En
la vieja taberna, frente a sendos cafés, me contó su vida sin que
yo le preguntara, como si sintiera la imperiosa necesidad que
desahogarse con alguien, aunque ese alguien fuera una completa
desconocida. Me contó que era un bohemio, un incomprendido, un ser
diferente al que le gustaba llevar una vida distinta a la del resto
del mundo. Su familia no lo entendía, no entendía por qué cambiaba
de trabajo cuando se cansaba de uno, o por qué dejaba a su chica sin
motivo aparente después de vivir juntos mucho tiempo, o por qué se
marchaba de casa sin rumbo, desapareciendo durante meses, sin que
nadie supiera dónde se encontraba ni qué hacía. Le gustaba vivir a
su aire sin rendir cuentas a nadie.
-Ahora
vengo a trabajar a la fábrica de encurtidos. Cuando me canse me iré
a otro lado. Me gusta vivir así.
Tenía
sólo veinticinco años y la cabeza llena de pájaros. Era como un
niño grande ante el cual nadie podía evitar sentir un ramalazo de
simpatía. Yo misma lo sentí, a pesar de que todavía estaba
resentida con el género masculino. Supongo que era normal que la
coraza que yo misma me había fraguado se fuera rompiendo poco a
poco. Por eso cuando finalmente nos despedimos, me fui a casa con una
sonrisa en los labios y el corazón contento, pensando en Gonzalo,
que así se llamaba, más como si fuera mi hijo que como un posible
amante. Jamás se me hubiera pasado por la imaginación que un hombre
al que sacaba diez años y con una mente todavía revolucionada por
las hormonas juveniles tuviera el don de reconquistar mi corazón y
recomponer mi alma hecha añicos. Pero fue así. Durante semanas
apareció todas las tardes en la plazoleta y se sentaba a mi lado en
el banco de siempre. Entonces hablaba, me contaba su vida, sus
aventuras, cada hora, cada minuto, cada momento de su existencia,
mientras yo le observaba limitándome a sonreír, sin preguntar, sin
opinar, simplemente escuchando su parloteo incesante.
Un
día me di cuenta de que estaba empezando a sentir por él algo
parecido al amor y me asusté. No podía enamorarme de aquel
chiquillo, pues sabía de antemano que sería una relación abocada
al fracaso. Quise alejarme de él y dejé de bajar con asiduidad al
banco de la plazoleta, mas él jamás faltó a nuestra cita. Yo le
observaba escondida entre las cortinas de la ventana de mi cuarto,
luchando contra el deseo imperioso que pujaba en mi interior y me
tentaba a salir a su encuentro. Algunos días mi voluntad podía más
y me limitaba a mirarle, a ver como se sentaba en el banco con gesto
cansado y giraba su cabeza a un lado y a otro buscándome, aún a
sabiendas de que yo no aparecería. Otras veces mis ansias de estar
con él eran mayores y bajaba a la plaza a esperarle, con el corazón
latiendo a cien por hora por la emoción contenida. Él llegaba
puntual a nuestro encuentro y jamás me preguntaba los motivos de mis
ausencias, simplemente se sentaba a mi lado y charlaba, como siempre,
conocedor de lo mucho que me gustaba escucharle.
Cierta
tarde, en el transcurso de una conversación intranscendente me
preguntó qué era lo que más me gustaba de la vida. Yo, que nunca
me había planteado que me gustara otra cosa que la vida en sí
misma, en su esencia, en su plenitud, quise ponerme a su altura y
mostrarle mi faceta más pueril.
-Lo
que más me gustan son las sorpresas – le dije sin pensar – las
sorpresas agradables.
A
partir de entonces, como si el genio procedente de una lámpara
maravillosa hubiese escuchado mis palabras, Gonzalo se empeñó en
sorprenderme cada día, la mayoría de las veces con nimiedades, pero
siempre con deseos escondidos que yo lanzaba al aire en nuestras
conversaciones: el libro que quería leer, una entrada para ver esta
o aquella película, el perfume que llevaba la camarera del bar…
eran pequeños detalles que me hacían sentir como una princesa, que
me devolvieron poco a poco la confianza, que consiguieron abrirme los
ojos a una realidad a la que yo me había empeñado en dar la
espalda: que hombres buenos y malos los hay en todos lados y que el
hecho de haber tenido una nefasta experiencia no quería decir que se
fuera a repetir de nuevo.
Un
domingo, tres o cuatro meses después de habernos conocido, me
despertó bien temprano el estridente sonido del timbre. Corrí a
abrir la puerta asustada, pues mi madre estaba delicada de salud y
temí que le hubiera ocurrido algo, mas mi sorpresa fue grande cuando
me encontré a Gonzalo con una sonrisa de oreja a oreja. Jamás le
había dicho dónde vivía y ni siquiera me dejó preguntarle cómo
lo había averiguado, aunque supuse que no le habría resultado
difícil.
-Vístete
rápido que tenemos algo importante que hacer – me dijo.
No
osé rechistarle e hice lo que me ordenó entre intrigada y
divertida, mientras él me esperaba impaciente, tan importante debía
de ser aquello que pretendía que hiciéramos. Y no era para menos.
Me metió en su desvencijado coche con rumbo desconocido, cruzando
campos inhóspitos bajo un sol de justicia, yo muda por el asombro,
mientras él no dejaba de mirarme por el rabillo del ojo con una
media sonrisa dibujando su cara. Después de varias horas de viaje
llegamos a un pueblo remoto en medio del páramo, ruinoso y en
silencio, en el que parecía no haber más seres humanos que nosotros
mismos. Nos dirigimos a una casa de piedra, la única que parecía
mantenerse en pie todavía, y me hizo pasar. Me encontré en una
estancia enorme iluminada tenuemente por el fulgor de unas velas, en
medio de la cual un hombre vestido con una túnica morada parecía
estar esperándonos. Al principio no pude evitar sentir cierto recelo
ante semejante personaje, pero mi miedo desapareció al ver la
seguridad con la que Gonzalo se dirigía a él y se saludaban con un
efusivo abrazo. Quería preguntar el significado de todo aquello pero
no sé por qué no me salían las palabras. Luego fue Gonzalo el que
habló, como siempre.
-Sabes
que no me gustan los convencionalismos – me dijo – por eso te he
traído hasta aquí, por eso y porque quería darte la mayor de las
sorpresas. Puede que te resulte extraño lo que te voy a preguntar,
incluso puede ser una temeridad por mi parte atreverme a ello, pero
estoy casi seguro de que tú sientes lo mismo que yo, así que merece
la pena el riesgo. Ana ¿me quieres?
No
sé si me sorprendió su pregunta o si llevaba tiempo esperándola,
sólo sé que no le pude contestar. Un nudo en mi garganta me lo
impedía.
-¿Te
quieres casar conmigo? – preguntó de nuevo.
En
un instante pasaron por mi mente imágenes de mi vida, momentos
pasados con Julián y con Ernesto, instantes vividos en la
desesperación del abandono, y supe que yo no estaba hecha para vivir
en soledad. Aquello no tenía visos de funcionar, pero no me importó
en absoluto. Gonzalo era mucho más joven que yo y su modo de vida
nada tenía que ver conmigo. No estaba locamente enamorada de él,
pero me encontraba a gusto a su lado, al fin y al cabo ¿de qué me
había servido tanto amor en mis anteriores matrimonios? Por eso de
dije que sí, que quería casarme con él y allí, con una ceremonia
extraña oficiada por aquel hombre que a mi se me antojó un druida
o un duende, me casé por tercera vez.
No
duró demasiado, tres años escasos durante los cuales fui muy feliz,
mucho, porque me dediqué a vivir sin más, sin pensar en mis
anteriores fracasos, sin preocuparme por el mañana. Había elegido
estar a su lado con todas las consecuencias y eso fue lo que hice. De
nuevo tuve que soportar las ásperas críticas de las vecinas del
barrio, que me tachaban poco menos que de corruptora de menores y me
miraban de reojo al cruzarse conmigo en la calle, mientras murmuraban
entre ellas sabe Dios qué barbaridades. Resultaba un poco molesto,
lo reconozco, pero jamás me importó la opinión que los demás
tuvieran de mí y esa vez no fue diferente. Gonzalo y yo éramos
felices, estábamos a gusto juntos y ante semejante panorama nos
pusimos el mundo por montera y cerramos los ojos a las absurdas
actitudes de los demás, actitudes que no eran más que consecuencia
de la hipocresía y, en muchos casos, de la pura envidia que reinaba
entre toda aquella gente, cuya actividad más interesante qué hacer
no era sino ocuparse de la vida de los demás en lugar de la suya
propia.
Pero
mi preciosa historia de amor con Gonzalo, como ya he dicho, estaba
abocada al más absoluto fracaso. El detonante de nuestra separación
fue la enfermedad de mi madre, o al menos eso quise creer yo en aquel
momento. La pobre mujer fue presa de una extraña enfermedad ósea
que poco a poco le fue impidiendo valerse por sí misma. Mis hermanas
estaban lejos así que yo tuve que cargar con la responsabilidad de
cuidarla y hacer su vida un poco más llevadera. Me pasaba el día
entero en su casa, trabajando como una negra, atendiendo todas sus
necesidades y en muchas ocasiones luchando contra sus sinsentidos.
Cuando por las noches regresaba a mi hogar estaba tan exhausta que lo
único que deseaba era meterme en la cama y descansar.
Desatendí
a Gonzalo y supongo que se cansó, aunque hoy en día sé que se
hubiera cansado de igual manera. Un día me dijo que se iba, que
había cubierto una etapa de su vida y que le apetecía cambiar de
aires. No me pidió marchar con él ni me dio opción para opinar
sobre su repentina marcha. Yo sabía que aquello tenía que ocurrir,
aunque me hubiera gustado que lo nuestro durase un poco más. No era
posible y no había más que hacer al respecto. Gonzalo metió en su
mugrienta mochila tres o cuatro pertenencias y se fue, no sin antes
despedirse de mí.
-
Eres de lo mejor que me ha pasado en la vida y no quiero que pienses
que mi marcha tiene algo que ver contigo. Sabes cómo soy y
simplemente me voy porque tengo que hacerlo, porque aquí estoy
empezando a ahogarme y necesito respirar. Espero que me recuerdes de
vez en cuando y que sea con cariño.
Su
marcha me dejó un sabor agridulce, pero no me sentí triste porque
era un final anunciado. Unas semanas después mi madre falleció. Me
quedé en la soledad más absoluta y después de mucho pensarlo
decidí marcharme del barrio y empezar de cero. Vendí el piso que mi
madre me había dejado y me compré un pequeño apartamento en el
centro de la ciudad. El día en que me marché, antes de que el taxi
viniera a recogerme a mí y mis pocas pertenencias, di una vuelta por
aquel puñado de calles que habían cobijado parte de mi vida a modo
de despedida, aunque nunca les tuve demasiado cariño ni había nada
que me atara a aquel lugar. Fue al pasar por delante del viejo
edificio donde antaño vivían los Vilachá que no pude reprimir una
sonrisa al recordar a Paquito. Jamás había regresado por el barrio
y, con el tiempo, toda su familia se había marchado. Uno de sus
hermanos todavía continuaba en la cárcel por haber matado a un
muchacho en una reyerta callejera. De los demás nada se sabía. Me
vino a la memoria el vil desprecio del que había sido objeto el
pobre chico por mi parte la víspera de mi boda, cuando le dije que
él sería mi quinto marido. “¡Ay Paquito! si supieras que ya
dejé atrás el tercero…!”, pensé. Estoy segura de que si lo
hubiera tenido delante me hubiera restregado mis palabras por las
narices y hubiera esperado, paciente, a que me divorciara del cuarto.
Pero Paquito, probablemente, tendría su vida, lejos de aquella
ciudad, o no, quién sabe.
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