El
timbre de la puerta sonó alegre y cantarín por la mañana en casa
de Lea . Intrigada y cansada se dirigió hacia ella para ver quien la
reclamaba...
Lea
es una mujer de edad indefinida. Esa en la que se encuentran muchas
mujeres de entre cuarenta y cincuenta y cinco años, solteras y sin
referentes familiares que ayuden a precisar más.
Vive
sola desde que murió su madre, momento que tampoco se puede precisar
porque, antes de morir físicamente, su madre había muerto, a todos
los efectos, cuando fue abandonada. Si, su novio huyó cuando supo
que sería padre. Así es que Lea entró en este mundo de mano de una
muerta, de luto perpetuo desde la cuna y, como el negro en un recien
nacido no queda bien, vestida de gris de los pies a la cabeza desde
su más tierna infancia. Este color es su seña de identidad más
característica, todo en su vida es gris: la casa, la ropa, los
muebles, la comida...hasta la televisión.
Los
libros que entran en su casa son grises, las ideas también y generan
acciones aún más grises. Como no podía ser de otra manera, se
preparó para un trabajo anodino y escondido de todos, poco valorado
y estimulante. Lea es embalsamadora. Los muertos son su centro de
atención, los únicos que reciben sus confidencias, mimos y
delicadeza, los únicos que realmente saben cómo es.
Lea, con los años, fue adquiriendo un tono grisáceo en su piel. Su
pelo, ojos, uñas y dientes se fueron difuminando en esa gama de
color. Llegó a mimetizarse con su mundo monocromático, es más, lo
que Lea toca se vuelve tan gris como lo que la rodea, como por arte
de magia. Nadie quiere estar a su lado. Su presencia ejerce una
fuerza irresistible hacia lo brumoso. Su soledad es del mismo tono,
siempre encapotada, a un tris de la lluvia que no acaba de caer.
Su
estado anímico habitual es la tristeza que se vuelve melancolía en
algunos momentos que se encuentra más animada. Ve el futuro de un
gris más oscuro que el presente que la envuelve pero no piensa en
él. Vive el momento inmediato, según se va presentando y lo
habitual es que no lo haga con sobresaltos.
El
timbre de la puerta sonó alegre y cantarín por la mañana en casa
de Lea .Súbitamente interrumpe su soledad, se vuelve disruptivo,
como muchas de las cosas cotidianas que le obligan a aparcar lo suyo.
Intrigada y cansada se dirigió hacia allí para ver quien la
reclamaba...
-Buenos
días. La saluda un joven con un gran ramo de flores. ¿Lea A.
García?
-Si,
soy yo. La A. era de ausente. Su madre la colocó en el lugar del
apellido paterno para dejar constancia del atropello recibido y
disimular sus dos apellidos seguidos como hija de madre soltera que
era. Todos la conocían con la A. a pesar de no saber qué
significaba y de ser oficialmente García Pérez.
-
Firme aquí, por favor. Y con las mismas le entregó el ramo de
flores que llevaba.
Al
cerrar la puerta quedó quieta un rato mirando las flores. Eran
preciosas: rosas blancas, lirios anaranjados,girasoles amarillos,
dalias rosas, claveles fucsias, amarillos y rojos, siemprevivas
azules y lilas, ramas verdes con florecitas blancas...¡ una
explosión de color!
Buscó
la tarjeta que no encontró por ningún lado y por un rato no supo
qué hacer. Quedó como en shok: inerte, vacía, confusa, espesa. No
supo cuanto tiempo estuvo así, mirándolas, sin saber cual era el
paso siguiente. En un arranque de superación se acercó a la cocina
y llenó de agua un cubo de plástico. No tenía florero. Nunca había
visto flores en su casa y no sabía qué hacer con ellas.
En
el suelo del salón, al lado del televisor en blanco y negro y
rodeadas de toda la gama de grises del espectro visible, colocó el
cubo con las flores. En un principio le chirriaban como disonancias
en un acorde consonante, no podía mirarlas sin sentir lo que sentía
cuando las uñas arañaban el encerado de su colegio de la
infancia... era expresión de vida entre tumbas cerradas de hastío.
Según
pasaron los días los colores fueron abriendo pequeñas fisuras en
su emociones, sentía cosas que nunca había sentido. Sentía cosas
que le daban miedo... pero, de repente, una mañana descubrió un
rayo de sol iluminando el salón, nunca lo había visto. El salón
adquirió otros tonos más dorados y vivos y Lea decidió ir a
comprar un florero, fue el primer paso en su cambio, el primero
voluntario. A partir de aquí hubo otros muchos que fueron llenando
su vida de color y poco a poco de alegría.
Nunca
supo quien le había mandado el ramo de flores. Lo vive como el mayor
acto de amor que nunca recibiera. Siempre lo llevará en su corazón.
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