El experimento - Gloria Losada




      Se oían los grillos al anochecer y Mauricio estaba a punto de salir de casa con la escopeta para acabar con ellos.
 Y es que estaba hasta el moño de los malditos grillos. Todas las noches igual, empezaban a cantar a las 8  de la tarde, cuando se ponía el sol y no dejaban de hacerlo hasta el amanecer. Ni siquiera las noches de lluvia se callaban. Mauricio era de poco dormir y encima de sueño ligero. Con cuatro o cinco horas se levantaba fresco como una lechuga, pero las escasas horas de descanso nocturno las necesitaba y desde que había comenzado aquel trabajo, hacía poco más de un mes, apenas había conseguido conciliar el sueño dos horas cada noche. Se arrepentía de haberlo aceptado, todo le pareció muy idílico al principio, pero ahora…
     Mauricio era biólogo. Había terminado la carrera con las mejores notas y hecho un master sobre los insectos ortópteros, pues desde pequeño le habían atraído sobremanera aquellos pequeños animales. Grillos, langostas, chapulines y demás, todos los que hacían aquel peculiar ruido con sus alas, habían sido su mejor distracción en su infancia y de mayor pretendía que fueran su sustento. Esto último no fue fácil. A pesar de la brillantez con la que completó sus estudios a nadie le interesaba contratar a un biólogo especialista en grillos y a pesar de su insistencia y de mandar currículos aquí y allá, solo consiguió encontrar empleo en una fábrica de insecticidas especializada en acabar con los grillos y saltamontes. ¡Valiente ironía!
     Diez años hubieron de pasar hasta que se encontró con aquel anuncio en una página de internet solicitando una persona con los conocimientos suficientes para la cría de grillos en cautividad. No dejó de sorprenderle a Mauricio semejante ofrecimiento, a pesar de que la propuesta le pareció interesante desde el primer momento, y leyendo con minuciosidad aquella singular oferta de trabajo descubrió que en Tailandia se celebraban con frecuencia peleas de grillos, aprovechando la agresividad de los mismos, detalle, este último, bien conocido por nuestro susodicho y que proyectaban criarlos para tal fin mediante técnicas específicas experimentales que aumentaran tal agresividad innata. Mauricio vio la oportunidad para poner en practica sus conocimientos y como el hecho de marchar a vivir a Tailandia no constituía obstáculo alguno, dados los escasos lazos sentimentales que lo unían al pueblo de mierda en que vivía y mucho menos a la fábrica de insecticidas, no se lo pensó demasiado a la hora de coger el teléfono y marcar el número que se anunciaba como de contacto.
A la semana siguiente tomaba posesión de su nueva ocupación. Lo llevaron hasta una finca alejada de la capital. Allí había una casa con todas las comodidades que se pudiera imaginar, incluso televisión de pantalla plana y piscina y anexada a la misma la edificación rústica en la que se alojaban los grillos, que a las horas que llegaron, hacia el mediodía, se encontraban plácidamente dormidos. Eran por lo menos cien grillos, cada uno en un pequeño cubículo, separado de sus compañeros.
Una mujer que hablaba español con mucha dificultad se las arregló para darle las instrucciones precisas sobre todo lo que tenía que hacer con los grillos. Inyectarles tal o cual sustancia, ejercicios gimnásticos siete minutos y medio al día y dos veces por semana entrenamiento en la lucha, por parejas, con sumo cuidado para que no se mataran. Mauricio tenía que controlar la agresividad mediante unas tablas, y remitirlas mensualmente al centro de investigaciones científicas. Cada quince días vendrían unos operarios para llevarse los grillos ya domados y traer unos nuevos.
Pensó nuestro hombre que no podía haber tenido mejor suerte. Iba a vivir con todas las comodidades posibles, sin madre, ni padre ni demás familia que le tocaran los cojones, cobrando un sueldo que nunca se imagino en la vida, y encima haciendo lo que le gustaba. Con lo que no contaba era con el puto cantar, o como se llame, de los grillos. La primera noche, sentado en una hamaca al borde de la piscina, disfrutando de la luna llena y de una temperatura ideal, el murmullo de los insectos hasta le pareció idílico. Se segunda noche puede que también, la tercera empezó a pensar que a ver si se callaban de una vez, la cuarta comenzó a revolver en su mente intentando recordar si en algún momento de su carrera le habían enseñado cómo se hacía callar a los grillos, la quinta estaba ya desesperado.
Durante el día estaban callados. Hubiera podido aprovechar Mauricio las horas diurnas para dormir si no fuera porque tenía que atender a los grillos cada tres horas más o menos y cuando se terminaba la jornada, a las ocho de la tarde más o menos, empezaba la tocata.
La noches en cuestión ya no pudo más. Entró en casa y cogió la escopeta que estaba colgada en la pared y que desde el primer día pensó era una objeto de decoración- Y lo era, pues estaba descargada y por lo tanto era inservible. Desde el centro de investigaciones científicas, tres doctores lo observaban detenidamente a través de un monitor.
-Ha tenido la misma reacción que los cuatro anteriores – dijo uno – coger la escopeta, como si los grillos pudieran matarse con un escopeta.
Los otros dos rieron como estúpidos.
-Pero este ha durado siete días más que los demás , todo un logró. Mañana iremos a buscarle y lo internaremos en el psiquiátrico, que es sin duda dónde deberá estar. Dentro de tres días llega el siguiente.
Mauricio no sabía que el experimento era él, que aquellos doctores se dedicaban a estudiar cuánto tardaba la mente humana en volverse tarumba al permanecer sin dormir por culpa del cri cri. Más lo que sabían ellos era que Mauricio no tenía un pelo de tonto. A la mañana siguiente, cuando se presentaron a buscarlo encontraron la casa desierta, ni siquiera había grillos, bueno, sí los había, pero todos habían pasado a mejor vida. Mauricio regresó al pueblo y a la fábrica de insecticidas y desde entonces siempre guardó a buen recaudo unos cuantos botes de mata grillos, sobre todos para las noches de verano, por si acaso.







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