Ayer
murió Bienvenido de las Heras y Domínguez de Alcántara. Lo sé
porque leí su esquela en el periódico local y la noticia de su
muerte en la crónica de sucesos. Un gran hombre, Bienvenido,
con una vida que cualquiera hubiera querido para sí, aunque si nos
atenemos a sus inicios, nadie diría que le iba sonreír la
fortuna de la forma que lo hizo.
Lo
conocí cuando ambos éramos unos niños, allá por el año 39,
recién finalizada la Guerra Civil, y nos hicimos amigos
inseparables, de esos que lo comparten casi todo, penas y alegrías,
momentos buenos y situaciones amargas.
Según
me contó mi difunta madre, que en gloria esté, Bienvenido era el
fruto pecaminoso de la relación clandestina entre Don Leoncio y
Margarita López, y digo pecaminosa porque Don Leoncio era el cura
del pueblo y Margarita una jovencita medio retrasada mental que se
pasaba el día metida en la iglesia por imperativo de su madre, beata
empedernida que veía la estupidez de su hija como candorosa
inocencia, virtud por la que debía dar gracias a Dios con
desmesurada frecuencia. Pero ni el uno ni la otra eran lo que
parecían ser. Me explico. Don Leoncio no era cura por vocación,
sino por obligación. Séptimo vástago de una familia
profundamente religiosa cuya mayor ilusión era tener un hijo
entregado a Dios. A él le tocó la china, puesto que fue el
único varón y siendo así nació predestinado para tan noble
misión. A él jamás le pareció noble, más bien ingrata, dada la
inclinación que demostró desde niño por el sexo femenino. Le
gustaban más las mujeres que a un tonto un caramelo, pero jamás
tuvo el suficiente coraje para enfrentarse a sus padres, por lo que
asumió desde siempre el destino que le tenían reservado e ingresó
en el seminario recién cumplidos los dieciséis.
Por
otra parte, Margarita distaba mucho de ser portadora de la dulce
candidez que prodigaba su madre. Dicen que los bobos tienen los
instintos sexuales muy desarrollados y yo no sé si eso es cierto o
no, pero desde luego Margarita era una pequeña loba que mendigaba a
los hombres, con discreción, eso sí, que aplacaran sus
calenturientos deseos. Siendo así, encontrándose el cura y la
muchacha en la iglesia casi todos los días, ocurrió lo que tenía
que ocurrir y Margarita cayó en estado sin remedio. Esa
desgracia fue el final de la pobre muchacha.
Don
Leoncio, por supuesto, no reconoció ser el padre de la criatura,
aunque todo el mundo lo sabía. Más de uno había visto movimientos
extraños en el confesonario y escuchado tenues gemidos provenientes
de dentro del cacharro después de entrar la tonta en la iglesia.
Pero nadie se atrevió a acusarle de ser el responsable de la preñez
de Margarita y él, por supuesto, escurrió el bulto descaradamente.
Yo no quiero meterme en si hizo bien o mal en acostarse con la
muchacha, al fin y al cabo los curas también son hombres y tendrán
sus necesidades como todo el mundo, digo yo, aunque debería haberse
buscado una mujer con más capacidad de discernimiento que una pobre
subnormal.
No
hizo el menor ademán de ayudar a la chica cuando la
chiflada de su madre la echó de casa por haber regalado su virtud.,
lo cual tampoco extrañó a nadie; si había sido capaz de dejarla
preñada también lo era de mostrar nulo interés por aquello de lo
que no se consideraba responsable Margarita no tenía a dónde
ir y se convirtió en vagabunda, mientras su vientre crecía cada día
un poco más. Contaba mi difunta madre que en más de una ocasión la
acogió en su casa y le dio un plato de comida, pensando sobre todo
en el pobre muchachito que se gestaba en su vientre y en el negro
futuro que le esperaba. Pero Margarita no paraba en casa de nadie, en
realidad estaba cada día más trastornada y parecía gustarle más
vagar por los caminos que acomodarse y llevar un vida convencional en
un lugar fijo. Así fue hasta la noche que dio a luz.
Aquel
día se la había visto deambulando por el pueblo visiblemente
inquieta, dando vueltas y vueltas sin sentido, nerviosa. Parecía
presagiar el momento que se avecinaba. La noche cayó trayendo
consigo una fuerte tormenta. Los truenos rompían el silencio que
reinaba en el pueblo, la lluvia caía con fuerza y los relámpagos
iluminaban la noche con trazas fantasmagóricas. Margarita,
buscó cobijo en la plaza del mercado y allí debió de sentir los
primeros dolores. Dicen que aquella noche sus gritos recorrieron las
calles del pueblo como si quisieran llamar a la puerta de cada vecino
para colarse en sus casas y azuzarles su maltrecha conciencia, pero
fue inútil, nadie se acercó a ayudarla y dio a luz sola como un
perro, entre los restos malolientes del pescado y de la fruta
podrida. Colocó al niño dentro de una caja de cartón medio
deshecha por la lluvia y desapareció del pueblo para siempre, sin
que nadie pudiera jamás dilucidar la suerte que había corrido.
El
muchachito hubiera muerto si un cúmulo de circunstancias no hubiese
llamado la atención de la persona que acudió en su rescate.
Un rayo cayó casi al lado del zagal, produciendo un fuerte estallido
que, por un lado, provocó su llanto y por otro, despertó a Doña
Flor, la mujer más rica del pueblo, que vivía en una casona al lado
del mercado y que alertada por el ruido salió a la calle temerosa de
que la tormenta hubiese causado algún daño en sus propiedades. Al
adentrarse en el callejón se encontró allí al bebé,
berreando como un condenado, empapado por el agua de la lluvia que ya
había limpiado de su piel casi todos los restos del parto. Doña
Flor, cuyo vientre infértil no le había podido dar la satisfacción
de un hijo propio, dio gracias al cielo por haber puesto ante si a
uno ajeno y sin pensárselo mucho cogió al pequeño y se lo llevó a
su casa. Ahí comenzó la suerte de Bienvenido. La gente decía que
el rayo que cayó a su lado le insufló la fuerza necesaria para
atraer la buena fortuna, pero yo estoy seguro de que esas no son más
que patrañas de vieja; ni siquiera se puede afirmar que sea cierto
lo del rayo porque bien pensado, ¿quién lo vio? ¿cómo se supo, si
allí no había ninguna persona más, aparte del propio nacido? Estoy
seguro de que las circunstancias que rodearon el nacimiento de mi
amigo fueron en parte invención de los vecinos para descargar esa
mala conciencia de la que antes he hablado. Sólo dos cosas hay
ciertas: que Margarita abandonó a su hijo y que desapareció del
mapa y que el niño fue a parar a manos de doña Flor y su marido Don
Romualdo.
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