Vidas - Gloria Losada




-¿No te da envidia ése que dicen que es el más bello del mundo?
Ante semejante pregunta no me moví ni siquiera para dar una respuesta. La verdad es que tampoco tengo mucha libertad de movimientos. No me importa demasiado. Disfruto mucho en esta posición. Y no, no me da envidia ése, ninguna, porque por muy bello que sea, o que digan que es, jamás podrá disfrutar de las vidas que yo disfruto; a veces tristes, a veces felices; a veces simples, a veces tan complicadas que me gustaría convertirme en persona y poder echar una mano sobre el hombro y dar un poco de consuelo.
Esta mañana, apenas había amanecido, bajo una lluvia fina y persistente, una muchacha joven pareció envuelta en la neblina gris y se sentó. Sus ropas estaban mojadas, señal de que llevaba tiempo soportando el aguacero. Su pelo empapado derramaba gotas de agua sobre sus mejillas pálidas, gotas que se confundían con unas lágrimas que no cesaban de brotar casi en silencio. Era la primera vez que la veía y enseguida intuí que alguna desgracia torturaba su alma, no hacía falta ser muy intuitivo para ello, y mis sospechas se confirmaron bien pronto, cuando su alma comenzó a susurrar su desdicha. Aquella muchacha sin nombre había descubierto aquella misma mañana que esperaba un hijo. Lo que para muchos es motivo de felicidad para ella lo era de una profunda tristeza y desesperación. Su novio de noches secretas la había abandonado unos días antes. No sabía que iba a sr padre y no iba a saberlo jamás. Apenas hacía unas semanas que se había quedado sin trabajo. “Las desgracias nunca vienen solas”, repetía una y otra vez. No podía tener aquel niño. No tenía medios para mantenerlo y encima jamás disfrutaría de un padre... Me hubiera gustado decirle que la señora Luisa, la propietaria de la frutería de la esquina, buscaba una dependienta, pues la que tenía había encontrado una ocupación mejor y la había dejado en la estacada de un día para otro, pero como no puedo hablar (ese es mi único infortunio, no tener posibilidad de comunicarme con los humanos) pues no le pude decir nada. Finalmente la chica se fue por dónde había llegado. No sé si la volveré a ver. Confieso que me gustaría. Quizá dentro de un tiempo aparezca por aquí empujando un cochecito con su hijo dentro. Eso quiere decir que las cosas le han ido mejor de lo que ahora mismo piensa.
Después de la chica sin nombre se marchó, permanecí solo bastante tiempo. Aquí la actividad comienza sobre las once de la mañana, cuando la vida en la ciudad está ya en pleno apogeo. A esa hora se acercan Nel y Amanda. Tienen 16 años años y estudian en el instituto que hay aquí cerca. Son novios desde hace casi un año y aprovechan los recreos para dar una vuelta por aquí, estar solos un rato y decirse lo mucho que se quieren. Reconozco que a veces resultan un poco empalagosos, pero ya se sabe, el amor cuando surge siempre es así de dulce.
Nel y Amanda se sientan a comer un tentempié. Hablan de las asignaturas, de éste o aquél examen, de los planes para el fin de semana... todo ello salpicado con algún que otro beso y con te quieros susurrados bajito y al oído.
Esta mañana Nel ha comentado a Amanda que como van a estar de aniversario, le gustaría llevarla a cenar a un sitio bonito, pero que no tienen mucho dinero, porque se acerca el cumpleaños de su madre y quiere comparle un disco de Los Pecos, que no tiene ni idea de quiénes son, pero que a su madre le gustan mucho porque eran unos grandes cantantes cuando ella era jovencita, que no sabe dónde podrá encontrarlo. Amanda le dijo que no importaba, que podían juntar el escaso dinero de los dos y que en lugar de ir a cenar a un sitio bonito, que sin duda sería caro, podían ir a un burguer, total, lo importante era estar juntos. A Nel le pareció buena idea y se quedó contento.
-¿Me ayudarás a encontrar el disco para mi madre? – preguntó.
-Pues claro – le respondió ella – Seguro que en alguna tienda de esas “retro” lo encontraremos.
Se fueron tan contentos, cogidos de la mano, rumbo de nuevo a las clases, como todos los días.
Sobre la una apareció el señor Esteban con su periódico bajo el brazo. El señor Esteban es militar retirado, vive solo y viste siempre con traje y corbata, destilando la elegancia de los caballeros de antes. Se sienta y despliega la prensa escrita. Hasta que la termina de leer no cesa de soltar bufidos. Cada noticia la comenta hablando para sí, a veces no tan para sí, que ya he visto yo a más de uno mirándolo como si estuviera viendo a un chiflado. Que si el asunto de las pensiones es una vergüenza y no puede quedar así, que cualquier día lo dejan sin un duro, que si lo que está pasando en Catalula va a terminar muy mal y si no al tiempo, que la gente no sabe lo que es una guerra y que aunque él nació en el 39 todavía recuerda las cartillas de racionamiento y la escasez... así una tras otra. La verdad, yo no sé para que lee tanto las noticias, porque se va para casa enfadado, hecho un basilisco, como si los demás tuviéramos la culpa de lo que pasa en el mundo.
Por la tarde vienen todas las mamás y abuelas, y algún papá y abuelo, a sacar los niños para que disfruten un poco del aire libre. Admiro a la señora Lucila, una abuela con una paciencia infinita. Viene con sus nietos Abel y Rebeca, que son más malos que el demonio, sobre todo Abel, que no para de idear travesuras y Rebequita como está con él... pues se deja llevar. Eso es lo que dice la abuela y debe tener razón, porque alguna vez que estuvo la niña sola se portó mejor, se tomó su merienda sin rechistar y jugó tranquila con las otras niñas. Pero cuando está Abel.... Abel se sube a los árboles, rompe las flores o se encapricha con cualquier juguete de los que vende el señor Ramiro en su kiosko y sin no se sale con la suya se pone a llorar como un poseso, aunque no le cae ni una lágrima. La señora Lucila la mayoría de las veces no le hace caso, pero a veces claudica, y no es extraño, por no escuchar sus gritos. Así que se acerca con parsimonia al kiosko de Ramiro y le compra al nieto rebelde cualquier tontería de la que a los minutos ya no se acuerda y que deja tirada por cualquier lado.
Cuando se hace de noche vuelve la quietud y por aquí solo pasa algún rezagado haciendo footing, como Clara, que pasa todos los días, no falta ni uno. ¡Qué guapa es esa chica! Si yo fuera hombre intentaría conquistarla. No debe tener más de treinta años, lleva su melena negra recogida en una graciosa coleta alta que se balancea rítmicamente cuando corre, sus ojos son de un negro tan profundo que hasta parece que te pueden leer el pensamiento. No es muy alta, ni tampoco muy delgada, entradita en carnes, diría yo, y con unas curvas de infarto. Siempre se para al llegar junto a mí, hace unos cuantos ejercicios, se sienta apenas tres segundo y luego con un “vamos allá”, continúa su carrera. ¡Ay, qué guapa es! Lástima que yo sólo sea un banco del parque y no un ser de carne y hueso. Aún así ¿tenerle envidia yo a ese banco que le dicen el más hermoso del mundo? D eso nada. Estará situado frente al mar, pero nunca podrá disfrutar de todas las vidas que hacen un alto en su camino a mi lado. Ellas sí que son las más hermosas del mundo.




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