La mosca cojonera - Pilar Murillo




Decidí hacer sola aquél viaje que tanto había soñado y para ahorrar en pasta, en lugar de coger el avión desde Asturias, lo haría en alsa, serían unas cinco horas de viaje, pero lo tenía todo planeado. Llevaría un buen libro porque leyendo, sé que me entraría el sueño, se pasaría el tiempo en un “pis pas” como si hubiese ido volando, y nunca mejor dicho.
Como ya se sabe cuando se hacen planes a veces se vuelven del revés, y así fue. Me tocó al lado una señora demasiado extrovertida, una señora con incontinencia verbal. Yo a veces miraba por la ventanilla y no contestaba, pero cuando yo actuaba de ese modo, ella inmediatamente me daba un toque en el hombro y continuaba con su historia, o historias, porque fueron varias y saltaba de una a la otra y luego volvía a la del principio, se me hacía tan pesada e interminable como la novela “Puente viejo” que mi madre sigue desde hace cuatro o cinco años. Vamos, que la señora era peor que una mosca cojonera.
Yo no sé si cada vez me estaba poniendo más nerviosa, no estaba segura si me estaba dando un ataque de ansiedad, pero la sensación era como si yo fuese Escarlata O’hara y me apretase la esclava negra el corsé. Me faltaba el aire por momentos.
A veces la miraba y cada vez que lo hacía pensaba más en ese animal de Australia de difícil pronunciación, pero es cierto, la señora en cuestión era tan rara como un ornitorrinco.
Por fin hicimos una parada a medio camino para estirar las piernas e ir al baño. La estación de servicio podría ser un escape, una pausa, un descanso para mis oídos, pero nada más lejos de la realidad. Mi vecina de asiento, toda contenta me saluda a voces desde lejos y se viene a hacer cola a los baños conmigo. “Menos mal que los tiempos han cambiado” (Empezó a relatar) “Recuerdo que de niña, hace muchos años de eso… “ , años, no, siglos, pensé yo; pero ella seguía hablando ajena a mis pensamientos. “Daba igual que fuese verano o invierno, las necesidades se hacían en la cuadra, y en las casas castellanas se salía primero al patio y de ahí a la cuadra, no como en Asturias que de la casa había una portezuela que comunicaba la casa con la cuadra…” y ahí la dejé con la palabra en la boca porque ya era mi turno. Intenté evacuar lo más rápido posible, para estar tranquila; aunque sólo fuesen cinco minutos sin oírla. Me acomodé rápidamente mi ropa antes de salir del baño. Abrí la puerta despacio, ¡bien!, la señora no estaba, me largué de allí muy rápida y fui a la salida. No sé cómo lo hizo, pero aquella señora estaba bajo el soportal de la estación de servicio, plantada como un mueble. Yo aproveché que me daba la espalda y así evitarla. Fui bordeando el edificio hasta llegar a la otra esquina donde ya nos perdíamos de vista y allí saqué un cigarro y miré al horizonte. Aspiré las tres primeras caladas muy tranquila, hasta que alguien me toca el hombro. “Aquí no se puede fumar bonita” y yo ya harta le contesté a la puñetera señora. “¿Pero como coño me ha encontrado?” La pobre mujer que no se esperaba una contestación tan antipática, me miró asustada para contestarme:
  • Vengo a avisarte de que el coche está en marcha.
  • ¿El coche?,
  • Bueno, el autobús.


Pues sí, me merecía un premio a la mujer con menos empatía del mundo, me merecía un diploma o una calle con mi nombre, con su orla de color verde.

Me fui tras la señora para subir al autobús pero cuando llegamos un señor estaba discutiendo con el conductor sobre no se qué cuestiones. A los diez minutos emprendimos el viaje y en dos horas llegamos al aeropuerto de Madrid totalmente en silencio por ambas partes.

Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario