El quinto marido (primera parte) - Gloria Losada




Jamás pensé que mi vida pudiera dar el vuelvo que ha dado, tengo que confesarlo, a pesar de lo mucho que lo imaginé, a pesar de mis fantasías adolescentes alimentadas por las atractivas vidas de los personajes que poblaban aquellas revistas del corazón que mi madre devoraba con avidez para matar sus horas muertas. Me fascinaban sus ropas, sus casas decoradas con lujos tan desmesurados como carentes de gusto, pero sobre todo, me gustaba la libertad que parecía irradiar de su existencia. Chicas que cambiaban de amante de un día para otro, que tenían hijos sin estar casadas, que viajaban por el mundo, vestían ropas caras y lucían joyas exquisitas….todo lo contrario a lo que yo vivía en mi casa, un hogar de clase obrera, normal y corriente, a veces rondando la pobreza. Por eso cuando Paquito Vilachá empezó a cortejarme nada más cumplir yo los quince años, le rechacé sin pensarlo, pues tenía la firme convicción de que me merecía algo mejor, mucho mejor, algo comparable a los muchachos guapos y ricos que enamoraban a las famosas de turno.
Paquito Vilachá era un muchacho vulgar, miembro de una numerosa familia que hoy se llamaría desestructurada pero que por aquel entonces no eran sino un montón de hermanos delincuentes de poca monta. Paquito parecía ser el único que poseía un poco de cordura. Trabajaba cuando podía, cuando algún alma caritativa se apiadaba de él y le daba unos duros por limpiar la maleza del jardín, o por transportar en su desvencijada carretilla los muebles viejos al vertedero de las afueras de la ciudad. Chapuzas nada más. Nadie se atrevía a ofrecerle una ocupación seria y estable dados sus antecedentes familiares, salpicados de trapicheos con drogas, robos, borracheras y alguna que otra pelea en la que los contrincantes no salían nunca demasiado bien parados. Es cierto que Paquito estaba limpio, que eran su padre y sus hermanos los que andaban día sí y día también metidos en líos, pero ¿quién se atrevía a confiar en él por muy bueno que pareciese? Mas en él nunca cundía el desánimo, él era optimista, risueño, alegre y decía que el tiempo pondría todo en su lugar y que algún día sería quién merecía ser. Yo, ante tan absurdas afirmaciones, no podía menos que echarme a reír, a la vez que le preguntaba por enésima vez quién se merecía ser. Me contestaba con evasivas, acusándome de no entender nada, de minusvalorarlo, casi de despreciarlo y no le faltaba razón. Para mi cabeza hueca de adolescente Paquito Vilachá nunca podría dejar de ser lo que era: un muerto de hambre y yo no quería a mi lado un hombre así, yo necesitaba a alguien que me salvara del inframundo en el que vivía, que me transportara a una vida de papel “cuché” y él jamás podría hacerlo.
Pero Paquito era insistente y no dejó de tenerme en su punto de mira. En cuando observaba que mi corazón estaba libre no perdía tiempo y reanudaba de nuevo su inútil cortejo. Hasta que llegó Julián.
Apareció una tarde sofocante de principios de verano, el mismo día en que yo cumplía dieciocho años, vestido con un impecable traje oscuro, agarrando un maletín de cuero en su mano izquierda, yendo de portal en portal haciendo sonar los timbres de los pisos y susurrando a saber qué con su boca pegada al micro. Pronto se corrió la voz de que por el barrio andaba un vendedor, aunque nadie sabía muy bien cuál era su mercancía, ni siquiera si se trataba en realidad de un vendedor. Mis dudas se disiparon cuando al subir a mi casa me lo encontré cómodamente sentado en la cocina ante un café helado, charlando con mi madre sobre las maravillas de la enciclopedia que le intentaba vender y cuyo tomo de muestra sacó de su misterioso maletín dispuesto a enseñar las maravillas que contenía y que nos estábamos perdiendo. Fue en aquel preciso instante cuando me di cuenta del tremendo atractivo del muchacho. Con un espeso cabello rizado color azabache, unos profundos ojos negros y una sonrisa de dientes blanquísimos y perfectos, no tenía nada que envidiarle a los modelos de revista con los que yo soñaba, y me quedé mirándole durante segundos, muda del asombro. Aquel era el hombre que yo estaba esperando, ahora sólo faltaba que estuviera dispuesto a corresponder mi amor repentino.
Puse en marcha mis artes seductoras, que no eran muchas ni muy efectivas, pero jugaban a mi favor mis llamativos ojos verdes, ante los que, todo hay que decirlo, pocos hombres se podían resistir. Julián no fue diferente. Deambuló por el barrio durante varios días, ofreciendo enciclopedias a aquellas mujeres que, como mi madre, apenas llegaban a fin de mes con un duro en el bolsillo. Mas, sería tal vez por su físico perfecto, por su don de gentes, o por ambas cosas, que el muchacho consiguió vender unos cuantos libros de aquellos, aunque casi ninguna de las vecinas del barrio sabía darles utilidad.
Y mientras desarrollaba su labor yo estaba al acecho, siguiendo sus pasos con cautela, dirigiéndole miradas propias de una “lolita” en celo, sabiendo que el tiempo jugaba en mi contra y que si no conseguía conquistarle pronto, se marcharía llevándose con él parte de mis esperanzas. Tuve suerte. Al tercer o cuarto día me pilló en una esquina oculta de la calle y me besó en la boca, así, sin decir palabra, agitando mi corazón y zarandeando mi alma por la satisfacción de haberlo conseguido, de haber atraído su atención con fuerza, con tanta fuerza como para no poder resistirse y tener que besarme a escondidas del mundo.
Tras aquel primer beso furtivo e inesperado vinieron más, muchos más, que me atraparon en sus redes y me enamoraron hasta el punto de dejar de lado mis sueños de riqueza. Ya me daba igual si tenía mucho dinero o poco, lo único que deseaba era estar a su lado, disfrutando de su boca, de sus caricias, de nuestros encuentros sexuales.
Cuando finalmente dio por concluido su trabajo y llegó el momento de regresar a su ciudad me propuso marchar con él y yo accedí con gusto, pero con la única condición de que me hiciera su esposa, pues mi familia no vería bien que me fuera vivir con un hombre sin formalidades de por medio. No me puso inconveniente y aquella misma noche di la noticia en mi casa: me casaba con el vendedor de libros y me iba a vivir con él a Valencia. Contrariamente a lo que yo pensaba ni mi madre ni mis hermanas se sorprendieron demasiado, aunque mi progenitora trató de hacerme recapacitar, argumentando que apenas le conocía, que era muy pronto para casarme, que lo pensara un poco. Nunca le hice demasiado caso a las monsergas de mi madre, aquella vez no fue diferente. Me había enamorado y contra el poder del amor poco se podía hacer.
En unos días todo el barrio supo que me casaba y quién era el afortunado. Fui la comidilla de las cotillas, la envidia de las jovencitas….y la desesperación de Paquito. Se presentó la víspera de mi boda en mi casa, con la estúpida intención de hacerme cambiar de opinión en el último momento. Escuché estoicamente sus bobadas, pues en el fondo me daba pena, y cuando terminó de hablar, convencido de haberme dado argumentos suficientes para echarme atrás, no pude resistirme y le contesté con crueldad.
-Mira Paquito, si alguna vez llegara a casarme contigo tú serías… serías… mi quinto marido. Y de verdad que no creo que me llegue a casar cinco veces. ¿Comprendes lo que eso significa o quieres que te lo explique yo?
Me miró fijamente con aquellos ojos de mirada profunda, en los cuales se dibujó de repente una infinita tristeza y dándose media vuelta, salió de mi casa sin decir nada. Al día siguiente me casé y me fui a Valencia, dejando a Paquito olvidado en el baúl de mis recuerdos.
Ya en Valencia me fascinó la ciudad, sus calles, sus campos, su playa, sus gentes….pero sobre todo, me fascinó el lujo que me esperaba sin yo saberlo, devolviéndome de nuevo mis aspiraciones de grandeza. Mi flamante marido resultó ser un niño rico, hijo único de una viuda millonaria que era tan excéntrica como agradable. Ambos vivían en un fastuoso piso en el centro de la ciudad, tenían un chalet en el campo, varios coches y relaciones sociales con la jet-set más exquisita.
Julián trabajaba porque le daba la gana, para no aburrirse, como solía decir, y le daba lo mismo vender muchas enciclopedias que no colocar ni la primera, pues su madre cubría sus necesidades básicas y las no tan básicas. Así fue que me vi inmersa en ese mundo que tanto había soñado, en el que no tenía necesidad de esforzarme para conseguir lo que deseaba, donde mi única preocupación era exclusivamente decidir cuál iba a ser la diversión de aquella noche.
Mi marido era cariñoso, un poco sinvergüenza y muy masculino, me colmaba de atenciones, me sorprendía cada día con un regalo diferente, me vendaba los ojos y me metía en el coche con rumbo incierto, me ataba las manos a la cabecera de la cama e inventaba juegos sexuales que me transportaban hasta cotas de placer insospechadas…. A su lado la vida era diferente y singular y estoy segura de que jamás hubiera disfrutado de mi juventud tanto como lo hice si él no hubiera estado a mi lado. Pero no cabe duda de que en la vida de un ser humano hay una edad para cada experiencia, para cada vivencia y Julián parecía no querer salir nunca del estado de inmadurez perpetua que le caracterizaba. Con los años me fue cansando todo aquel mundo irreal que él había construido a nuestro alrededor y un día le dije que ya era suficiente, que no podíamos estar para siempre gastando el dinero de su madre en fiestas, en ropas, en lujos innecesarios. Le planteé que quería trabajar y me miró son sus ojos arrebatadores y su media sonrisa casi infantil. Por toda respuesta me ofreció una raya de coca y me conminó a seguir divirtiéndome.
Me asusté. Jamás pensé que la droga formara parte de su vida, pero así resultó ser. Julián se drogaba y me invitaba a mí a sumergirme con él en episodios de fantasía y alucinaciones sin sentido. Durante los días siguientes pensé sin cesar en su absurdo ofrecimiento y comencé a mirarlo con otros ojos. Me pareció un desconocido, aunque tal vez la desconocida fuera yo misma. De pronto había madurado y sabía que aquella vida tenía que terminar. Algo dentro de mí me decía que debía escapar, que mi tiempo a su lado tocaba a su fin, y así tomé la decisión. Le dije que me iba, que lo nuestro había llegado a su punto y final, que seguir juntos no tenía sentido. No le di más explicaciones ni él me las pidió. No intentó retenerme a su lado, supongo que comprendió que yo tenía razón, supongo que supo ver que había llegado la hora de tomar caminos diferentes. Así volví a mi casa. Así finalizó mi aventura de riqueza y glamour.





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