La piel en calma - Gloria Losada




“Nefastas experiencias de una virgen inexperta”, ese podría ser el título que resumiera las últimas dos semanas de mi vida, porque así han sido, nefastas, para olvidar, aunque no puedo echarle la culpa más que a mi inexperiencia.
Todo comenzó aquel viernes en que quedé para comer con mis nuevas compañeras de trabajo y durante la sobremesa surgió el tema del sexo. La verdad es que durante los escasos tres meses que llevaba trabajando con ellas había podido comprobar que eran la mar de agradables, simpáticas y muy buenas compañeras, pero jamás pude imaginar que fueran tan descaradas hablando de sus intimidades. Y no es que yo sea una mojigata, claro que no, pero tengo que admitir que a mis veinticinco años mi experiencia sexual es más bien escasa… bueno, para que voy a mentir, es nula, absolutamente nula. No he tenido tiempo para pensar en esas cosas y mucho menos para ponerlas en práctica. Me he pasado la vida estudiando y cuando acabé los estudios, buscando trabajo. Los hombres, hasta ahora, han sido para mí unos seres prácticamente inexistentes a los que jamás presté demasiada atención, y no porque no la merecieran, no quiero ser presuntuosa, sino sencillamente porque estuve ocupada en otras tareas mucho más importantes, puede que no tan gratificantes, pero sí más primordiales a la hora de encaminar mi vida.
El caso es que durante aquella comida comenzaron a hablar de la proezas sexuales de sus parejas, de lo que les gustaba o les dejaba de gustar, de lo que hacían o dejaban de hacer, y yo intenté mantenerme callada y en un discreto segundo plano, pero no funcionó, pues en un momento dado me di cuenta de que todas las miradas estaban clavadas en mí y una vocecilla angelical soltaba la pregunta imposible de esquivar.
-¿Y tú Angélica? ¿Qué nos cuentas?
Mi cerebro trabajó a mil por hora buscando la respuesta adecuada a una pregunta que prácticamente no tenía respuesta mientras sonreía como una estúpida.
-¿Yo? … Pues la verdad es que nada, mi vida sexual es muy aburrida. –contesté finalmente optando por decir la verdad.
Mis cuatro amigas me miraron como si acabaran de ver a un extraterrestre bajando de su nave y no era para menos. ¿Cómo un mujer de veintitantos años puede decir que su vida sexual es muy aburrida?
-Mujer, ya será menos.
-Pero ¿cómo es posible?
-¿Todavía eres virgen?
Ante tal cúmulo de preguntas pronunciadas a un tiempo y atropelladamente por mis encantadoras amigas me hubiera gustado que la tierra se abriera y me engullera directamente dentro de sí, cosa que, evidentemente, no ocurrió. Menos mal que Laura, la más cabal de las cuatro, salió en mi ayuda.
-Venga chicas, no seáis descaradas. Angélica debe estar un poco sorprendida por nuestro descaro, tenemos que darle tiempo para que se acostumbre, entonces soltará la lengua en menos que canta un gallo.
Las otras tres parecieron quedar satisfechas con la explicación de su amiga, pues cambiaron de tema y se olvidaron de mis no – proezas sexuales, pero la que se quedó realmente incómoda fui yo, que empecé a pensar, desde aquel justo instante, que algo debería de hacer para poner remedio a mi ignorancia, a mi abstinencia y a mi completa falta de destreza en el terreno del sexo.
Hacía unas semanas que había conocido a Diego, un cubano moreno, de ojos negrísimos y sonrisa arrebatadora. Diego es de esos tipos que sabes que no van a ser el amor de tu vida porque en tu vida aguantarías a un hombre así, narcisista, mujeriego, con la cabeza hueca, holgazán e irresponsable, el tipo perfecto para hacerte gozar en la cama única y exclusivamente. Se me había insinuado unas cuantas veces y otras tantas yo lo había mandado a tomar viento, sin embargo fue el primero en el que pensé para llevar a cabo mi estúpido plan, que no era otro que retozar en la cama con alguien que me llevara al séptimo cielo y me diera, además, algo que contar en la sobremesa de la comida de los viernes con mis compañeras de trabajo.
Pero a pesar de mi decisión necesitaba a alguien que me asesorara en cuanto a… en cuanto a todo; era (lo sigo siendo) tan inocente que necesitaba un guía que encauzara mis pasos en el momento tan peliagudo que había decidido vivir. No se me ocurrió otra cosa que contárselo a Laura, aunque disfrazando un poco la realidad. Le dije que tenía novio desde hacía unos meses y que a buen seguro no faltaba mucho para que surgiera la ocasión propicia para acostarnos juntos, ante tal panorama necesitaba de alguien que me indicara un poco de qué manera había de comportarme.
-Me he dado cuenta de vosotras tenéis mucho rodaje, tal vez no te importaría echarme una mano a la hora…de comprarme algo de lencería por ejemplo.
Laura no opuso reparos, bien al contrario, se ofreció generosa a ayudarme en todo lo que precisara, así que una tarde me acompañó de tiendas y me endilgó un conjuntito de ropa interior la mar de mono, atrevido y sexy, que haría las delicias de mi supuesto novio. Cuando salíamos de la tienda una vez pagada la compra, se paró en seco y mirándome muy seria me preguntó.
-Supongo que estarás depilada ¿no?
-Por supuesto – le dije – es algo que cuido con mucho esmero, no soporto las piernas con pelos ni en invierno ni en verano.
-No, no, no me refiero a las piernas. Me refiero a… a eso.
La miré interrogante. No podía ser que se refiriera a …
-¡Ay Angélica! Pareces boba, no me mires con esa cara. Al chichi, me refiero a si tienes depilado el chichi, eso es fundamental. A ellos les encanta, sobre todo a la hora de…. Comer.
-Pues… la verdad…
-La verdad es que no, ya veo, pues lo siento pero ahora mismo vamos a ir a un salón de belleza que hay aquí cerca. Eso es fundamental.
Ya debía de ser, porque lo mal que lo pasé sólo lo puede saber quien en algún momento lo haya pasado igual de mal, tan inimaginable es. Entre la exposición pública a la que me parecía estar poniendo la parte más íntima de mí misma, la extraña sensación de la cera caliente y el tremendo dolor cuanto la muchacha dio el tirón, no sé como no me fui para el otro barrio en el intento. Cuando por fin terminó me parecía que con el bello se había quedado parte de mi piel, pero todo fuera por salir con éxito de mi primer encuentro amoroso.
Se produjo dos días después, justo cuando comencé a notar la piel de mi… intimidad, llamémosle así, ligeramente revolucionada. Me levanté por la mañana con un inquietante picor al que intenté no hacer demasiado caso. Se lo achaqué a la salida del bello aunque al tacto no se notaba nada que fuera a salir pelillo alguno. Se me ocurrió que tal vez pudiera ser una alergia a la cera, lo cual no podía significar nada bueno en cuanto a posibilidades de que el prurito desapareciera. Y presentarse así en mi cita no iba a ser muy halagüeño, la verdad. Claro que después de todo lo que me estaba costando perder la virginidad no me iba a rendir. Tenía que ser aquella noche pasara lo que pasara.


      Quedé con Diego en el pub en el que solíamos reunirnos toda la pandilla. Tomamos unas copas mientras escuchaba sus lisonjerías estúpidas con una sonrisa de condescendencia, sin dejar de sentir aquel picorcillo incordiante que ya estaba preocupándome un tanto. Al cabo de una hora más o menos me propuso marchar a su apartamento, donde al parecer tenía preparada una romántica cena para dos. Nunca supe si la tenía preparada o no, porque nada más entrar por la puerta me besó y revolucionó mis sentidos. Me entregué a su juego amoroso, aunque para ser sincera de vez en cuando tenía que apartar de la mente la voz de Pepito Grillo que me advertía que me estaba acostando con un perfecto gilipollas. Pero en el fondo qué más daba, si yo sólo lo quería para eso, para darle una alegría al cuerpo y tener experiencias que contar. Y vaya si las tuve. Como inexperta que era me dejó sorprendida su resistencia y su fuerza física. Lo hicimos una vez, y otra, y otra y otra más…. Y claro, todo aquel roce trajo sus consecuencias. Entre los picores anteriores y el trejemeneje de aquella noche, al día siguiente no podía ni ponerme la ropa interior y vistiendo mi vergüenza de dignidad me tuve que presentar en el médico de guardia y contarle mi problema con sus antecedentes. Al final resultó que la cera, tal vez demasiado caliente, había quemado mi delicada piel y el látex del preservativo, al que resulté ser alérgica, se había encargado del resto, sin contar con unos antibióticos que había estado tomando la semana anterior que al parecer habían alterado la flora bacteriana de mis partes íntimas. El doctor me recetó unos polvos (¡qué casualidad!) y unas cremas que lograron aplacar el resquemor de mi pellejo, una piel que por fin volvió a estar en calma, como tenía que ser. Fue el precio por tener cositas que contar. Demasiado caro ¿no creen?

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