y sacó cientos de fotos. Mientras tanto, el hombre no se movió de su sitio. Después, cuando vio que Pedro guardaba su cámara, se dirigió a él indicándole por gestos que le siguiera. Caminaron durante dos horas bordeando la ladera hasta alcanzar la boca de una cueva oculta tras las sombras. La atravesaron y al salir de ella ante los ojos de Pedro apareció un mundo irreal. Ocho chozas reinaban en una especie de oasis verde a la orilla de un pequeño lago. Se frotó los ojos pensando que era una alucinación. Sí, sin duda el sol, el frío, el cansancio y la visión de ese hombre extraño lo había trastornado. No obstante siguió persiguiendo sus pasos, sabiéndose perdido no sabía dónde. El hombre lo condujo hacia la primera de las chozas. Allí encontró a una joven sonriente que, cogiéndolo de la mano lo invitó a entrar. Le dio de comer un guiso exquisito y de beber un líquido refrescante y agradable al paladar. Cuando hubo saciado su hambre y su sed la chica lo condujo hasta el lago, mientras otras seis muchachas iban saliendo de sus respectivas chozas. Las siete eran idénticas y a la vez diferentes entre sí, como si fueran la misma persona con distintas edades. Catorce suaves y amorosas manos lo fueron desvistiendo para a continuación introducirlo en el lago, donde frotaron su cuerpo con delicadeza acariciándolo con sus risas y con sus largas y morenas melenas. Después, lo secaron con una tela absorbente y lo vistieron con una túnica de bonitos colores. La primera noche la pasó en la primera choza donde, tras dejarse besar en cada recodo de su cuerpo, hizo el amor en todas las posturas imaginables llegando al summun del placer. Aún flotando en una nube, a la mañana siguiente fue agasajado con un delicioso desayuno por la chica de la segunda choza, con la que yació esa noche. Y así, noche tras noche, fue disfrutando de todas y cada una de las chicas, todas iguales y únicas a la vez, en una sucesión de días interminables que pronto dejó de ir contando. Pasado el tiempo, nació su primera hija. Y tras ella la segunda y la tercera, y la cuarta y la quinta y la sexta, hasta llegar a siete. Siete niñas idénticas y a la vez distintas. Siete niñas que, con sus madres, llenaron sus días y sus noches de dicha. Y todos los días, al atardecer, como antes había hecho el hombre con el rostro de facciones desconocidas, cuarteado por el viento y una barba alargada por los años, al que no había vuelto a ver, salía de la cueva para acercarse a la cima de la montaña a contemplar su nube mientras se mesaba la barba. Ya no llevaba su cámara bajo el brazo ni sus botas nuevas rebosantes de vitalidad. Ya no las necesitaba, porque en cuanto volvía a atravesar la cueva tenía cuanto quería para ser feliz hasta que sus hijas se convirtieran en mujeres tan hermosas como sus madres. Solo entonces, se sentaría a esperar la llegada de un desconocido que ocuparía su lugar. Pero aún faltaba mucho tiempo para que eso sucediera.










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