Cuando
era un niño, todos los veranos disfrutábamos de las vacaciones en
un pueblo de la sierra. El aire seco de la montaña, según el
médico, era la mejor medicina para mis problemas asmáticos.
Recuerdo aquellos veranos como una de las mejores épocas de mi vida.
La sensación de libertad que tenía en el pueblo sólo era
comparable al ansia que sentía el resto del año por que llegaran
aquellos maravillosos días. Allí nos reuníamos todos los chicos y
pasábamos las calurosas tardes ocupados en las más variopintas
actividades, desde jugar al fútbol, hasta pasear por la orilla del
río en busca de lagartijas y otros pequeños reptiles que después
pegábamos con celo a los raíles de la vía del tren. Éste los
aplastaba al pasar por encima. Luego los dejábamos secar al sol y
con las resecas pieles jugábamos a indios y vaqueros. Ni que decir
tiene que los días se pasaban demasiado pronto y no nos llegaban las
horas para realizar todas las fechorías que teníamos en mente. Una
de esas tardes de juegos, en las que milagrosamente no sabíamos muy
bien qué hacer, a Luisín, el hijo de Paco el del ultramarinos, se
le ocurrió que podíamos ir a la estación.
-Seguro
que estará la loca, como todos los días. Vamos a tirarle piedras.
Echaron
todos a correr en medio de un griterío ensordecedor, provocado por
el general entusiasmo de ir a tirarle piedras a una pobre mujer que
encima no estaba en sus cabales. Al principio me quedé tan
sorprendido que no les seguí. Por un lado, aquello de ir a ver a una
loca no me resultaba del todo deseable ni divertido, es más, lo
consideraba peligroso; y a la feliz idea de Luisín de tirarle
piedras tampoco le encontraba especial atractivo. A mí me habían
enseñado que tirar piedras a las personas no estaba bien. Pero al
verlos a ellos felices y contentos iniciar la aventura acordada, y
más por miedo a quedarme sin amigos que otra cosa, decidí unirme a
la macabra pandilla. Al llegar a los alrededores de la estación, nos
parapetamos entre los matorrales. Desde allí podíamos ver con
claridad el objetivo de nuestro planeado ataque. Sentada en un viejo
banco del único andén de la estación, una mujer parecía esperar
la llegada del tren. No había un alma salvo ella. De vez en cuando,
balanceaba su cuerpo de delante a atrás, con la mirada perdida.
Otras veces erguía la cabeza en dirección a las vías y luego
echaba una ojeada al viejo reloj, que ya no marcaba las horas.
Parecía como si el tren que ella esperaba tardara en llegar.
-Venga,
empecemos nuestro ataque - dijo Luisín, con el aire del que le gusta
mandar a los demás- Ya sabéis piedras pequeñas, no vaya a ser que
le hagamos daño.
Pensé
que aquella observación de mi amigo era toda una consideración por
su parte hacia la pobre mujer, que no tardó en sentir sobre sí la
lluvia de guijarros que mis salvajes compañeros hicieron caer sobre
ella. Juro que no lancé ni una piedra. La visión de la señora
intentando resguardarse con sus brazos de aquel estúpido ataque me
indignó sobremanera y solté un grito tan grande que los otros
chicos cesaron de lanzar piedras al momento
-¡Noooooooooo!
-grité - ¿Estáis locos? ¿No veis que podéis hacerle daño?
-¡Anda
este! - dijo Andrés - ¡Vaya sermón! Ni que fueras nuestro padre.
-Eso,
eso, ¿Qué pasa? ¿Vas a venir tú a estropearnos la diversión? -
repuso Luisín, prepotente y altanero.
-Valiente
diversión. Si seguís tirando piedras a esa pobre mujer os juro que
se lo diré a vuestros padres.
-Eres
un esquirol - dijeron unos.
-Vámonos,
dejadlo, a ver con quién juega.
Marcharon
todos liderados por el hijo del tendero, dejándome allí más solo
que la una. Estaba seguro de que al día siguiente se les habría
pasado en enfado, siempre era así. Y en lo que quedaba de tarde, ya
me ocuparía yo de matar el tiempo en lo que buenamente se me
ocurriera. Por el momento me quedé allí, medio agazapado entre los
matorrales, observando a aquella mujer que, sin saber muy bien el
motivo, se estaba convirtiendo en objeto de mi fascinación. Se
frotaba un brazo con gesto dolorido, tal vez mis crueles amigos le
hubieran hecho daño, a la vez que no cesaba en su leve balanceo.
Intenté fijarme bien en sus rasgos, pero estaba un poco alejado para
poder percibirlos con nitidez. Era morena y tenía una melena muy
larga, medio rizada, que cubría con un sombrero de paja. Sus ropas,
una chaqueta o un jersey oscuro y una falda larga también oscura,
parecían medio harapientas. Al cabo de un rato, el cantinero salió
y le dijo algo. Ella parecía no querer hacerle caso, aunque
finalmente terminó levantándose y, arrastrando pesadamente los
pies, subió las escaleras que la llevaban a la vivienda situada en
el primer piso de la estación. Fue entonces cuando me di cuenta de
que había estado observándola durante varias horas, sin percatarme
de que estaba anocheciendo y debía volver a mi casa.
La
imagen de la loca de la estación me acompañó durante toda la
noche. Apenas pude dormir pensando en ella. De tal forma me tenía
fascinado que al día siguiente, cuando llegó la tarde y con ella el
momento de los juegos, me invente cualquier excusa y enfilé el
camino que me llevaría a encontrarme con la mujer. Allí estaba,
igual que el día anterior, con las mismas ropas, el mismo balanceo,
las mismas miradas a la vía y al reloj. Aquella tarde me atreví a
salir de mi escondite. Quería verla de cerca y, superando el recelo
que me producía, me fui acercando poco a poco a donde ella estaba.
Conforme la distancia se iba acortando entre ambos pude percibir sus
murmullos.
-No
sé por qué tarda tanto este tren- decía - todos los días igual.
Este chico mío ¿dónde estará que no llega?
Repetía
la misma frase una y otra vez, a intervalos más o menos cortos y
sólo cuando se dio cuenta de mi presencia, cesó en sus murmullos y
en su constante balanceo. Me miró y una expresión de sorpresa se
dibujó de inmediato en su rostro. Se levantó muy despacio y se
acercó a mí. Fue entonces cuando pude observar que tenía unos ojos
azules, los más azules que yo había visto en mi vida, casi como el
mar y como el cielo. Sonreía cuando llegó a mi lado y me acarició
la carita con ternura.
-Carlitos
cariño, has vuelto, por fin has vuelto. Llevo tanto tiempo
esperándote. ¿Dónde te habías metido? Está feo faltar de casa
tanto tiempo, me tenías muy preocupada.
Yo
la miraba entre temeroso y sorprendido. No entendía por qué parecía
conocerme de toda la vida, aunque me llamaba Carlitos y yo me llamo
Pedro. Aún así, me gustaba verla feliz por el solo hecho de mi
presencia y, dócil como un cachorrillo, dejé que me abrazara y me
besara, feliz por mi regreso que no era tal. El cantinero debió de
oír sus palabras y asomó medio cuerpo por la puerta. Cuando vio a
la mujer conmigo salió y llamó su atención.
-Mariana
¿qué haces? Deja al muchacho en paz.
Ella
me tomó de la mano y se acercó al hombre.
-Mira
Fabián, es Carlitos. ¡Por fin ha vuelto! Después de tanto tiempo
¿verdad?
El
cantinero reía y asentía con la cabeza.
-Bueno
anda, no le hagas daño al chico ¡eh!
Se
metió dentro del bar meneando la cabeza. "Pobre mujer",
alcancé a escuchar. No entendí por qué le llamaba pobre, a mi me
parecía simpática, agradable, cariñosa. Además se notaba a las
leguas que yo le gustaba y que seríamos buenos amigos.
-Ven,
vamos a casa- me dijo mientras me arrastraba escaleras arriba -
Estarás hambriento, voy a darte una merienda que te vas a chupar los
dedos.
Entramos
en la casa. El aspecto de la misma contrastaba sobremanera con la
facha descuidada de la mujer. Pocos muebles, pero limpia e
impecablemente ordenada. Olía a lavanda y a romero, como cuando
abría los cajones de la cómoda donde mi madre guardaba las sábanas
de la cama, siempre blanquísimas, relucientes. Se metió en la
cocina y me dejó parado en el medio de la humilde salita. Al poco
apareció con un trozo de pan de pueblo y unas onzas de chocolate
negro.
-Toma
cariño, come.
Comí
la merienda que me ofrecía disfrutando como si fuera la última de
mi vida, mientras ella no cesaba de prodigarme mimos y de dar gracias
a Dios por mi vuelta. Luego me mostró algunos viejos juguetes y me
animó a usarlos, me leyó libros, me contó cuentos. Era como si
hubiera encontrado una segunda madre que estaba solo pendiente de mí.
La mía ya tenía bastante con atender a seis hermanos que éramos.
La
tarde se me pasó volando y volví a casa al anochecer, otra vez.
Nadie me preguntó dónde había estado y yo me fui a la cama feliz
de haber encontrado una nueva amiga.
Las
visitas a Mariana se repitieron casi todas las tardes. Si por
cualquier causa no podía ir, se apoderaba de mí un desasosiego que
ya no desaparecía hasta que estaba de nuevo a su lado. Mostraba
idéntico entusiasmo cuando me veía y repetía siempre lo mismo,
pero a mi me daba igual. Me gustaba estar a su lado. Una tarde,
revolviendo en la habitación donde se encontraban los juguetes que
siempre me ofrecía, encontré un viejo balón. Nada había que me
gustara más que darle patadas a la pelota. Me acerqué a ella con el
objeto entre las manos y le pedí salir a jugar. Miró el balón y su
rostro de transformó, como si yo tuviera el monstruo más horrible
entre las manos.
-No,
eso no.- caminaba hacia atrás mientras lo miraba fijamente- No, no,
déjalo, no juegues con eso déjalo.
Pero
yo, en mi inocencia, no le hice el menor caso y comencé a darle
pequeñas patadas al esférico. Entonces se desquició por completo.
Comenzó a dar gritos, a taparse los oídos con las manos como si un
estruendo terrible la molestase.
-¡No!-
gritaba - ¡Con eso no, por favor!
A
los gritos que daba acudió Fabián, que se las vio y se las deseó
para poder calmarla. Yo observé un rato la escena sin decir nada,
muerto de miedo y como ellos no se percataban de mi presencia huí
escaleras abajo como alma que lleva el diablo. No entendía nada, tal
vez aunque me lo hubieran explicado no lo hubiera entendido, era
demasiado pequeño. Lo que sí tuve claro es que no volvería a
visitarla. Definitivamente estaba realmente loca.
Pasaron
los años y el recuerdo de la loca de la estación se fue volviendo
borroso, se fue difuminando hasta que terminó quedando arrinconado
en algún recoveco de mi mente. Hasta que hace unos meses, y casi de
casualidad, volví pasar por el pueblo. Entonces retornó, más
vívido que nunca y quise saber qué había sido de aquella mujer que
tanto me había marcado
La
estación estaba cerrada y vacía. Por entre las piedras de la vía
del tren crecían las hierbas. Todo estaba decadente. Los bancos de
madera rotos. Las ventanas sin cristales. Las paredes desconchadas.
Volví al pueblo y me metí en la taberna de la plaza, donde los
paisanos de siempre echaban la partida y tomaban sus vinos. Allí
todo parecía seguir como antes, salvo por la televisión en color y
poco más. Apoyado en la barra, con un quinto de cerveza entre las
manos, estaba un hombre cuya cara me resultó vagamente conocida.
¡Claro, era Fabián el cantinero! Inmediatamente me acerqué y me di
a conocer. Me miró un rato, pero al fin cayó en la cuenta.
-Si,
hombre, eres el chavalín que venía a ver a Mariana. Cómo no había
de acordarme de ti, con la de tardes que la estuviste haciendo feliz
a la pobre. ¿Tomás algo? Invito yo, que la ocasión bien merece la
pena.
Pedí
otra cerveza y me acomodé en la barra, a su lado. Al cabo de un rato
de iniciar la conversación, le pregunté por Mariana.
-¿Mariana?
Hace años que murió, calculo que.....unos quince más o menos.
Pobrecilla, murió de pena.
-Nunca
entendí el porqué de aquel cariño que mostraba hacia mi.
-¿No
sabes la historia de la loca Mariana?- me preguntó sorprendido.
-Pues
no, pero me encantaría saberla.
Se
acomodó en el taburete, encendió un cigarrillo y me contó la
historia.
-Mariana
era la maestra del pueblo. Era un cielo de chiquilla, guapa, atenta,
adorable, todos la querían, tanto los niños que iban al colegio,
como sus padres. Tuvo muchos pretendientes, pero terminó casándose
con Manuel, el antiguo guardaagujas, un muchacho que gozaba en le
pueblo casi de las mismas simpatías que su mujer. Ella se fue a
vivir con él a la vivienda de encima de la estación, tú ya la
conoces. Allí tuvieron a su único hijo, Carlitos. El parto de
Mariana fue muy difícil, casi se va para el otro mundo, y quedó
imposibilitada para tener más hijos. Supongo que por eso, tanto ella
como Manuel se volcaron en el pequeño Carlos. Jamás vi a unos
padres que miraran tanto por su hijo, todo lo hacían por él, en
función de él. Hasta aquella fatídica tarde.
Mariana,
sentada en el banco del andén, leía un libro mientras el pequeño,
que tendría unos tres o cuatro años, jugaba con una pelota. El
balón se le escapó y fue hacía las vías justo en el momento en
que se oía el pitido agudo del tren; el niño, como ocurre casi
siempre, fue detrás. Manuel se dio cuenta del peligro y quiso
salvarlo pero....su intento sólo sirvió para terminar también con
su vida. En un instante Mariana se quedó sin su marido y sin su
hijo, que murieron delante de sus narices en una escena de lo más
dantesca. No la vi soltar ni una lágrima, simplemente se quedó con
la mirada vacía y perdió la razón. Desde entonces siempre esperaba
que su Manuel y su Carlos regresaran en el tren que se los llevó por
delante. Tú le recordaste a su hijo. Te puedo asegurar que aquel
verano Mariana fue completamente feliz gracias a ti.
Me
quedé pensativo, con la mirada fija en la caña de cerveza que tenía
delante de mí.
-Ahora
comprendo su reacción cuando me vio jugar con la pelota.
-Claro
chaval, por un momento recordó todo el infierno que había vivido.
Cuando te fuiste preguntó unos días por ti, bueno, por Carlos.
Luego se fue apagando poco a poco, hasta que nos dejó para siempre.
Charlamos
un rato más y luego me fui. En una floristería compré un ramo de
violetas y fui al cementerio. Vagué entre las tumbas hasta que
encontré la suya.
"Mariana
Carballedo Gomez, 15 de mayo de 1955 -17 de agosto de 1985".
Deposité en ella el pequeño ramo de flores, recé alguna oración
de la que vagamente me acordaba y me fui con el recuerdo de aquella
pobre mujer que siendo niño me hizo sentir lo que es el amor
incondicional. Gracias Mariana.
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