La noche de los viernes - Cristina Muñiz Martín




Comencé a vestirme sin prisa. Primero el conjunto de corsé rojo, bastante atrevido. Después una blusa de seda ajustada, también roja, que daba vida a mis pezones. Para finalizar una falda recta y corta. Cubrí también mis recién depiladas piernas a la cera con unas costosas medias de seda. Unos zapatos de tacón negros completaron mi vestuario. Ya era la hora y mi decisión firme de los últimos días, tras meses de discusión conmigo misma, comenzó a tambalearse. Sentí rugir mis tripas, como siempre cuando me atacan los nervios. No tenía hambre pero debía darle algo a mi estómago para calmarlo. Un caramelo sería suficiente. Fui a buscarlo a la cocina. No lo encontré. Acabé comiendo un polvorón olvidado de las pasadas navidades. Lo metí en la boca y lo tragué de un bocado. Por poco me ahogo. Bebí un poco de agua, pero necesitaba algo más fuerte. Cogí la botella de güisqui y eché un buen trago a morro. Me sentí mejor. Ya estaba lista para lo que llevaba planeando tanto tiempo. Por suerte, llovía. Mucho mejor. Me puse el impermeable comprado para la ocasión y calé bien el gorro. Apagué todas las luces, incluso las del porche. Salí por la puerta trasera, por donde ningún vecino podía verme, aunque no sé por qué me tomaba tantas molestias, pues tampoco sabían lo que iba a hacer y no creo que llegaran a enterarse. Quizás me lo estaba tomando demasiado en serio. El coche alquilado esa tarde me estaba esperando. Tras circular durante diez quilómetros por una carretera con abundante tráfico, llegué al lugar indicado. Aparqué en un callejón oscuro, justo al lado, lejos del foco de las farolas. Me miré en el espejo. Estaba irreconocible, con la peluca larga y cobriza y un mechón deslizándose sobre el lado derecho de mi cara como una catarata, ocultándome el ojo. Quité el impermeable y me arreglé la ropa. Cogí un paraguas y corrí hacia el local enfrentándome a la lluvia y al viento. Entré con decisión. El interior era sórdido y tan oscuro que no me reconocería ni yo misma ante un espejo. Eso sosegó mis nervios y me hizo sentir más seguridad en mi misma. Mis ojos no tardaron en habituarse a la oscuridad inspeccionado el ambiente, aunque resultaba casi imposible reconocer los rasgos de la gente, tan solo su silueta, su forma de reír o moverse. Hacía calor y una mujer entrada en años y en quilos se servía de un abanico para refrescar su rostro. En la barra había varios hombres jugueteando con sus vasos que no tardaron en echarme la vista encima. Casi todas las mesas, pequeñas y arrinconadas, estaban ocupadas por hombres o mujeres solas, alguna pareja o un grupo de amigos. Lo vi en una esquina. Pedí de beber y esperé un rato, como si estuviera acostumbrada a ir a ese tipo de sitios. De pronto, él me miró y temí que hubiera podido reconocerme, pero no, porque no se movió del sitio. Le hice una seña. Respondió al instante. La mujer de la barra nos guió por un pasillo tan negro que me hizo pensar que había sido una tontería tomar tantas precauciones. Entramos en una estancia pequeña, aún con menos luz que el pasillo. Sin más preámbulos, sin hablar, por señas, le pedí que me enseñara su arma. No se demoró. Era justo el grosor, la longitud de cañón y el calibre que sabía manejar. Me pidió que le enseñara las mías. Lo hice y pareció satisfecho. Yo deseaba acabar pronto, salir de allí con la mayor rapidez posible, pero no debía mostrarme nerviosa, no fuera a sospechar. Sin embargo, me resultaba difícil controlar los escalofríos que recorrían mi cuerpo y el temblor de mis manos sudorosas. Me tranquilicé un poco al percibir que él no notaba nada extraño, quizás debido a su excitación, como la de nuestros primeros encuentros. Yo me sentía desbordada por lo inverosímil de la situación. Sin embargo, no tardé en dejarme llevar por sus besos, por sus caricias, por su pasión explosiva. Hicimos el amor como dos locos, de manera apresurada y salvaje. Después, sin decir una palabra, recogí mis cosas y salí de allí todo lo aprisa que pude, con miedo a ser descubierta. “Cuanto menos tiempo estés delante del peligro, menos posibilidades hay de que te cojan”, leí en algún libro, no recuerdo cuál.
Cuando salí, la lluvia seguía cayendo actuando como un bálsamo sobre mi cara enrojecida. Llegué hasta el coche, volví a ponerme el impermeable y el gorro y aparqué a tres calles de mi casa, donde había quedado en que lo recogieran. Caminé amparándome en las sombras, con el gorro bien calado y entré en casa por la puerta trasera. Me di una ducha rápida y me metí en la cama. Esa noche el insomnio no fue mi compañero, como todas las noches de los viernes cuando, según mi marido, salía a tomar unas copas con sus amigos. Fue una carambola del destino que me enterara de lo que en verdad hacía, cuando encontré aquella tarjeta con ese nombre tan peculiar “El ornitorrinco”. Al principio me enfadé, pero después pensé que no podía desaprovechar la ocasión que se me había puesto en bandeja.
Nuestras relaciones se habían vuelto frías, distantes, como la de dos amigas enfadadas en el patio de un colegio. Yo andaba con la mosca detrás de la oreja, temiendo que hubiera otra. Respiré aliviada cuando supe de sus andanzas; aquello era distinto. Pasaron así seis meses maravillosos, en los que todos los viernes yo hacía el amor con mi marido y él con varias desconocidas. Nunca fuimos tan felices, aunque él no entendiera de dónde provenía mi repentina alegría. Sin embargo, cuando las cosas no podían ir mejor, un desgraciado accidente lo dejó en la cama inmóvil, convirtiéndolo en un mueble con ojos ante los que paseo todos los viernes, antes de salir al anochecer, la tarjeta de “El ornitorrinco”, primorosamente enmarcada con una preciosa orla.














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