El quinto marido (cuarta parte) - Gloria Losada






Inicié mi nueva vida con la sana intención de que fuera más ordenada y convencional que hasta entonces. Ya estaba cerca de los cuarenta y la etapa de las locuras y los impulsos quedaba atrás. Busqué un trabajo y dados mis escasos estudios sólo pude encontrarlo en una empresa de limpieza. No era ninguna maravilla, no era la ocupación con la que hubiera soñado, pero estaba claro que no podía aspirar a mucho más. Me pagaban más o menos bien, para mí sola más que suficiente, así que, teniendo en cuenta mis antecedentes laborales, que eran más bien nulos, tenía que darme por satisfecha.
Durante un tiempo me dediqué a trabajar casi en exclusiva. No pensé en amores ni en otras cosas agradables y fue precisamente a través del trabajo como conocí a Fernando, el que acabaría convirtiéndose en mi cuarto esposo. Fernando trabajaba en una oficina que yo limpiaba. Trabajaba solo en un despacho acristalado, separado del resto de los empleados. Tal circunstancia, unida al hecho de que siempre era el último en marcharse, me llevaron a pensar que tenía que ser el jefe. Cuando terminaba su jornada y por fin decidía irse siempre tenía una palabra agradable para mí, que andaba entre las mesas con el trapo y la fregona. Eran frases hechas, convencionales, cumplidos que me hacían sonreír, sin más, sin darme pie a pensar en otra cosa.
Cierta tarde, después de haber limpiado a conciencia toda la oficina, cuando estaba recogiendo los bártulos para regresar a mi casa, me di cuenta de que seguía allí, aparentemente sin hacer nada, sentado detrás de su mesa de cristal con la mirada perdida, triste. Siguiendo un impulso entré en su cubículo y le pregunté si se encontraba bien. Por un instante pensé que había sido muy atrevida, que no tenía derecho a meterme en su vida y que me estaría bien empleado si me diera un desplante. Pero no fue así. Me respondió que no, no se encontraba bien, que necesitaba hablar con alguien y que si yo estaba dispuesta a escucharle me invitaba a un café en el bar de la esquina. La pena que me daba verle tan triste me empujó a aceptar su invitación. Así, delante de un café, me contó que aquella mañana acababa de firmar el divorcio de su esposa y que a pesar de llevar ya varios años separados, aquel paso significaba la ruptura definitiva, una ruptura que durante mucho tiempo se había empeñado en evitar.
- Y no creas que sigo enamorado de ella – me dijo – precisamente nos separamos porque el amor se terminó y la rutina y el desencanto se instaló entre nosotros, pero….no sé, vivimos muchos momentos felices y… esto es el espaldarazo definitivo a un final que jamás fue mi intención que llegara, pero que por otro lado era inevitable.
Intentando que hallara en mis palabras cierto consuelo yo le conté mis historias, mis tres matrimonios fallidos, mis intentos por ser feliz sin conseguirlo y nos vimos unidos por experiencias comunes que a partir de entonces nos acercaron más de lo que jamás hubiéramos pensado.
Fernando nada tenía que ver con mis tres maridos. Era un hombre culto y comedido, un hombre sencillo, todo un caballero, al que parecía gustarle mi compañía, a juzgar por las horas que pasábamos juntos en el bar que estaba frente a la oficina, cada noche, cuando ambos terminábamos nuestra jornada laboral.
Se enamoró de mí a pesar de ser yo simplemente la chica de la limpieza, mientras él era jefe de personal de una importante empresa y eso para mí, que siempre había tenido sueños de grandeza, fue una lección de humildad. Me enseñó que las personas se valoran por lo que son, no por lo que tienen y así debe ser. Fernando representó el equilibrio que yo andaba buscando en mi vida, por eso cuando me propuso casarme con él no lo dudé ni un instante. Pero el cruel destino no se portó bien con nosotros y mi cuarto matrimonio terminó de la manera más trágica.


Cuando creí que había conseguido poner en orden mi agitada vida, cuando pensé haber encontrado el hombre que me convenía en los albores de mi madurez, todo se fue al tacho. Aún así, los años que pasé con Fernando me aportaron una sensatez que ya jamás me abandonaría. A su lado viví una etapa de calma absoluta, de sosiego, de paz. Puede que no fuera el mejor amante, pero sí era el mejor amigo; puede que nuestros encuentros sexuales no fueran sesiones maratonianas de erotismo desenfrenado, pero sus caricias y sus besos desprendían todo el amor desinteresado del que nunca había podido disfrutar. Sin embargo estaba visto que lo mío no era la felicidad fácil.
Apenas dos años después de nuestra boda Fernando comenzó a sufrir dolores de cabeza que no remitían con los remedios convencionales. Cuando acudió al médico el diagnóstico no pudo ser más desolador: tenía un tumor cerebral y le quedaba poco tiempo de vida. En el momento en que el doctor me dio la terrible noticia el mundo se hundió bajo mis pies. Y bajo los de Fernando también. Quiso saber la verdad y el doctor no se anduvo con rodeos. Al principio pareció tomárselo bien, pero era sólo una careta. Mi marido no pudo soportar el hecho de que su vida tocara a su fin de aquella manera, puesto que previsiblemente sus funciones vitales se irían mermando cada vez más hasta producirle la muerte. Por eso un día optó por el suicidio como salida a su desesperación. Me dejó una carta en la que me pedía perdón y me suplicaba que no le culpara, al fin y al cabo lo único que había conseguido con aquella amarga decisión había sido adelantar un final anunciado y con ello evitar el sufrimiento que su muerte lenta y dolorosa nos hubiera provocado a ambos. Lo entendí. Yo en su lugar, de tener el suficiente coraje, hubiera hecho lo mismo.
Una vez más me quedé sola. La muerte de mi cuarto marido me dejó hundida en una profunda depresión, no sólo por su marcha, sino por la firme convicción que se asentó en mi mente de que la vida en pareja no estaba hecha para mí. Si no era por una cosa era por otra, pero los hombres me duraban un suspiro. No me quedaba más remedio que aceptar lo evidente: tenía que afrontar mi vida en soledad, y eso era duro, muy duro. Más que nunca recordé en aquellos tristes momentos a Paquito Vilachá. Jamás pensé que llegaría el momento en que se abriría para mí la posibilidad de un quinto marido. Parecía como si alguien, Dios, el destino, o esa fuerza invisible que rige nuestra existencia, quisiera castigarme por mi soberbia. Tal vez hubiera debido aceptar a Paquito en mis años mozos, pero en aquel momento mis aspiraciones de grandeza no me lo dejaron ver. Y ahora ¿qué más daba ya? Ya todo había terminado ¿o no?
Llevaba unos días un tanto asustada. Todas las noches, al regresar del trabajo, un hombre misterioso vestido con un abrigo negro, cubierta su cabeza con un sombrero de ala ancha, me rondaba. Me lo encontraba frente al portal de mi casa, o en la cafetería de abajo, observándome a través de los cristales. Una noche llamaron a mi puerta. Al mirar por la mirilla pude comprobar que era él. Mi corazón empezó a latir con furia del pánico que sentí, hasta que le oí pronunciar mi nombre y pedir que le abriera la puerta. Reconocí su voz enseguida y le franqueé la entrada con lentitud, sin salir de mi asombro. Tenía ante mí, más de veinte años después de vernos por última vez, a Paquito Vilachá.






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