Dicen
que estaba loca. ¿Y quién no lo estaría? Tal vez lo estuve, tal
vez fue el ambiente. Todos hacíamos locuras entonces. A todos nos
gustaba beber mucho y vivir más. Y ser modernos en un mundo que aún
se apegaba a las convenciones y a la tradición.
Libertad,
Igualdad, Fraternidad. Y una merde.
Todos pregonaban estas benditas palabras hasta ahogar su significado.
Si eras hombre todo fluía como la seda. Pero, ¡Ay de ti!... No te
atrevieras a pasear sola a ciertas horas por las orillas del Sena ni
a pedir una copa de absenta en los tugurios del barrio latino. Mala
mujer. Menuda lunática.
Ah,
qué vida esta… No me quejo por haber nacido mujer, nada de eso.
Fui feliz así y disfruté de cuanto me ofrecieron. Pero un varón
tenía sus ventajas.
Y,
claro, me tuve que casar, -no había otro modo entonces-, con un
pobre hombre; a pesar de ser conde y escritor en Le Figaro, mi Héctor
no hizo mucho en la vida. Sí, se codeó con los intelectuales del
Salón de París, pero no le gustaba la música. Incluso me escondía
la llave del piano para no escucharme tocar. Sacrilegio terrible. Por
eso duramos tan poco.
Así
que gracias a mi matrimonio, del que conservé el apellido, entré en
contacto con el mundo intelectual y artístico de entonces. Sobre
todo con los pintores.
Oh
la là. Qué belleza.
Esa
luz, esos colores, repetidos hasta el infinito en todos los tamaños,
a todas las horas. Eran incansables. Desde antes del amanecer los
veías pasar por las calles pertrechados con sus bártulos de
pintura. Berthe Morisot era una de ellos. Era fabulosa. La mejor del
grupo sin duda. Pero acabó siendo considerada por algunos envidiosos
la modelo preferida, la amante, la compañera. Y no sé cuántas
tonterías más. Y ya ven, ahora la recuerdan por cuadros de madres
acunando a bebés. Una maravilla de luces y miradas, también es
verdad.
Esas
cosas me sacaban de quicio. Quizá por eso empecé a beber tan joven.
O quizá simplemente me gustaba el sabor amargo del alcohol y su
efecto perverso en mi cuerpo. Sí, quería ser perversa. Nadar por el
Sena desnuda alumbrada por las luces de Notre Dame, bajar corriendo
por las escaleras de la Rue du Chevalier en Montmartre hasta caer
desfallecida de felicidad. O cantar La Marsellesa a voz en grito en
la Plaza Vendome,
esquivando a los gendarmes.
Con qué poco hubiera sido feliz.
Pero me compliqué la vida. Me divorcié de mi conde y conocí a Charles Cros. Que me recitaba poemas de amor en color. Sí, me hacía fotografías preciosas, artísticas, las llamaba él. Parecía una diosa griega, tendida en divanes con ramos de uvas y flores adornando mi cuerpo semidesnudo. Yo también le escribí poemas y le regalé mi segunda juventud. Nuestros gritos de éxtasis se escuchaban por todo Paris. O quizá entonces todos gritaban de éxtasis, atrapados por el vapor embriagador de la absenta y el champán.
Y
también le perdí de vista. Mi adorado Charles, mi poeta de tantas y
tantas noches blancas. Dicen que acabó loco, internado en el
hospital Hôtel Dieu. Por aquel entonces el alcohol era un compañero
de viaje peligroso. Pero con la excitación que producía aparecieron
grandes inventos. Y todo parecía posible. Al alcance de la mano.
Qué
puedo decirles yo. La vida me parecía entonces maravillosa.
Alternaba entre cafés, teatros y mis salones literarios. El salón
de Nina; todos lo conocían y todos acudían a mí. Fumaba opio,
bebía absenta, disfrutaba de ricos manjares, amaba de día y de
noche. Me regalaban vestidos de seda, abanicos orientales, zapatos a
medida. Vivía una vida de ensueño, cambiando de domicilio como
quien cambia de camisa. Una existencia de la que no quería
despertar. Como
si después de cada noche no volviera a salir el sol. Por
eso el alcohol fue mi mejor compañero. Y mi enemigo oculto.
Y
de tanto en tanto posaba para aquellos locos impresionistas. Qué
gran nombre les dieron. Pretendieron insultarles y resultó ser un
nombre mágico.
A
él, Édouard, también le enamoraba todo lo novedoso y lo oriental.
Tan educado y culto, me fascinaba su porte de caballero, con pincel y
sin espada. Pero él solo tenía ojos para su Suzanne, una pianista
neerlandesa y para Eva, su alumna, su ojito derecho, una española
con aires de gran estrella.
Al
menos a Édouard sí le gustaba la música que su esposa
interpretaba. Él la pintaba y ella tocaba para él. Creo que le
quise. Pero como en aquella época el alcohol ya me nublaba los
sentidos no lo puedo asegurar. Nunca estuve celosa de Suzanne, tocaba
como los ángeles. Y a fin de cuentas yo era una de tantas que
pasaron por su estudio. Aunque me pintó mucho, y siempre tuvo un
cuadro favorito con mi rostro en él.
Y
es que ‘La Dama de los Abanicos’ era especial. Tanto que apenas
lo mostraba a sus invitados o a sus colegas de profesión. Lo
guardaba bajo siete llaves.
Sé
por los criados de su casa que de noche iba a su estudio a admirarlo.
Se sentaba en su butaca, dejaba entornada la ventana, se tomaba unas
copas de vino y en soledad le hablaba.
Me
hablaba.
Quizá
yo también le hablaba con mi mirada, la que él pintó.
Me
amaba. Me amó. Le amaba. Le amé. Ya no estoy segura. Mis recuerdos
son como la seda de aquellos abanicos, se deshacen cuanto más los
piensas.
Tal
vez fue el alcohol, que nos acompañó a todos en nuestros exaltados
sueños de amor de tantas noches blancas.
Relato inspirado en la vida de Anne-Marie Gaillard, Nina de Villard de Callias o Nina de Callias (1843–1884), escritora francesa que estuvo relacionada con los pintores impresionistas y con los círculos intelectuales de su época.
El
pintor impresionista Èdouard Manet la pintó en ‘La Dama de los
Abanicos’ (1873-74),
cuadro que se expone en el Museo D’Orsay de París.
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