Comencé
a vestirme sin prisa. Primero el conjunto de corsé rojo, bastante
atrevido. Después una blusa de seda ajustada, también roja, que
daba vida a mis pezones. Para finalizar una falda recta y corta.
Cubrí también mis recién depiladas piernas a la cera con unas
costosas medias de seda. Unos zapatos de tacón negros completaron mi
vestuario. Ya era la hora y mi decisión firme de los últimos días,
tras meses de discusión conmigo misma, comenzó a tambalearse.
Sentí rugir mis tripas, como siempre cuando me atacan los nervios.
No tenía hambre pero debía darle algo a mi estómago para calmarlo.
Un caramelo sería suficiente. Fui a buscarlo a la cocina. No lo
encontré. Acabé comiendo un polvorón olvidado de las pasadas
navidades. Lo metí en la boca y lo tragué de un bocado. Por poco me
ahogo. Bebí un poco de agua, pero necesitaba algo más fuerte. Cogí
la botella de güisqui y eché un buen trago a morro. Me sentí
mejor. Ya estaba lista para lo que llevaba planeando tanto tiempo.
Por suerte, llovía. Mucho mejor. Me puse el impermeable comprado
para la ocasión y calé bien el gorro. Apagué todas las luces,
incluso las del porche. Salí por la puerta trasera, por donde ningún
vecino podía verme, aunque no sé por qué me tomaba tantas
molestias, pues tampoco sabían lo que iba a hacer y no creo que
llegaran a enterarse. Quizás me lo estaba tomando demasiado en
serio. El coche alquilado esa tarde me estaba esperando. Tras
circular durante diez quilómetros por una carretera con abundante
tráfico, llegué al lugar indicado. Aparqué en un callejón oscuro,
justo al lado, lejos del foco de las farolas. Me miré en el espejo.
Estaba irreconocible, con la peluca larga y cobriza y un mechón
deslizándose sobre el lado derecho de mi cara como una catarata,
ocultándome el ojo. Quité el impermeable y me arreglé la ropa.
Cogí un paraguas y corrí hacia el local enfrentándome a la lluvia
y al viento. Entré con decisión. El interior era sórdido y tan
oscuro que no me reconocería ni yo misma ante un espejo. Eso sosegó
mis nervios y me hizo sentir más seguridad en mi misma. Mis ojos no
tardaron en habituarse a la oscuridad inspeccionado el ambiente,
aunque resultaba casi imposible reconocer los rasgos de la gente, tan
solo su silueta, su forma de reír o moverse. Hacía calor y una
mujer entrada en años y en quilos se servía de un abanico para
refrescar su rostro. En la barra había varios hombres jugueteando
con sus vasos que no tardaron en echarme la vista encima. Casi todas
las mesas, pequeñas y arrinconadas, estaban ocupadas por hombres o
mujeres solas, alguna pareja o un grupo de amigos. Lo vi en una
esquina. Pedí de beber y esperé un rato, como si estuviera
acostumbrada a ir a ese tipo de sitios. De pronto, él me miró y
temí que hubiera podido reconocerme, pero no, porque no se movió
del sitio. Le hice una seña. Respondió al instante. La mujer de la
barra nos guió por un pasillo tan negro que me hizo pensar que había
sido una tontería tomar tantas precauciones. Entramos en una
estancia pequeña, aún con menos luz que el pasillo. Sin más
preámbulos, sin hablar, por señas, le pedí que me enseñara su
arma. No se demoró. Era justo el grosor, la longitud de cañón y el
calibre que sabía manejar. Me pidió que le enseñara las mías. Lo
hice y pareció satisfecho. Yo deseaba acabar pronto, salir de allí
con la mayor rapidez posible, pero no debía mostrarme nerviosa, no
fuera a sospechar. Sin embargo, me resultaba difícil controlar los
escalofríos que recorrían mi cuerpo y el temblor de mis manos
sudorosas. Me tranquilicé un poco al percibir que él no notaba nada
extraño, quizás debido a su excitación, como la de nuestros
primeros encuentros. Yo me sentía desbordada por lo inverosímil de
la situación. Sin embargo, no tardé en dejarme llevar por sus
besos, por sus caricias, por su pasión explosiva. Hicimos el amor
como dos locos, de manera apresurada y salvaje. Después, sin decir
una palabra, recogí mis cosas y salí de allí todo lo aprisa que
pude, con miedo a ser descubierta. “Cuanto menos tiempo estés
delante del peligro, menos posibilidades hay de que te cojan”, leí
en algún libro, no recuerdo cuál.
Cuando
salí, la lluvia seguía cayendo actuando como un bálsamo sobre mi
cara enrojecida. Llegué hasta el coche, volví a ponerme el
impermeable y el gorro y aparqué a tres calles de mi casa, donde
había quedado en que lo recogieran. Caminé amparándome en las
sombras, con el gorro bien calado y entré en casa por la puerta
trasera. Me di una ducha rápida y me metí en la cama. Esa noche el
insomnio no fue mi compañero, como todas las noches de los viernes
cuando, según mi marido, salía a tomar unas copas con sus amigos.
Fue una carambola del destino que me enterara de lo que en verdad
hacía, cuando encontré aquella tarjeta con ese nombre tan peculiar
“El ornitorrinco”.
Al principio me enfadé, pero después pensé que no podía
desaprovechar la ocasión que se me había puesto en bandeja.
Nuestras relaciones se habían vuelto frías, distantes, como la de
dos amigas enfadadas en el patio de un colegio. Yo andaba con la
mosca detrás de la oreja, temiendo que hubiera otra. Respiré
aliviada cuando supe de sus andanzas; aquello era distinto. Pasaron
así seis meses maravillosos, en los que todos los viernes yo hacía
el amor con mi marido y él con varias desconocidas. Nunca fuimos tan
felices, aunque él no entendiera de dónde provenía mi repentina
alegría. Sin embargo, cuando las cosas no podían ir mejor, un
desgraciado accidente lo dejó en la cama inmóvil, convirtiéndolo
en un mueble con ojos ante los que paseo todos los viernes, antes de
salir al anochecer, la tarjeta de “El ornitorrinco”,
primorosamente enmarcada con una preciosa orla.
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