El quinto marido (tercera parte) - Gloria Losada



 En la vieja taberna, frente a sendos cafés, me contó su vida sin que yo le preguntara, como si sintiera la imperiosa necesidad que desahogarse con alguien, aunque ese alguien fuera una completa desconocida. Me contó que era un bohemio, un incomprendido, un ser diferente al que le gustaba llevar una vida distinta a la del resto del mundo. Su familia no lo entendía, no entendía por qué cambiaba de trabajo cuando se cansaba de uno, o por qué dejaba a su chica sin motivo aparente después de vivir juntos mucho tiempo, o por qué se marchaba de casa sin rumbo, desapareciendo durante meses, sin que nadie supiera dónde se encontraba ni qué hacía. Le gustaba vivir a su aire sin rendir cuentas a nadie.
-Ahora vengo a trabajar a la fábrica de encurtidos. Cuando me canse me iré a otro lado. Me gusta vivir así.
Tenía sólo veinticinco años y la cabeza llena de pájaros. Era como un niño grande ante el cual nadie podía evitar sentir un ramalazo de simpatía. Yo misma lo sentí, a pesar de que todavía estaba resentida con el género masculino. Supongo que era normal que la coraza que yo misma me había fraguado se fuera rompiendo poco a poco. Por eso cuando finalmente nos despedimos, me fui a casa con una sonrisa en los labios y el corazón contento, pensando en Gonzalo, que así se llamaba, más como si fuera mi hijo que como un posible amante. Jamás se me hubiera pasado por la imaginación que un hombre al que sacaba diez años y con una mente todavía revolucionada por las hormonas juveniles tuviera el don de reconquistar mi corazón y recomponer mi alma hecha añicos. Pero fue así. Durante semanas apareció todas las tardes en la plazoleta y se sentaba a mi lado en el banco de siempre. Entonces hablaba, me contaba su vida, sus aventuras, cada hora, cada minuto, cada momento de su existencia, mientras yo le observaba limitándome a sonreír, sin preguntar, sin opinar, simplemente escuchando su parloteo incesante.
Un día me di cuenta de que estaba empezando a sentir por él algo parecido al amor y me asusté. No podía enamorarme de aquel chiquillo, pues sabía de antemano que sería una relación abocada al fracaso. Quise alejarme de él y dejé de bajar con asiduidad al banco de la plazoleta, mas él jamás faltó a nuestra cita. Yo le observaba escondida entre las cortinas de la ventana de mi cuarto, luchando contra el deseo imperioso que pujaba en mi interior y me tentaba a salir a su encuentro. Algunos días mi voluntad podía más y me limitaba a mirarle, a ver como se sentaba en el banco con gesto cansado y giraba su cabeza a un lado y a otro buscándome, aún a sabiendas de que yo no aparecería. Otras veces mis ansias de estar con él eran mayores y bajaba a la plaza a esperarle, con el corazón latiendo a cien por hora por la emoción contenida. Él llegaba puntual a nuestro encuentro y jamás me preguntaba los motivos de mis ausencias, simplemente se sentaba a mi lado y charlaba, como siempre, conocedor de lo mucho que me gustaba escucharle.
Cierta tarde, en el transcurso de una conversación intranscendente me preguntó qué era lo que más me gustaba de la vida. Yo, que nunca me había planteado que me gustara otra cosa que la vida en sí misma, en su esencia, en su plenitud, quise ponerme a su altura y mostrarle mi faceta más pueril.
-Lo que más me gustan son las sorpresas – le dije sin pensar – las sorpresas agradables.
A partir de entonces, como si el genio procedente de una lámpara maravillosa hubiese escuchado mis palabras, Gonzalo se empeñó en sorprenderme cada día, la mayoría de las veces con nimiedades, pero siempre con deseos escondidos que yo lanzaba al aire en nuestras conversaciones: el libro que quería leer, una entrada para ver esta o aquella película, el perfume que llevaba la camarera del bar… eran pequeños detalles que me hacían sentir como una princesa, que me devolvieron poco a poco la confianza, que consiguieron abrirme los ojos a una realidad a la que yo me había empeñado en dar la espalda: que hombres buenos y malos los hay en todos lados y que el hecho de haber tenido una nefasta experiencia no quería decir que se fuera a repetir de nuevo.
Un domingo, tres o cuatro meses después de habernos conocido, me despertó bien temprano el estridente sonido del timbre. Corrí a abrir la puerta asustada, pues mi madre estaba delicada de salud y temí que le hubiera ocurrido algo, mas mi sorpresa fue grande cuando me encontré a Gonzalo con una sonrisa de oreja a oreja. Jamás le había dicho dónde vivía y ni siquiera me dejó preguntarle cómo lo había averiguado, aunque supuse que no le habría resultado difícil.
-Vístete rápido que tenemos algo importante que hacer – me dijo.
No osé rechistarle e hice lo que me ordenó entre intrigada y divertida, mientras él me esperaba impaciente, tan importante debía de ser aquello que pretendía que hiciéramos. Y no era para menos. Me metió en su desvencijado coche con rumbo desconocido, cruzando campos inhóspitos bajo un sol de justicia, yo muda por el asombro, mientras él no dejaba de mirarme por el rabillo del ojo con una media sonrisa dibujando su cara. Después de varias horas de viaje llegamos a un pueblo remoto en medio del páramo, ruinoso y en silencio, en el que parecía no haber más seres humanos que nosotros mismos. Nos dirigimos a una casa de piedra, la única que parecía mantenerse en pie todavía, y me hizo pasar. Me encontré en una estancia enorme iluminada tenuemente por el fulgor de unas velas, en medio de la cual un hombre vestido con una túnica morada parecía estar esperándonos. Al principio no pude evitar sentir cierto recelo ante semejante personaje, pero mi miedo desapareció al ver la seguridad con la que Gonzalo se dirigía a él y se saludaban con un efusivo abrazo. Quería preguntar el significado de todo aquello pero no sé por qué no me salían las palabras. Luego fue Gonzalo el que habló, como siempre.
-Sabes que no me gustan los convencionalismos – me dijo – por eso te he traído hasta aquí, por eso y porque quería darte la mayor de las sorpresas. Puede que te resulte extraño lo que te voy a preguntar, incluso puede ser una temeridad por mi parte atreverme a ello, pero estoy casi seguro de que tú sientes lo mismo que yo, así que merece la pena el riesgo. Ana ¿me quieres?
No sé si me sorprendió su pregunta o si llevaba tiempo esperándola, sólo sé que no le pude contestar. Un nudo en mi garganta me lo impedía.
-¿Te quieres casar conmigo? – preguntó de nuevo.
En un instante pasaron por mi mente imágenes de mi vida, momentos pasados con Julián y con Ernesto, instantes vividos en la desesperación del abandono, y supe que yo no estaba hecha para vivir en soledad. Aquello no tenía visos de funcionar, pero no me importó en absoluto. Gonzalo era mucho más joven que yo y su modo de vida nada tenía que ver conmigo. No estaba locamente enamorada de él, pero me encontraba a gusto a su lado, al fin y al cabo ¿de qué me había servido tanto amor en mis anteriores matrimonios? Por eso de dije que sí, que quería casarme con él y allí, con una ceremonia extraña oficiada por aquel hombre que a mi se me antojó un druida o un duende, me casé por tercera vez.


No duró demasiado, tres años escasos durante los cuales fui muy feliz, mucho, porque me dediqué a vivir sin más, sin pensar en mis anteriores fracasos, sin preocuparme por el mañana. Había elegido estar a su lado con todas las consecuencias y eso fue lo que hice. De nuevo tuve que soportar las ásperas críticas de las vecinas del barrio, que me tachaban poco menos que de corruptora de menores y me miraban de reojo al cruzarse conmigo en la calle, mientras murmuraban entre ellas sabe Dios qué barbaridades. Resultaba un poco molesto, lo reconozco, pero jamás me importó la opinión que los demás tuvieran de mí y esa vez no fue diferente. Gonzalo y yo éramos felices, estábamos a gusto juntos y ante semejante panorama nos pusimos el mundo por montera y cerramos los ojos a las absurdas actitudes de los demás, actitudes que no eran más que consecuencia de la hipocresía y, en muchos casos, de la pura envidia que reinaba entre toda aquella gente, cuya actividad más interesante qué hacer no era sino ocuparse de la vida de los demás en lugar de la suya propia.
Pero mi preciosa historia de amor con Gonzalo, como ya he dicho, estaba abocada al más absoluto fracaso. El detonante de nuestra separación fue la enfermedad de mi madre, o al menos eso quise creer yo en aquel momento. La pobre mujer fue presa de una extraña enfermedad ósea que poco a poco le fue impidiendo valerse por sí misma. Mis hermanas estaban lejos así que yo tuve que cargar con la responsabilidad de cuidarla y hacer su vida un poco más llevadera. Me pasaba el día entero en su casa, trabajando como una negra, atendiendo todas sus necesidades y en muchas ocasiones luchando contra sus sinsentidos. Cuando por las noches regresaba a mi hogar estaba tan exhausta que lo único que deseaba era meterme en la cama y descansar.
Desatendí a Gonzalo y supongo que se cansó, aunque hoy en día sé que se hubiera cansado de igual manera. Un día me dijo que se iba, que había cubierto una etapa de su vida y que le apetecía cambiar de aires. No me pidió marchar con él ni me dio opción para opinar sobre su repentina marcha. Yo sabía que aquello tenía que ocurrir, aunque me hubiera gustado que lo nuestro durase un poco más. No era posible y no había más que hacer al respecto. Gonzalo metió en su mugrienta mochila tres o cuatro pertenencias y se fue, no sin antes despedirse de mí.
- Eres de lo mejor que me ha pasado en la vida y no quiero que pienses que mi marcha tiene algo que ver contigo. Sabes cómo soy y simplemente me voy porque tengo que hacerlo, porque aquí estoy empezando a ahogarme y necesito respirar. Espero que me recuerdes de vez en cuando y que sea con cariño.
Su marcha me dejó un sabor agridulce, pero no me sentí triste porque era un final anunciado. Unas semanas después mi madre falleció. Me quedé en la soledad más absoluta y después de mucho pensarlo decidí marcharme del barrio y empezar de cero. Vendí el piso que mi madre me había dejado y me compré un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. El día en que me marché, antes de que el taxi viniera a recogerme a mí y mis pocas pertenencias, di una vuelta por aquel puñado de calles que habían cobijado parte de mi vida a modo de despedida, aunque nunca les tuve demasiado cariño ni había nada que me atara a aquel lugar. Fue al pasar por delante del viejo edificio donde antaño vivían los Vilachá que no pude reprimir una sonrisa al recordar a Paquito. Jamás había regresado por el barrio y, con el tiempo, toda su familia se había marchado. Uno de sus hermanos todavía continuaba en la cárcel por haber matado a un muchacho en una reyerta callejera. De los demás nada se sabía. Me vino a la memoria el vil desprecio del que había sido objeto el pobre chico por mi parte la víspera de mi boda, cuando le dije que él sería mi quinto marido. “¡Ay Paquito! si supieras que ya dejé atrás el tercero…!”, pensé. Estoy segura de que si lo hubiera tenido delante me hubiera restregado mis palabras por las narices y hubiera esperado, paciente, a que me divorciara del cuarto. Pero Paquito, probablemente, tendría su vida, lejos de aquella ciudad, o no, quién sabe.





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