El quinto marido (segunda parte) - Gloria Losada




Después de cinco años fuera, me sorprendió regresar y encontrar el barrio tal y como lo había dejado. También me reconfortó. Mi vuelta fue el regreso a una rutina deseada, las mismas casas, los mismos vecinos, los mismos viejos echando la partida al dominó en la taberna…. Pero faltaba alguien.
Le pregunté a mi madre por Paquito Vilachá más por curiosidad que por otra cosa y no me sorprendió en absoluto su respuesta. Paquito había desaparecido del barrio días después de mi casamiento. Nadie sabía dónde estaba, ni siquiera su familia, aunque circulaban rumores para todos los gustos. Incluso se había llegado a decir que nos habíamos fugado juntos. Su paradero era un enigma y a nadie parecía interesar su resolución. A mí tampoco, desde luego, aunque debo confesar que sentí cierto remordimiento de conciencia al recordar el desprecio con que lo había tratado la última vez que nos vimos. Era probable que yo tuviese la culpa de su huida, pero estaba claro que no le había obligado a marchar, así que si no aparecía no era mi problema.
Sólo unos meses después de mi regreso conocí al que se convertiría en mi segundo marido, mi gran equivocación, el hombre que más me hizo sufrir, que me humilló y por el que lloré lo impensable. Resultó ser un lobo que se mostró ante mí con piel de cordero y no pude ver, lógicamente, lo que escondía dentro de sí. Nos presentaron unos amigos comunes y durante las primeras horas que pasamos juntos, Ernesto se mostró como un hombre absolutamente adorable, impresión que se mantuvo e incluso diría que se acrecentó en posteriores encuentros. Simpático, cariñoso y comprensivo, tenía un don especial para entender a la gente, para implicarse en sus problemas, en sus historias. Conmigo no fue diferente. Le hablé de mi todavía marido como nunca había hablado con nadie, le conté mis alegrías con él, mis dudas, mis miedos e incluso mis intimidades, mientras me escuchaba con una sonrisa en su cara y encontraba la palabra exacta que reconfortaba mi alma y calmaba mi ansiedad.
- Te entiendo perfectamente – me dijo un día – entre otras cosas porque yo también me acabo de separar.
Aquella confesión aumentó la admiración y el cariño que empezaba a sentir por él. Me parecía increíble que congeniáramos tan bien y que además tuviésemos multitud de cosas en común, incluso alguna tan amarga como una separación a nuestras espaldas. Con el tiempo me había de enterar de que aquélla había sido su primera mentira. No sólo no estaba separado sino que a los ojos de la gente él y su esposa formaban un matrimonio modelo que jamás se había planteado tal separación. Yo, sin saberlo y sin la menor intención, fui la que rompió su idílica relación, pues por supuesto que terminó separándose, pero algunos meses después de conocernos, cuando ya nos habíamos hecho novios, cuando se dio cuenta de que lo nuestro no tenía vuelta de hoja. Abandonó a una mujer con la que había estado casado más de veinte años y con la que había tenido cuatro hijos y se embarcó conmigo en una relación que nunca debió haber existido.
Pronto me vi compartiendo mi vida a su lado, deslumbrada por todos aquellos encantos que me mostraba. Apareció en el momento oportuno, me pilló con la guardia bajada, con el ánimo por los suelos y me aferré a él con desesperación. Permanecí a su lado diez años y aún hoy en día no sé muy bien ni cómo aguanté tanto tiempo, ni por qué me dolió tanto su marcha.
Nos casamos en cuanto ambos obtuvimos el divorcio de nuestros anteriores matrimonios y fue a partir de entonces cuando comenzó a mostrar su verdadera cara. Era una persona extremadamente maniática con su cuidado físico y lo peor, con el mío también. Él era el que decidía lo que había que comer y lo que no, y si mi cuerpo acumulada un gramo de grasa de más me lo reprochaba de malos modos. Yo siempre tenía que estar guapísima e impecable, quería ser y que yo fuera el centro de atención de cualquier reunión costara lo que costara, de hecho no le importaba gastarse cantidades ingentes de dinero en productos para mantenerse en forma, aunque viviésemos de alquiler y los muebles desvencijados que poblaban nuestro hogar fueran heredados de amigos y familiares. Me manipulaba sutilmente, me chantajeaba con argumentos peregrinos que tenían el poder de convencerme hasta de las cosas más absurdas… no fui más que un títere en sus manos, protagonista de una función que duró demasiado tiempo.
Cierto día llegó a casa exultante de alegría. Se había comprado un nuevo capricho, un ordenador, objeto indispensable para una persona a la que entusiasmaban las nuevas tecnologías. Se conectó a Internet y entonces empezó nuestro declive definitivo. Se pasaba horas delante de la pantalla. Yo no sabía qué hacía ni me interesaba demasiado, en todo caso confiaba en él y jamás sospeché que estuviera fraguando su traición. Fui tan estúpida que nunca relacioné su pasión por aquel cacharro con el cese de nuestra vida sexual. De repente dejé de interesarle en la cama y yo no quise darle demasiada importancia. Para mí no era más que una temporada mala. Hasta que en el transcurso de una bronca monumental provocada quién sabe por qué, me soltó tantos improperios, desencajado el rostro por la ira, que me asusté. Me dijo que ya no me soportaba más, que era una persona insulsa y sin voluntad, que no comprendía por qué seguíamos juntos, que no me hacía el amor porque le daba asco….y muchas otras cosas que prefiero no mencionar, pues me hace daño sólo el recordarlas
Aquella misma noche se fue de casa para no regresar. De nada valieron mis lágrimas, mis súplicas, mis humillaciones rogándole que no me abandonara porque no podía vivir sin él. Intentaba convencerme de que lo nuestro estaba muerto desde hacía mucho tiempo y de que yo tenía que aprender a seguir mi vida sola. Puede que tuviera razón, mas si empezó su relación conmigo con una mentira, la terminó de la misma manera. Semanas después de su marcha me enteré de que había otra mujer a la que había conocido por Internet. A eso se dedicaba durante las horas muertas que pasaba frente a la pantalla del ordenador, a ligar con muchachitas, hasta que encontró lo que buscaba: una chica joven y guapa, mucho más joven que él, dispuesta a dejarlo todo por estar a su lado, alguien capaz de hacerle revivir una segunda juventud. La discusión de aquella noche fue la excusa perfecta para dejarme, para bajar el telón y dar por terminada la función de marionetas en la que yo era absoluta protagonista.
La perspectiva de los años me ha enseñado que terminar con Ernesto fue lo mejor que pudo haberme pasado, pero en aquel momento me sentí dolida y traicionada. Yo que le había amado incondicionalmente, que me había replegado con sumisión y casi con placer a sus deseos y caprichos, no me merecía su traición. Durante mucho tiempo me sentí como una piltrafa humana, despreciada por aquél a quien amaba, siendo triste observadora de la felicidad de la que él disfrutaba rehaciendo su vida, mientras yo me hundía cada vez más en una soledad de la que me negaba a salir. Convertí a los hombres en el blanco de mis frustraciones y cerré las puertas de mi corazón al amor, que no me había traído más que penas, dolor y momentos amargos.
El día que cumplí los treinta y cinco bajé a la plazoleta, como tantos otros días, y me senté en un banco a la fresca del atardecer. Contemplando a los grupos de adolescentes que se apiñaban felices en torno a los rincones, recordé que dieciocho años atrás, cuando yo apenas dejaba de ser una de ellos, tal día como aquel y en una situación semejante, había entrado Julián en mi vida. Casi me daba la impresión de que iba a verlo aparecer de nuevo, doblando la esquina de la calle, con su maletín de cuero y su porte distinguido. Miré fijamente el punto exacto por el que le había visto aparecer por primera vez y entonces surgió él. No pude evitar una sonrisa. El muchacho que apareció de la nada era la antítesis del que fuera mi marido. Vestía ropas medio ajadas por el paso del tiempo y cargaba una enorme mochila a la espalda. Caminaba despacio y con aire distraído, mirando de vez en cuando las sucias fachadas de los edificios como si en ellos esperara encontrar algo. En cuanto me divisó se acercó a mí.
- Hola. ¿No sabrás de alguna pensión por aquí?
Se despojó de la mugrienta mochila, que aparentaba pesar una tonelada, y se sentó a mi lado sin pedirme permiso. Le indiqué la pensión más cercana y él, agradecido, me invitó a tomar un café en el bar de enfrente. Me pareció tan espontáneo, tan sincero, casi tan infantil, que no pude hacer otra cosa que aceptar su ofrecimiento.






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