Mi vecina de arriba
tocaba el piano todas las noches. Aporreaba las teclas con ganas en
un melodía insoportable, siempre la misma. No me dejaba dormir, no
me dejaba escuchar la radio ni ver la televisión, no me dejaba
charlar un rato con mi familia. Mis nervios se desquiciaron y comencé
a acariciar la idea de destruirle el maldito piano, o mejor, de
quitarla de en medio a ella misma. Una noche, en un arrebato, cogí
la cortina de mi dormitorio, me presenté en su casa y sin mucho
preámbulos se la até al cuello y la colgué de la lámpara del
salón. Un suicidio perfecto, si no fuera porque la maldita cortina
era un regalo de boda de mi suegra con nuestras iniciales bordadas.
Ya sabía yo que esa vieja loca sería mi perdición.
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