Después
de cinco años fuera, me sorprendió regresar y encontrar el barrio
tal y como lo había dejado. También me reconfortó. Mi vuelta fue
el regreso a una rutina deseada, las mismas casas, los mismos
vecinos, los mismos viejos echando la partida al dominó en la
taberna…. Pero faltaba alguien.
Le
pregunté a mi madre por Paquito Vilachá más por curiosidad que por
otra cosa y no me sorprendió en absoluto su respuesta. Paquito había
desaparecido del barrio días después de mi casamiento. Nadie sabía
dónde estaba, ni siquiera su familia, aunque circulaban rumores para
todos los gustos. Incluso se había llegado a decir que nos habíamos
fugado juntos. Su paradero era un enigma y a nadie parecía interesar
su resolución. A mí tampoco, desde luego, aunque debo confesar que
sentí cierto remordimiento de conciencia al recordar el desprecio
con que lo había tratado la última vez que nos vimos. Era probable
que yo tuviese la culpa de su huida, pero estaba claro que no le
había obligado a marchar, así que si no aparecía no era mi
problema.
Sólo
unos meses después de mi regreso conocí al que se convertiría en
mi segundo marido, mi gran equivocación, el hombre que más me hizo
sufrir, que me humilló y por el que lloré lo impensable. Resultó
ser un lobo que se mostró ante mí con piel de cordero y no pude
ver, lógicamente, lo que escondía dentro de sí. Nos presentaron
unos amigos comunes y durante las primeras horas que pasamos juntos,
Ernesto se mostró como un hombre absolutamente adorable, impresión
que se mantuvo e incluso diría que se acrecentó en posteriores
encuentros. Simpático, cariñoso y comprensivo, tenía un don
especial para entender a la gente, para implicarse en sus problemas,
en sus historias. Conmigo no fue diferente. Le hablé de mi todavía
marido como nunca había hablado con nadie, le conté mis alegrías
con él, mis dudas, mis miedos e incluso mis intimidades, mientras
me escuchaba con una sonrisa en su cara y encontraba la palabra
exacta que reconfortaba mi alma y calmaba mi ansiedad.
-
Te entiendo perfectamente – me dijo un día – entre otras cosas
porque yo también me acabo de separar.
Aquella
confesión aumentó la admiración y el cariño que empezaba a sentir
por él. Me parecía increíble que congeniáramos tan bien y que
además tuviésemos multitud de cosas en común, incluso alguna tan
amarga como una separación a nuestras espaldas. Con el tiempo me
había de enterar de que aquélla había sido su primera mentira. No
sólo no estaba separado sino que a los ojos de la gente él y su
esposa formaban un matrimonio modelo que jamás se había planteado
tal separación. Yo, sin saberlo y sin la menor intención, fui la
que rompió su idílica relación, pues por supuesto que terminó
separándose, pero algunos meses después de conocernos, cuando ya
nos habíamos hecho novios, cuando se dio cuenta de que lo nuestro no
tenía vuelta de hoja. Abandonó a una mujer con la que había estado
casado más de veinte años y con la que había tenido cuatro hijos y
se embarcó conmigo en una relación que nunca debió haber existido.
Pronto
me vi compartiendo mi vida a su lado, deslumbrada por todos aquellos
encantos que me mostraba. Apareció en el momento oportuno, me
pilló con la guardia bajada, con el ánimo por los suelos y me
aferré a él con desesperación. Permanecí a su lado diez años y
aún hoy en día no sé muy bien ni cómo aguanté tanto tiempo, ni
por qué me dolió tanto su marcha.
Nos
casamos en cuanto ambos obtuvimos el divorcio de nuestros anteriores
matrimonios y fue a partir de entonces cuando comenzó a mostrar su
verdadera cara. Era una persona extremadamente maniática con su
cuidado físico y lo peor, con el mío también. Él era el que
decidía lo que había que comer y lo que no, y si mi cuerpo
acumulada un gramo de grasa de más me lo reprochaba de malos modos.
Yo siempre tenía que estar guapísima e impecable, quería ser y que
yo fuera el centro de atención de cualquier reunión costara lo que
costara, de hecho no le importaba gastarse cantidades ingentes de
dinero en productos para mantenerse en forma, aunque viviésemos de
alquiler y los muebles desvencijados que poblaban nuestro hogar
fueran heredados de amigos y familiares. Me manipulaba sutilmente, me
chantajeaba con argumentos peregrinos que tenían el poder de
convencerme hasta de las cosas más absurdas… no fui más que un
títere en sus manos, protagonista de una función que duró
demasiado tiempo.
Cierto
día llegó a casa exultante de alegría. Se había comprado un nuevo
capricho, un ordenador, objeto indispensable para una persona a la
que entusiasmaban las nuevas tecnologías. Se conectó a Internet y
entonces empezó nuestro declive definitivo. Se pasaba horas delante
de la pantalla. Yo no sabía qué hacía ni me interesaba demasiado,
en todo caso confiaba en él y jamás sospeché que estuviera
fraguando su traición. Fui tan estúpida que nunca relacioné su
pasión por aquel cacharro con el cese de nuestra vida sexual. De
repente dejé de interesarle en la cama y yo no quise darle demasiada
importancia. Para mí no era más que una temporada mala. Hasta que
en el transcurso de una bronca monumental provocada quién sabe por
qué, me soltó tantos improperios, desencajado el rostro por la ira,
que me asusté. Me dijo que ya no me soportaba más, que era una
persona insulsa y sin voluntad, que no comprendía por qué seguíamos
juntos, que no me hacía el amor porque le daba asco….y muchas
otras cosas que prefiero no mencionar, pues me hace daño sólo el
recordarlas
Aquella
misma noche se fue de casa para no regresar. De nada valieron mis
lágrimas, mis súplicas, mis humillaciones rogándole que no me
abandonara porque no podía vivir sin él. Intentaba convencerme de
que lo nuestro estaba muerto desde hacía mucho tiempo y de que yo
tenía que aprender a seguir mi vida sola. Puede que tuviera razón,
mas si empezó su relación conmigo con una mentira, la terminó de
la misma manera. Semanas después de su marcha me enteré de que
había otra mujer a la que había conocido por Internet. A eso se
dedicaba durante las horas muertas que pasaba frente a la pantalla
del ordenador, a ligar con muchachitas, hasta que encontró lo que
buscaba: una chica joven y guapa, mucho más joven que él, dispuesta
a dejarlo todo por estar a su lado, alguien capaz de hacerle revivir
una segunda juventud. La discusión de aquella noche fue la excusa
perfecta para dejarme, para bajar el telón y dar por terminada la
función de marionetas en la que yo era absoluta protagonista.
La
perspectiva de los años me ha enseñado que terminar con Ernesto fue
lo mejor que pudo haberme pasado, pero en aquel momento me sentí
dolida y traicionada. Yo que le había amado incondicionalmente, que
me había replegado con sumisión y casi con placer a sus deseos y
caprichos, no me merecía su traición. Durante mucho tiempo me sentí
como una piltrafa humana, despreciada por aquél a quien amaba,
siendo triste observadora de la felicidad de la que él disfrutaba
rehaciendo su vida, mientras yo me hundía cada vez más en una
soledad de la que me negaba a salir. Convertí a los hombres en el
blanco de mis frustraciones y cerré las puertas de mi corazón al
amor, que no me había traído más que penas, dolor y momentos
amargos.
El
día que cumplí los treinta y cinco bajé a la plazoleta, como
tantos otros días, y me senté en un banco a la fresca del
atardecer. Contemplando a los grupos de adolescentes que se apiñaban
felices en torno a los rincones, recordé que dieciocho años atrás,
cuando yo apenas dejaba de ser una de ellos, tal día como aquel y en
una situación semejante, había entrado Julián en mi vida. Casi me
daba la impresión de que iba a verlo aparecer de nuevo, doblando la
esquina de la calle, con su maletín de cuero y su porte distinguido.
Miré fijamente el punto exacto por el que le había visto aparecer
por primera vez y entonces surgió él. No pude evitar una sonrisa.
El muchacho que apareció de la nada era la antítesis del que fuera
mi marido. Vestía ropas medio ajadas por el paso del tiempo y
cargaba una enorme mochila a la espalda. Caminaba despacio y con aire
distraído, mirando de vez en cuando las sucias fachadas de los
edificios como si en ellos esperara encontrar algo. En cuanto me
divisó se acercó a mí.
-
Hola. ¿No sabrás de alguna pensión por aquí?
Se
despojó de la mugrienta mochila, que aparentaba pesar una tonelada,
y se sentó a mi lado sin pedirme permiso. Le indiqué la pensión
más cercana y él, agradecido, me invitó a tomar un café en el bar
de enfrente. Me pareció tan espontáneo, tan sincero, casi tan
infantil, que no pude hacer otra cosa que aceptar su ofrecimiento.
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