“Nefastas experiencias de una virgen inexperta”, ese podría ser
el título que resumiera las últimas dos semanas de mi vida, porque
así han sido, nefastas, para olvidar, aunque no puedo echarle la
culpa más que a mi inexperiencia.
Todo comenzó aquel viernes en que quedé para comer con mis nuevas
compañeras de trabajo y durante la sobremesa surgió el tema del
sexo. La verdad es que durante los escasos tres meses que llevaba
trabajando con ellas había podido comprobar que eran la mar de
agradables, simpáticas y muy buenas compañeras, pero jamás pude
imaginar que fueran tan descaradas hablando de sus intimidades. Y no
es que yo sea una mojigata, claro que no, pero tengo que admitir que
a mis veinticinco años mi experiencia sexual es más bien escasa…
bueno, para que voy a mentir, es nula, absolutamente nula. No he
tenido tiempo para pensar en esas cosas y mucho menos para ponerlas
en práctica. Me he pasado la vida estudiando y cuando acabé los
estudios, buscando trabajo. Los hombres, hasta ahora, han sido para
mí unos seres prácticamente inexistentes a los que jamás presté
demasiada atención, y no porque no la merecieran, no quiero ser
presuntuosa, sino sencillamente porque estuve ocupada en otras tareas
mucho más importantes, puede que no tan gratificantes, pero sí más
primordiales a la hora de encaminar mi vida.
El caso es que durante aquella comida comenzaron a hablar de la
proezas sexuales de sus parejas, de lo que les gustaba o les dejaba
de gustar, de lo que hacían o dejaban de hacer, y yo intenté
mantenerme callada y en un discreto segundo plano, pero no funcionó,
pues en un momento dado me di cuenta de que todas las miradas estaban
clavadas en mí y una vocecilla angelical soltaba la pregunta
imposible de esquivar.
-¿Y tú Angélica? ¿Qué nos cuentas?
Mi cerebro trabajó a mil por hora buscando la respuesta adecuada a
una pregunta que prácticamente no tenía respuesta mientras sonreía
como una estúpida.
-¿Yo? … Pues la verdad es que nada, mi vida sexual es muy
aburrida. –contesté finalmente optando por decir la verdad.
Mis cuatro amigas me miraron como si acabaran de ver a un
extraterrestre bajando de su nave y no era para menos. ¿Cómo un
mujer de veintitantos años puede decir que su vida sexual es muy
aburrida?
-Mujer, ya será menos.
-Pero ¿cómo es posible?
-¿Todavía eres virgen?
Ante tal cúmulo de preguntas pronunciadas a un tiempo y
atropelladamente por mis encantadoras amigas me hubiera gustado que
la tierra se abriera y me engullera directamente dentro de sí, cosa
que, evidentemente, no ocurrió. Menos mal que Laura, la más cabal
de las cuatro, salió en mi ayuda.
-Venga chicas, no seáis descaradas. Angélica debe estar un poco
sorprendida por nuestro descaro, tenemos que darle tiempo para que se
acostumbre, entonces soltará la lengua en menos que canta un gallo.
Las otras tres parecieron quedar satisfechas con la explicación de
su amiga, pues cambiaron de tema y se olvidaron de mis no –
proezas sexuales, pero la que se quedó realmente incómoda fui yo,
que empecé a pensar, desde aquel justo instante, que algo debería
de hacer para poner remedio a mi ignorancia, a mi abstinencia y a mi
completa falta de destreza en el terreno del sexo.
Hacía unas semanas que había conocido a Diego, un cubano moreno, de
ojos negrísimos y sonrisa arrebatadora. Diego es de esos tipos que
sabes que no van a ser el amor de tu vida porque en tu vida
aguantarías a un hombre así, narcisista, mujeriego, con la cabeza
hueca, holgazán e irresponsable, el tipo perfecto para hacerte gozar
en la cama única y exclusivamente. Se me había insinuado unas
cuantas veces y otras tantas yo lo había mandado a tomar viento, sin
embargo fue el primero en el que pensé para llevar a cabo mi
estúpido plan, que no era otro que retozar en la cama con alguien
que me llevara al séptimo cielo y me diera, además, algo que contar
en la sobremesa de la comida de los viernes con mis compañeras de
trabajo.
Pero a pesar de mi decisión necesitaba a alguien que me asesorara en
cuanto a… en cuanto a todo; era (lo sigo siendo) tan inocente que
necesitaba un guía que encauzara mis pasos en el momento tan
peliagudo que había decidido vivir. No se me ocurrió otra cosa que
contárselo a Laura, aunque disfrazando un poco la realidad. Le dije
que tenía novio desde hacía unos meses y que a buen seguro no
faltaba mucho para que surgiera la ocasión propicia para acostarnos
juntos, ante tal panorama necesitaba de alguien que me indicara un
poco de qué manera había de comportarme.
-Me he dado cuenta de vosotras tenéis mucho rodaje, tal vez no te
importaría echarme una mano a la hora…de comprarme algo de
lencería por ejemplo.
Laura no opuso reparos, bien al contrario, se ofreció generosa a
ayudarme en todo lo que precisara, así que una tarde me acompañó
de tiendas y me endilgó un conjuntito de ropa interior la mar de
mono, atrevido y sexy, que haría las delicias de mi supuesto novio.
Cuando salíamos de la tienda una vez pagada la compra, se paró en
seco y mirándome muy seria me preguntó.
-Supongo que estarás depilada ¿no?
-Por supuesto – le dije – es algo que cuido con mucho esmero, no
soporto las piernas con pelos ni en invierno ni en verano.
-No, no, no me refiero a las piernas. Me refiero a… a eso.
La
miré interrogante. No podía ser que se refiriera a …
-¡Ay Angélica! Pareces boba, no me mires con esa cara. Al chichi,
me refiero a si tienes depilado el chichi, eso es fundamental. A
ellos les encanta, sobre todo a la hora de…. Comer.
-Pues… la verdad…
-La verdad es que no, ya veo, pues lo siento pero ahora mismo vamos a
ir a un salón de belleza que hay aquí cerca. Eso es fundamental.
Ya debía de ser, porque lo mal que lo pasé sólo lo puede saber
quien en algún momento lo haya pasado igual de mal, tan inimaginable
es. Entre la exposición pública a la que me parecía estar poniendo
la parte más íntima de mí misma, la extraña sensación de la cera
caliente y el tremendo dolor cuanto la muchacha dio el tirón, no sé
como no me fui para el otro barrio en el intento. Cuando por fin
terminó me parecía que con el bello se había quedado parte de mi
piel, pero todo fuera por salir con éxito de mi primer encuentro
amoroso.
Se produjo dos días después, justo cuando comencé a notar la piel
de mi… intimidad, llamémosle así, ligeramente revolucionada. Me
levanté por la mañana con un inquietante picor al que intenté no
hacer demasiado caso. Se lo achaqué a la salida del bello aunque al
tacto no se notaba nada que fuera a salir pelillo alguno. Se me
ocurrió que tal vez pudiera ser una alergia a la cera, lo cual no
podía significar nada bueno en cuanto a posibilidades de que el
prurito desapareciera. Y presentarse así en mi cita no iba a ser
muy halagüeño, la verdad. Claro que después de todo lo que me
estaba costando perder la virginidad no me iba a rendir. Tenía que
ser aquella noche pasara lo que pasara.
Quedé con Diego en el pub en el que solíamos reunirnos toda la
pandilla. Tomamos unas copas mientras escuchaba sus lisonjerías
estúpidas con una sonrisa de condescendencia, sin dejar de sentir
aquel picorcillo incordiante que ya estaba preocupándome un tanto.
Al cabo de una hora más o menos me propuso marchar a su apartamento,
donde al parecer tenía preparada una romántica cena para dos. Nunca
supe si la tenía preparada o no, porque nada más entrar por la
puerta me besó y revolucionó mis sentidos. Me entregué a su juego
amoroso, aunque para ser sincera de vez en cuando tenía que apartar
de la mente la voz de Pepito Grillo que me advertía que me estaba
acostando con un perfecto gilipollas. Pero en el fondo qué más
daba, si yo sólo lo quería para eso, para darle una alegría al
cuerpo y tener experiencias que contar. Y vaya si las tuve. Como
inexperta que era me dejó sorprendida su resistencia y su fuerza
física. Lo hicimos una vez, y otra, y otra y otra más…. Y claro,
todo aquel roce trajo sus consecuencias. Entre los picores anteriores
y el trejemeneje de aquella noche, al día siguiente no podía ni
ponerme la ropa interior y vistiendo mi vergüenza de dignidad me
tuve que presentar en el médico de guardia y contarle mi problema
con sus antecedentes. Al final resultó que la cera, tal vez
demasiado caliente, había quemado mi delicada piel y el látex del
preservativo, al que resulté ser alérgica, se había encargado del
resto, sin contar con unos antibióticos que había estado tomando la
semana anterior que al parecer habían alterado la flora bacteriana
de mis partes íntimas. El doctor me recetó unos polvos (¡qué
casualidad!) y unas cremas que lograron aplacar el resquemor de mi
pellejo, una piel que por fin volvió a estar en calma, como tenía
que ser. Fue el precio por tener cositas que contar. Demasiado caro
¿no creen?
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