La loca de la estación - Gloria Losada






Cuando era un niño, todos los veranos disfrutábamos de las vacaciones en un pueblo de la sierra. El aire seco de la montaña, según el médico, era la mejor medicina para mis problemas asmáticos. Recuerdo aquellos veranos como una de las mejores épocas de mi vida. La sensación de libertad que tenía en el pueblo sólo era comparable al ansia que sentía el resto del año por que llegaran aquellos maravillosos días. Allí nos reuníamos todos los chicos y pasábamos las calurosas tardes ocupados en las más variopintas actividades, desde jugar al fútbol, hasta pasear por la orilla del río en busca de lagartijas y otros pequeños reptiles que después pegábamos con celo a los raíles de la vía del tren. Éste los aplastaba al pasar por encima. Luego los dejábamos secar al sol y con las resecas pieles jugábamos a indios y vaqueros. Ni que decir tiene que los días se pasaban demasiado pronto y no nos llegaban las horas para realizar todas las fechorías que teníamos en mente. Una de esas tardes de juegos, en las que milagrosamente no sabíamos muy bien qué hacer, a Luisín, el hijo de Paco el del ultramarinos, se le ocurrió que podíamos ir a la estación.
-Seguro que estará la loca, como todos los días. Vamos a tirarle piedras.
Echaron todos a correr en medio de un griterío ensordecedor, provocado por el general entusiasmo de ir a tirarle piedras a una pobre mujer que encima no estaba en sus cabales. Al principio me quedé tan sorprendido que no les seguí. Por un lado, aquello de ir a ver a una loca no me resultaba del todo deseable ni divertido, es más, lo consideraba peligroso; y a la feliz idea de Luisín de tirarle piedras tampoco le encontraba especial atractivo. A mí me habían enseñado que tirar piedras a las personas no estaba bien. Pero al verlos a ellos felices y contentos iniciar la aventura acordada, y más por miedo a quedarme sin amigos que otra cosa, decidí unirme a la macabra pandilla. Al llegar a los alrededores de la estación, nos parapetamos entre los matorrales. Desde allí podíamos ver con claridad el objetivo de nuestro planeado ataque. Sentada en un viejo banco del único andén de la estación, una mujer parecía esperar la llegada del tren. No había un alma salvo ella. De vez en cuando, balanceaba su cuerpo de delante a atrás, con la mirada perdida. Otras veces erguía la cabeza en dirección a las vías y luego echaba una ojeada al viejo reloj, que ya no marcaba las horas. Parecía como si el tren que ella esperaba tardara en llegar.
-Venga, empecemos nuestro ataque - dijo Luisín, con el aire del que le gusta mandar a los demás- Ya sabéis piedras pequeñas, no vaya a ser que le hagamos daño.
Pensé que aquella observación de mi amigo era toda una consideración por su parte hacia la pobre mujer, que no tardó en sentir sobre sí la lluvia de guijarros que mis salvajes compañeros hicieron caer sobre ella. Juro que no lancé ni una piedra. La visión de la señora intentando resguardarse con sus brazos de aquel estúpido ataque me indignó sobremanera y solté un grito tan grande que los otros chicos cesaron de lanzar piedras al momento
-¡Noooooooooo! -grité - ¿Estáis locos? ¿No veis que podéis hacerle daño?
-¡Anda este! - dijo Andrés - ¡Vaya sermón! Ni que fueras nuestro padre.
-Eso, eso, ¿Qué pasa? ¿Vas a venir tú a estropearnos la diversión? - repuso Luisín, prepotente y altanero.
-Valiente diversión. Si seguís tirando piedras a esa pobre mujer os juro que se lo diré a vuestros padres.
-Eres un esquirol - dijeron unos.
-Vámonos, dejadlo, a ver con quién juega.
Marcharon todos liderados por el hijo del tendero, dejándome allí más solo que la una. Estaba seguro de que al día siguiente se les habría pasado en enfado, siempre era así. Y en lo que quedaba de tarde, ya me ocuparía yo de matar el tiempo en lo que buenamente se me ocurriera. Por el momento me quedé allí, medio agazapado entre los matorrales, observando a aquella mujer que, sin saber muy bien el motivo, se estaba convirtiendo en objeto de mi fascinación. Se frotaba un brazo con gesto dolorido, tal vez mis crueles amigos le hubieran hecho daño, a la vez que no cesaba en su leve balanceo. Intenté fijarme bien en sus rasgos, pero estaba un poco alejado para poder percibirlos con nitidez. Era morena y tenía una melena muy larga, medio rizada, que cubría con un sombrero de paja. Sus ropas, una chaqueta o un jersey oscuro y una falda larga también oscura, parecían medio harapientas. Al cabo de un rato, el cantinero salió y le dijo algo. Ella parecía no querer hacerle caso, aunque finalmente terminó levantándose y, arrastrando pesadamente los pies, subió las escaleras que la llevaban a la vivienda situada en el primer piso de la estación. Fue entonces cuando me di cuenta de que había estado observándola durante varias horas, sin percatarme de que estaba anocheciendo y debía volver a mi casa.

La imagen de la loca de la estación me acompañó durante toda la noche. Apenas pude dormir pensando en ella. De tal forma me tenía fascinado que al día siguiente, cuando llegó la tarde y con ella el momento de los juegos, me invente cualquier excusa y enfilé el camino que me llevaría a encontrarme con la mujer. Allí estaba, igual que el día anterior, con las mismas ropas, el mismo balanceo, las mismas miradas a la vía y al reloj. Aquella tarde me atreví a salir de mi escondite. Quería verla de cerca y, superando el recelo que me producía, me fui acercando poco a poco a donde ella estaba. Conforme la distancia se iba acortando entre ambos pude percibir sus murmullos.
-No sé por qué tarda tanto este tren- decía - todos los días igual. Este chico mío ¿dónde estará que no llega?
Repetía la misma frase una y otra vez, a intervalos más o menos cortos y sólo cuando se dio cuenta de mi presencia, cesó en sus murmullos y en su constante balanceo. Me miró y una expresión de sorpresa se dibujó de inmediato en su rostro. Se levantó muy despacio y se acercó a mí. Fue entonces cuando pude observar que tenía unos ojos azules, los más azules que yo había visto en mi vida, casi como el mar y como el cielo. Sonreía cuando llegó a mi lado y me acarició la carita con ternura.
-Carlitos cariño, has vuelto, por fin has vuelto. Llevo tanto tiempo esperándote. ¿Dónde te habías metido? Está feo faltar de casa tanto tiempo, me tenías muy preocupada.
Yo la miraba entre temeroso y sorprendido. No entendía por qué parecía conocerme de toda la vida, aunque me llamaba Carlitos y yo me llamo Pedro. Aún así, me gustaba verla feliz por el solo hecho de mi presencia y, dócil como un cachorrillo, dejé que me abrazara y me besara, feliz por mi regreso que no era tal. El cantinero debió de oír sus palabras y asomó medio cuerpo por la puerta. Cuando vio a la mujer conmigo salió y llamó su atención.
-Mariana ¿qué haces? Deja al muchacho en paz.
Ella me tomó de la mano y se acercó al hombre.
-Mira Fabián, es Carlitos. ¡Por fin ha vuelto! Después de tanto tiempo ¿verdad?
El cantinero reía y asentía con la cabeza.
-Bueno anda, no le hagas daño al chico ¡eh!
Se metió dentro del bar meneando la cabeza. "Pobre mujer", alcancé a escuchar. No entendí por qué le llamaba pobre, a mi me parecía simpática, agradable, cariñosa. Además se notaba a las leguas que yo le gustaba y que seríamos buenos amigos.
-Ven, vamos a casa- me dijo mientras me arrastraba escaleras arriba - Estarás hambriento, voy a darte una merienda que te vas a chupar los dedos.
Entramos en la casa. El aspecto de la misma contrastaba sobremanera con la facha descuidada de la mujer. Pocos muebles, pero limpia e impecablemente ordenada. Olía a lavanda y a romero, como cuando abría los cajones de la cómoda donde mi madre guardaba las sábanas de la cama, siempre blanquísimas, relucientes. Se metió en la cocina y me dejó parado en el medio de la humilde salita. Al poco apareció con un trozo de pan de pueblo y unas onzas de chocolate negro.
-Toma cariño, come.
Comí la merienda que me ofrecía disfrutando como si fuera la última de mi vida, mientras ella no cesaba de prodigarme mimos y de dar gracias a Dios por mi vuelta. Luego me mostró algunos viejos juguetes y me animó a usarlos, me leyó libros, me contó cuentos. Era como si hubiera encontrado una segunda madre que estaba solo pendiente de mí. La mía ya tenía bastante con atender a seis hermanos que éramos.
La tarde se me pasó volando y volví a casa al anochecer, otra vez. Nadie me preguntó dónde había estado y yo me fui a la cama feliz de haber encontrado una nueva amiga.

Las visitas a Mariana se repitieron casi todas las tardes. Si por cualquier causa no podía ir, se apoderaba de mí un desasosiego que ya no desaparecía hasta que estaba de nuevo a su lado. Mostraba idéntico entusiasmo cuando me veía y repetía siempre lo mismo, pero a mi me daba igual. Me gustaba estar a su lado. Una tarde, revolviendo en la habitación donde se encontraban los juguetes que siempre me ofrecía, encontré un viejo balón. Nada había que me gustara más que darle patadas a la pelota. Me acerqué a ella con el objeto entre las manos y le pedí salir a jugar. Miró el balón y su rostro de transformó, como si yo tuviera el monstruo más horrible entre las manos.
-No, eso no.- caminaba hacia atrás mientras lo miraba fijamente- No, no, déjalo, no juegues con eso déjalo.
Pero yo, en mi inocencia, no le hice el menor caso y comencé a darle pequeñas patadas al esférico. Entonces se desquició por completo. Comenzó a dar gritos, a taparse los oídos con las manos como si un estruendo terrible la molestase.
-¡No!- gritaba - ¡Con eso no, por favor!
A los gritos que daba acudió Fabián, que se las vio y se las deseó para poder calmarla. Yo observé un rato la escena sin decir nada, muerto de miedo y como ellos no se percataban de mi presencia huí escaleras abajo como alma que lleva el diablo. No entendía nada, tal vez aunque me lo hubieran explicado no lo hubiera entendido, era demasiado pequeño. Lo que sí tuve claro es que no volvería a visitarla. Definitivamente estaba realmente loca.

Pasaron los años y el recuerdo de la loca de la estación se fue volviendo borroso, se fue difuminando hasta que terminó quedando arrinconado en algún recoveco de mi mente. Hasta que hace unos meses, y casi de casualidad, volví pasar por el pueblo. Entonces retornó, más vívido que nunca y quise saber qué había sido de aquella mujer que tanto me había marcado

La estación estaba cerrada y vacía. Por entre las piedras de la vía del tren crecían las hierbas. Todo estaba decadente. Los bancos de madera rotos. Las ventanas sin cristales. Las paredes desconchadas. Volví al pueblo y me metí en la taberna de la plaza, donde los paisanos de siempre echaban la partida y tomaban sus vinos. Allí todo parecía seguir como antes, salvo por la televisión en color y poco más. Apoyado en la barra, con un quinto de cerveza entre las manos, estaba un hombre cuya cara me resultó vagamente conocida. ¡Claro, era Fabián el cantinero! Inmediatamente me acerqué y me di a conocer. Me miró un rato, pero al fin cayó en la cuenta.
-Si, hombre, eres el chavalín que venía a ver a Mariana. Cómo no había de acordarme de ti, con la de tardes que la estuviste haciendo feliz a la pobre. ¿Tomás algo? Invito yo, que la ocasión bien merece la pena.
Pedí otra cerveza y me acomodé en la barra, a su lado. Al cabo de un rato de iniciar la conversación, le pregunté por Mariana.
-¿Mariana? Hace años que murió, calculo que.....unos quince más o menos. Pobrecilla, murió de pena.
-Nunca entendí el porqué de aquel cariño que mostraba hacia mi.
-¿No sabes la historia de la loca Mariana?- me preguntó sorprendido.
-Pues no, pero me encantaría saberla.
Se acomodó en el taburete, encendió un cigarrillo y me contó la historia.
-Mariana era la maestra del pueblo. Era un cielo de chiquilla, guapa, atenta, adorable, todos la querían, tanto los niños que iban al colegio, como sus padres. Tuvo muchos pretendientes, pero terminó casándose con Manuel, el antiguo guardaagujas, un muchacho que gozaba en le pueblo casi de las mismas simpatías que su mujer. Ella se fue a vivir con él a la vivienda de encima de la estación, tú ya la conoces. Allí tuvieron a su único hijo, Carlitos. El parto de Mariana fue muy difícil, casi se va para el otro mundo, y quedó imposibilitada para tener más hijos. Supongo que por eso, tanto ella como Manuel se volcaron en el pequeño Carlos. Jamás vi a unos padres que miraran tanto por su hijo, todo lo hacían por él, en función de él. Hasta aquella fatídica tarde.
Mariana, sentada en el banco del andén, leía un libro mientras el pequeño, que tendría unos tres o cuatro años, jugaba con una pelota. El balón se le escapó y fue hacía las vías justo en el momento en que se oía el pitido agudo del tren; el niño, como ocurre casi siempre, fue detrás. Manuel se dio cuenta del peligro y quiso salvarlo pero....su intento sólo sirvió para terminar también con su vida. En un instante Mariana se quedó sin su marido y sin su hijo, que murieron delante de sus narices en una escena de lo más dantesca. No la vi soltar ni una lágrima, simplemente se quedó con la mirada vacía y perdió la razón. Desde entonces siempre esperaba que su Manuel y su Carlos regresaran en el tren que se los llevó por delante. Tú le recordaste a su hijo. Te puedo asegurar que aquel verano Mariana fue completamente feliz gracias a ti.
Me quedé pensativo, con la mirada fija en la caña de cerveza que tenía delante de mí.
-Ahora comprendo su reacción cuando me vio jugar con la pelota.
-Claro chaval, por un momento recordó todo el infierno que había vivido. Cuando te fuiste preguntó unos días por ti, bueno, por Carlos. Luego se fue apagando poco a poco, hasta que nos dejó para siempre.
Charlamos un rato más y luego me fui. En una floristería compré un ramo de violetas y fui al cementerio. Vagué entre las tumbas hasta que encontré la suya.
"Mariana Carballedo Gomez, 15 de mayo de 1955 -17 de agosto de 1985". Deposité en ella el pequeño ramo de flores, recé alguna oración de la que vagamente me acordaba y me fui con el recuerdo de aquella pobre mujer que siendo niño me hizo sentir lo que es el amor incondicional. Gracias Mariana.


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