Jamás
pensé que mi vida pudiera dar el vuelvo que ha dado, tengo que
confesarlo, a pesar de lo mucho que lo imaginé, a pesar de mis
fantasías adolescentes alimentadas por las atractivas vidas de los
personajes que poblaban aquellas revistas del corazón que mi madre
devoraba con avidez para matar sus horas muertas. Me fascinaban sus
ropas, sus casas decoradas con lujos tan desmesurados como carentes
de gusto, pero sobre todo, me gustaba la libertad que parecía
irradiar de su existencia. Chicas que cambiaban de amante de un día
para otro, que tenían hijos sin estar casadas, que viajaban por el
mundo, vestían ropas caras y lucían joyas exquisitas….todo lo
contrario a lo que yo vivía en mi casa, un hogar de clase obrera,
normal y corriente, a veces rondando la pobreza. Por eso cuando
Paquito Vilachá empezó a cortejarme nada más cumplir yo los quince
años, le rechacé sin pensarlo, pues tenía la firme convicción de
que me merecía algo mejor, mucho mejor, algo comparable a los
muchachos guapos y ricos que enamoraban a las famosas de turno.
Paquito
Vilachá era un muchacho vulgar, miembro de una numerosa familia que
hoy se llamaría desestructurada pero que por aquel entonces no eran
sino un montón de hermanos delincuentes de poca monta. Paquito
parecía ser el único que poseía un poco de cordura. Trabajaba
cuando podía, cuando algún alma caritativa se apiadaba de él y le
daba unos duros por limpiar la maleza del jardín, o por transportar
en su desvencijada carretilla los muebles viejos al vertedero de las
afueras de la ciudad. Chapuzas nada más. Nadie se atrevía a
ofrecerle una ocupación seria y estable dados sus antecedentes
familiares, salpicados de trapicheos con drogas, robos, borracheras y
alguna que otra pelea en la que los contrincantes no salían nunca
demasiado bien parados. Es cierto que Paquito estaba limpio, que eran
su padre y sus hermanos los que andaban día sí y día también
metidos en líos, pero ¿quién se atrevía a confiar en él por muy
bueno que pareciese? Mas en él nunca cundía el desánimo, él era
optimista, risueño, alegre y decía que el tiempo pondría todo en
su lugar y que algún día sería quién merecía ser. Yo, ante tan
absurdas afirmaciones, no podía menos que echarme a reír, a la vez
que le preguntaba por enésima vez quién se merecía ser. Me
contestaba con evasivas, acusándome de no entender nada, de
minusvalorarlo, casi de despreciarlo y no le faltaba razón. Para mi
cabeza hueca de adolescente Paquito Vilachá nunca podría dejar de
ser lo que era: un muerto de hambre y yo no quería a mi lado un
hombre así, yo necesitaba a alguien que me salvara del inframundo en
el que vivía, que me transportara a una vida de papel “cuché”
y él jamás podría hacerlo.
Pero
Paquito era insistente y no dejó de tenerme en su punto de mira. En
cuando observaba que mi corazón estaba libre no perdía tiempo y
reanudaba de nuevo su inútil cortejo. Hasta que llegó Julián.
Apareció
una tarde sofocante de principios de verano, el mismo día en que yo
cumplía dieciocho años, vestido con un impecable traje oscuro,
agarrando un maletín de cuero en su mano izquierda, yendo de portal
en portal haciendo sonar los timbres de los pisos y susurrando a
saber qué con su boca pegada al micro. Pronto se corrió la voz de
que por el barrio andaba un vendedor, aunque nadie sabía muy bien
cuál era su mercancía, ni siquiera si se trataba en realidad de un
vendedor. Mis dudas se disiparon cuando al subir a mi casa me lo
encontré cómodamente sentado en la cocina ante un café
helado, charlando con mi madre sobre las maravillas de la
enciclopedia que le intentaba vender y cuyo tomo de muestra sacó de
su misterioso maletín dispuesto a enseñar las maravillas que
contenía y que nos estábamos perdiendo. Fue en aquel preciso
instante cuando me di cuenta del tremendo atractivo del muchacho. Con
un espeso cabello rizado color azabache, unos profundos ojos negros y
una sonrisa de dientes blanquísimos y perfectos, no tenía nada que
envidiarle a los modelos de revista con los que yo soñaba, y me
quedé mirándole durante segundos, muda del asombro. Aquel era el
hombre que yo estaba esperando, ahora sólo faltaba que estuviera
dispuesto a corresponder mi amor repentino.
Puse
en marcha mis artes seductoras, que no eran muchas ni muy efectivas,
pero jugaban a mi favor mis llamativos ojos verdes, ante los que,
todo hay que decirlo, pocos hombres se podían resistir. Julián no
fue diferente. Deambuló por el barrio durante varios días,
ofreciendo enciclopedias a aquellas mujeres que, como mi madre,
apenas llegaban a fin de mes con un duro en el bolsillo. Mas, sería
tal vez por su físico perfecto, por su don de gentes, o por ambas
cosas, que el muchacho consiguió vender unos cuantos libros de
aquellos, aunque casi ninguna de las vecinas del barrio sabía darles
utilidad.
Y
mientras desarrollaba su labor yo estaba al acecho, siguiendo sus
pasos con cautela, dirigiéndole miradas propias de una “lolita”
en celo, sabiendo que el tiempo jugaba en mi contra y que si no
conseguía conquistarle pronto, se marcharía llevándose con él
parte de mis esperanzas. Tuve suerte. Al tercer o cuarto día me
pilló en una esquina oculta de la calle y me besó en la boca, así,
sin decir palabra, agitando mi corazón y zarandeando mi alma por la
satisfacción de haberlo conseguido, de haber atraído su atención
con fuerza, con tanta fuerza como para no poder resistirse y tener
que besarme a escondidas del mundo.
Tras
aquel primer beso furtivo e inesperado vinieron más, muchos más,
que me atraparon en sus redes y me enamoraron hasta el punto de dejar
de lado mis sueños de riqueza. Ya me daba igual si tenía mucho
dinero o poco, lo único que deseaba era estar a su lado, disfrutando
de su boca, de sus caricias, de nuestros encuentros sexuales.
Cuando
finalmente dio por concluido su trabajo y llegó el momento de
regresar a su ciudad me propuso marchar con él y yo accedí con
gusto, pero con la única condición de que me hiciera su esposa,
pues mi familia no vería bien que me fuera vivir con un hombre sin
formalidades de por medio. No me puso inconveniente y aquella misma
noche di la noticia en mi casa: me casaba con el vendedor de libros y
me iba a vivir con él a Valencia. Contrariamente a lo que yo pensaba
ni mi madre ni mis hermanas se sorprendieron demasiado, aunque mi
progenitora trató de hacerme recapacitar, argumentando que apenas le
conocía, que era muy pronto para casarme, que lo pensara un poco.
Nunca le hice demasiado caso a las monsergas de mi madre, aquella vez
no fue diferente. Me había enamorado y contra el poder del amor poco
se podía hacer.
En
unos días todo el barrio supo que me casaba y quién era el
afortunado. Fui la comidilla de las cotillas, la envidia de las
jovencitas….y la desesperación de Paquito. Se presentó la víspera
de mi boda en mi casa, con la estúpida intención de hacerme cambiar
de opinión en el último momento. Escuché estoicamente sus bobadas,
pues en el fondo me daba pena, y cuando terminó de hablar,
convencido de haberme dado argumentos suficientes para echarme atrás,
no pude resistirme y le contesté con crueldad.
-Mira
Paquito, si alguna vez llegara a casarme contigo tú serías…
serías… mi quinto marido. Y de verdad que no creo que me llegue a
casar cinco veces. ¿Comprendes lo que eso significa o quieres que te
lo explique yo?
Me
miró fijamente con aquellos ojos de mirada profunda, en los cuales
se dibujó de repente una infinita tristeza y dándose media vuelta,
salió de mi casa sin decir nada. Al día siguiente me casé y me fui
a Valencia, dejando a Paquito olvidado en el baúl de mis recuerdos.
Ya
en Valencia me fascinó la ciudad, sus calles, sus campos, su playa,
sus gentes….pero sobre todo, me fascinó el lujo que me esperaba
sin yo saberlo, devolviéndome de nuevo mis aspiraciones de grandeza.
Mi flamante marido resultó ser un niño rico, hijo único de una
viuda millonaria que era tan excéntrica como agradable. Ambos vivían
en un fastuoso piso en el centro de la ciudad, tenían un chalet en
el campo, varios coches y relaciones sociales con la jet-set más
exquisita.
Julián
trabajaba porque le daba la gana, para no aburrirse, como solía
decir, y le daba lo mismo vender muchas enciclopedias que no colocar
ni la primera, pues su madre cubría sus necesidades básicas y las
no tan básicas. Así fue que me vi inmersa en ese mundo que tanto
había soñado, en el que no tenía necesidad de esforzarme para
conseguir lo que deseaba, donde mi única preocupación era
exclusivamente decidir cuál iba a ser la diversión de aquella
noche.
Mi
marido era cariñoso, un poco sinvergüenza y muy masculino, me
colmaba de atenciones, me sorprendía cada día con un regalo
diferente, me vendaba los ojos y me metía en el coche con rumbo
incierto, me ataba las manos a la cabecera de la cama e inventaba
juegos sexuales que me transportaban hasta cotas de placer
insospechadas…. A su lado la vida era diferente y singular y estoy
segura de que jamás hubiera disfrutado de mi juventud tanto como lo
hice si él no hubiera estado a mi lado. Pero no cabe duda de que en
la vida de un ser humano hay una edad para cada experiencia, para
cada vivencia y Julián parecía no querer salir nunca del estado de
inmadurez perpetua que le caracterizaba. Con los años me fue
cansando todo aquel mundo irreal que él había construido a nuestro
alrededor y un día le dije que ya era suficiente, que no podíamos
estar para siempre gastando el dinero de su madre en fiestas, en
ropas, en lujos innecesarios. Le planteé que quería trabajar y me
miró son sus ojos arrebatadores y su media sonrisa casi infantil.
Por toda respuesta me ofreció una raya de coca y me conminó a
seguir divirtiéndome.
Me
asusté. Jamás pensé que la droga formara parte de su vida, pero
así resultó ser. Julián se drogaba y me invitaba a mí a
sumergirme con él en episodios de fantasía y alucinaciones sin
sentido. Durante los días siguientes pensé sin cesar en su absurdo
ofrecimiento y comencé a mirarlo con otros ojos. Me pareció un
desconocido, aunque tal vez la desconocida fuera yo misma. De pronto
había madurado y sabía que aquella vida tenía que terminar. Algo
dentro de mí me decía que debía escapar, que mi tiempo a su lado
tocaba a su fin, y así tomé la decisión. Le dije que me iba, que
lo nuestro había llegado a su punto y final, que seguir juntos no
tenía sentido. No le di más explicaciones ni él me las pidió. No
intentó retenerme a su lado, supongo que comprendió que yo tenía
razón, supongo que supo ver que había llegado la hora de tomar
caminos diferentes. Así volví a mi casa. Así finalizó mi aventura
de riqueza y glamour.
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