Inicié
mi nueva vida con la sana intención de que fuera más ordenada y
convencional que hasta entonces. Ya estaba cerca de los cuarenta y la
etapa de las locuras y los impulsos quedaba atrás. Busqué un
trabajo y dados mis escasos estudios sólo pude encontrarlo en una
empresa de limpieza. No era ninguna maravilla, no era la ocupación
con la que hubiera soñado, pero estaba claro que no podía aspirar a
mucho más. Me pagaban más o menos bien, para mí sola más que
suficiente, así que, teniendo en cuenta mis antecedentes laborales,
que eran más bien nulos, tenía que darme por satisfecha.
Durante
un tiempo me dediqué a trabajar casi en exclusiva. No pensé en
amores ni en otras cosas agradables y fue precisamente a través del
trabajo como conocí a Fernando, el que acabaría convirtiéndose en
mi cuarto esposo. Fernando trabajaba en una oficina que yo limpiaba.
Trabajaba solo en un despacho acristalado, separado del resto de los
empleados. Tal circunstancia, unida al hecho de que siempre era el
último en marcharse, me llevaron a pensar que tenía que ser el
jefe. Cuando terminaba su jornada y por fin decidía irse siempre
tenía una palabra agradable para mí, que andaba entre las mesas con
el trapo y la fregona. Eran frases hechas, convencionales, cumplidos
que me hacían sonreír, sin más, sin darme pie a pensar en otra
cosa.
Cierta
tarde, después de haber limpiado a conciencia toda la oficina,
cuando estaba recogiendo los bártulos para regresar a mi casa, me di
cuenta de que seguía allí, aparentemente sin hacer nada, sentado
detrás de su mesa de cristal con la mirada perdida, triste.
Siguiendo un impulso entré en su cubículo y le pregunté si se
encontraba bien. Por un instante pensé que había sido muy atrevida,
que no tenía derecho a meterme en su vida y que me estaría bien
empleado si me diera un desplante. Pero no fue así. Me respondió
que no, no se encontraba bien, que necesitaba hablar con alguien y
que si yo estaba dispuesta a escucharle me invitaba a un café en el
bar de la esquina. La pena que me daba verle tan triste me empujó a
aceptar su invitación. Así, delante de un café, me contó que
aquella mañana acababa de firmar el divorcio de su esposa y que a
pesar de llevar ya varios años separados, aquel paso significaba la
ruptura definitiva, una ruptura que durante mucho tiempo se había
empeñado en evitar.
-
Y no creas que sigo enamorado de ella – me dijo – precisamente
nos separamos porque el amor se terminó y la rutina y el desencanto
se instaló entre nosotros, pero….no sé, vivimos muchos momentos
felices y… esto es el espaldarazo definitivo a un final que jamás
fue mi intención que llegara, pero que por otro lado era inevitable.
Intentando
que hallara en mis palabras cierto consuelo yo le conté mis
historias, mis tres matrimonios fallidos, mis intentos por ser feliz
sin conseguirlo y nos vimos unidos por experiencias comunes que a
partir de entonces nos acercaron más de lo que jamás hubiéramos
pensado.
Fernando
nada tenía que ver con mis tres maridos. Era un hombre culto y
comedido, un hombre sencillo, todo un caballero, al que parecía
gustarle mi compañía, a juzgar por las horas que pasábamos juntos
en el bar que estaba frente a la oficina, cada noche, cuando ambos
terminábamos nuestra jornada laboral.
Se
enamoró de mí a pesar de ser yo simplemente la chica de la
limpieza, mientras él era jefe de personal de una importante empresa
y eso para mí, que siempre había tenido sueños de grandeza, fue
una lección de humildad. Me enseñó que las personas se valoran por
lo que son, no por lo que tienen y así debe ser. Fernando representó
el equilibrio que yo andaba buscando en mi vida, por eso cuando me
propuso casarme con él no lo dudé ni un instante. Pero el cruel
destino no se portó bien con nosotros y mi cuarto matrimonio terminó
de la manera más trágica.
Cuando
creí que había conseguido poner en orden mi agitada vida, cuando
pensé haber encontrado el hombre que me convenía en los albores de
mi madurez, todo se fue al tacho. Aún así, los años que pasé con
Fernando me aportaron una sensatez que ya jamás me abandonaría. A
su lado viví una etapa de calma absoluta, de sosiego, de paz. Puede
que no fuera el mejor amante, pero sí era el mejor amigo; puede que
nuestros encuentros sexuales no fueran sesiones maratonianas de
erotismo desenfrenado, pero sus caricias y sus besos desprendían
todo el amor desinteresado del que nunca había podido disfrutar. Sin
embargo estaba visto que lo mío no era la felicidad fácil.
Apenas
dos años después de nuestra boda Fernando comenzó a sufrir dolores
de cabeza que no remitían con los remedios convencionales. Cuando
acudió al médico el diagnóstico no pudo ser más desolador: tenía
un tumor cerebral y le quedaba poco tiempo de vida. En el momento en
que el doctor me dio la terrible noticia el mundo se hundió bajo
mis pies. Y bajo los de Fernando también. Quiso saber la verdad y el
doctor no se anduvo con rodeos. Al principio pareció tomárselo
bien, pero era sólo una careta. Mi marido no pudo soportar el hecho
de que su vida tocara a su fin de aquella manera, puesto que
previsiblemente sus funciones vitales se irían mermando cada vez más
hasta producirle la muerte. Por eso un día optó por el suicidio
como salida a su desesperación. Me dejó una carta en la que me
pedía perdón y me suplicaba que no le culpara, al fin y al cabo lo
único que había conseguido con aquella amarga decisión había sido
adelantar un final anunciado y con ello evitar el sufrimiento que su
muerte lenta y dolorosa nos hubiera provocado a ambos. Lo entendí.
Yo en su lugar, de tener el suficiente coraje, hubiera hecho lo
mismo.
Una
vez más me quedé sola. La muerte de mi cuarto marido me dejó
hundida en una profunda depresión, no sólo por su marcha, sino por
la firme convicción que se asentó en mi mente de que la vida en
pareja no estaba hecha para mí. Si no era por una cosa era por otra,
pero los hombres me duraban un suspiro. No me quedaba más remedio
que aceptar lo evidente: tenía que afrontar mi vida en soledad, y
eso era duro, muy duro. Más que nunca recordé en aquellos tristes
momentos a Paquito Vilachá. Jamás pensé que llegaría el momento
en que se abriría para mí la posibilidad de un quinto marido.
Parecía como si alguien, Dios, el destino, o esa fuerza invisible
que rige nuestra existencia, quisiera castigarme por mi soberbia. Tal
vez hubiera debido aceptar a Paquito en mis años mozos, pero en
aquel momento mis aspiraciones de grandeza no me lo dejaron ver. Y
ahora ¿qué más daba ya? Ya todo había terminado ¿o no?
Llevaba
unos días un tanto asustada. Todas las noches, al regresar del
trabajo, un hombre misterioso vestido con un abrigo negro, cubierta
su cabeza con un sombrero de ala ancha, me rondaba. Me lo encontraba
frente al portal de mi casa, o en la cafetería de abajo,
observándome a través de los cristales. Una noche llamaron a mi
puerta. Al mirar por la mirilla pude comprobar que era él. Mi
corazón empezó a latir con furia del pánico que sentí, hasta que
le oí pronunciar mi nombre y pedir que le abriera la puerta.
Reconocí su voz enseguida y le franqueé la entrada con lentitud,
sin salir de mi asombro. Tenía ante mí, más de veinte años
después de vernos por última vez, a Paquito Vilachá.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario