Me
invitó a cenar para proponerme matrimonio en aquel restaurante
maravilloso situado sobre una gran roca,
a la orilla del mar. La vista era impresionante. Mientras el sol se
ponía y se introducía en el mar con su luz roja e incandescente,
levantamos la copa y brindamos a nuestra salud
y a la de todo el mundo, tal era nuestra felicidad reciente y casi
infantil. De pronto el cielo se cubrió de nubes de tormenta y un
rayo repentino y certero cayó sobre la gran roca partiéndola en
dos. Mi mitad quedó sobre el mar a la deriva, alejándose cada vez
más de la costa, ante el estupor de todos y mi desesperación, que
veía como mi boda con aquel millonario excéntrico, viejo y
repulsivo se iba a la mierda. Llevo tres días a la deriva. Esto
tiene que ser un castigo divino por mi avaricia.
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