El hombre con suerte (2ª parte) - Gloria Losada


                                          

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Lo adoptaron legalmente, le llamaron Bienvenido por cuestiones más que evidentes y lo criaron como si de un hijo propio se tratase. Díganme ustedes si no es suerte que lo acogiese la familia más rica del pueblo, porque si en vez de doña Flor lo hubiera encontrado Carmelina Luaces, alias la tonta de la botella, porque siempre estaba borracha como una cuba, no cabe duda de que su vida hubiese sido bien distinta. Pero no fue así y Bienvenido fue inocente merecedor de una suerte que lo acompañaría toda la vida, seguramente sin motivo, pues la buena fortuna es una de esas cosas misteriosas a las que jamás podremos encontrar explicación. 
                     Don Romualdo y Doña Flor eran los dueños de medio pueblo, terratenientes de los de antaño, cuya fortuna les venía de lejos, sabe Dios de cuantas generaciones atrás. Eran buena gente, un poco beatos y, como la mayoría de los ricos, demasiado dados a dar consejos e incluso órdenes solapadas sin que nadie se los pidiese ni tener derecho a ello, pero buena gente al fin y al cabo. Bienvenido no pudo caer en mejores manos, puesto que recibió todas las atenciones y cuidados que casi ningún niño de aquella época podía disfrutar.
Yo le conocí cuando empezamos en el colegio, el único que había en el pueblo, donde los hijos de los ricos y de los pobres nos reuníamos para estudiar bajo el mismo mando, el de Don Ricardo, un viejo profesor juicioso y culto que no sólo nos enseñó a leer y a hacer cuentas, sino lecciones mucho más importantes como el respeto a los demás sobre todas las cosas y por encima de todas las diferencias, lo que en aquella época, recién terminada la contienda, no era nada fácil.
     Bienvenido comenzó en la escuela siendo un muchacho solitario. Los demás chicos, supongo que influenciados por las habladurías que escuchaban en sus casas, lo miraban raro  y apenas se acercaban a él. A mí me dio  pena aquel niño tímido y un poco torpe que en los recreos se sentaba en una esquina del patio a leer un libro en lugar de participar en los juegos infantiles, y un día me acerqué a él y le invité a jugar a las chapas. Aceptó gustoso la invitación y así, de esa manera sencilla e inocente, nos hicimos los amigos inseparables que fuimos toda la vida.
        Por aquel entonces mis padres eran los propietarios de la panadería del pueblo. A pesar de todo yo no era un niño rico. No me faltaba nunca un trozo de pan que llevarme a la boca, eso es evidente, pero en tiempos de escasez como aquellos de la reciente posguerra, las cosas no eran fáciles para nadie. A veces el trigo escaseaba y no había materia prima para hacer el pan; otras veces, las más, la gente apenas tenía dinero para comprarlo y mi madre, que era una santa, fiaba la mercancía a quien sabía que no se la podría pagar nunca. Aún así fuimos tirando para delante con mucha más holgura que la mayoría.
Doña Flor era una de las mejores clientas de mi madre, y en algunos momentos de apuro siempre estuvo presta a echarnos una mano. Por eso cuando su hijo y yo iniciamos nuestra amistad, ésta no fue vista con malos ojos por ninguna de las familias, a pesar de que nuestra posición social distara mucho de la de los padres de mi amigo.
      Fue a partir de aquellos primeros años de colegio cuando yo fui testigo directo de la buena fortuna de Bienvenido, viviendo episodios, algunos de ellos realmente asombrosos, que demostraban con creces que aquel niño estaba tocado por la buena suerte. Mi pobre madre, que era muy fantasiosa y también muy religiosa, siempre decía que el chico tenía a su lado un ángel de la guarda mucho más diligente que el que teníamos los demás, ésa tenía que ser la explicación, no podía ser de otra manera. Cuentos de viejas, pero a mí de niño me fascinaba escuchar aquellos comentarios que creía firmemente, mientras me preguntaba por qué a él y no a mí o a cualquiera de los demás chicos, la diosa Fortuna había decidido tocar con su varita mágica.
       La primera vez que tuve constancia de la buena suerte de mi amigo fue el día fatídico que se derrumbó la escuela. Ésta se ubicaba, desde siempre, en un viejo edificio anexo a la iglesia. Durante la guerra, y  puesto que la zona fue bastante castigada por los bombardeos, la edificación sufrió severos desperfectos que, pasada la contienda, nadie se ocupó de reparar.  Las paredes estaban agrietadas y a veces se escuchaban crujidos extraños que nos asustaban y nos hacían desviar las miradas al techo con desconfianza, pero que finalmente terminaban por desaparecer.
Cierta tarde, recogidos nuestros escasos libros y las pizarras que utilizábamos para escribir, nos pusimos en fila dispuestos a salir de colegio para regresar a nuestros hogares. Entonces aquellos crujidos que de vez en cuando nos asustaban se dejaron escuchar más fuerte que de costumbre, a la vez que pequeños montones de polvo comenzaban a caer del techo como si de un chaparrón de agua se tratara. Don Ricardo, presintiendo lo que se avecinaba, nos hizo salir apresuradamente, y casi  no habíamos terminado de hacerlo cuando la escuela se derrumbó a nuestras espaladas con un terrible estruendo. Un montón de ojos infantiles, atónitos, contemplamos el triste espectáculo que se ofreció ante nuestra vista, mientras el viejo profesor murmuraba que semejante desgracia se veía venir. Quiso la divina providencia que no hubiese ningún herido. Se preguntarán ustedes, entonces, dónde radica la fortuna del protagonista de nuestra historia. Pero todo tiene su explicación, pues fue en el momento de entrar de nuevo en el edificio reducido a escombros cuando comprobamos que el techo se había desplomado aplastando sillas y pupitres. Sólo uno quedaba en pie, el situado en la esquina delantera izquierda, donde se sentaba Bienvenido para recibir sus lecciones diarias. Nadie le dio demasiada importancia salvo yo, que siempre fui muy observador. No había pasado nada, pero si el derrumbe se hubiese producido mientras estábamos en clase, el único que se hubiera salvado hubiera sido él. 
      A partir de entonces mi mente infantil concentró todos sus esfuerzos en la observación de mi pequeño compañero, en escudriñar cada pequeño detalle que pudiera hacer evidente lo afortunado que era. No me fue difícil. Si salíamos al riachuelo en busca de renacuajos, él siempre encontraba los mejores; si el profesor sorteaba un libro o algún otro objeto,  con frecuencia le tocaba a él; si salíamos al campo y nos entreteníamos en jugar con una panal de abejas, él jamás recibía una picadura; eran pequeños detalles, nimios a veces, pero evidentes para mí, tan evidentes que poblaban mi mente de fantasías sin sentido sobre el origen de Bienvenido, incluso llegué a pensar que su verdadera madre tal vez fuese una diosa y que el rayo aquel que se decía había caído al lado del niño, no era sino el vehículo en el que éste había sido traído del cielo.
      Los episodios de imprevisible fortuna se fueron repitiendo con mayor o menor asiduidad durante toda nuestra infancia, episodios a veces sin demasiada importancia, otras veces con resultados más asombrosos, pero fue al llegar a la adolescencia cuando se incrementaron hasta límites absolutamente inexplicables. Ocurrió que allá por el año 50, habiendo cumplido ambos los dieciséis años, mi pobre padre murió de unas fiebres a las que nadie encontró solución. Apenas pasó unas semanas enfermo, pero fue suficiente para que mi madre, que luchó lo indecible por salvarle, se gastase los pocos ahorros que tenían en médicos, que no resultaron ser más que unos matasanos sin conocimiento alguno, y que más que curar al pobre hombre lo enviaron a la tumba antes de tiempo.  Se vio entonces la buena mujer viuda y con cinco hijos que sacar adelante, de los cuales yo era el mayor, por lo que parte de la responsabilidad recayó sobre mí. Se esfumaron así mis sueños de estudiar, que también eran los sueños de mi difunto padre. Siempre me decía que tenía que prepararme para ser alguien en la vida, que para eso él y mamá trabajaban duramente, para que los hijos pudieran labrarse un futuro mejor que el que les había tocado a ellos. Con su muerte todo cambió. El dinero que habían ahorrado para mis hipotéticos estudios se tuvo que gastar en su cruel enfermedad y a mí no me quedó más remedio que hacerme cargo de la tahona, pues mi madre no podía sola, ya bastante tenía con la casa, el cuidado de mis hermanos y la tremenda pena que para ella supuso la pérdida de su marido. Tuve que dejar el instituto y me puse a trabajar de panadero, ante el profundo disgusto de mi amigo, que intentó convencerme de todas las maneras posibles para que no dejara mis estudios, para que no le abandonara, hasta que se dio cuenta de que no era posible, puesto que no dependía de mi voluntad, sino de la vida misma, que en esta ocasión se había presentado del revés.
      A pesar de semejantes contratiempos, de que nuestros caminos comenzaran a tomar rumbos diferentes, Bienvenido y yo seguíamos conservando nuestra amistad. Todos los días, cuando salía del Instituto, mi amigo venía a visitarme al horno y mientras yo preparaba la masa para el pan, él me trasmitía las enseñanzas del día, pues aducía que esa también era una manera de aprender. Yo no me atrevía  a rebatir tal argumento, pues le veía muy entusiasmado con sus enseñanzas y, puesto que su ilusión debía ser también la mía, yo le dejaba hablar, a veces sin escuchar su retahíla y siempre con sana envidia por todo aquello que a él le era posible disfrutar y a mí me había sido negado injustamente. Pero a mi amigo, que era muy astuto, no se le pasó por alto mi tristeza y comenzó a hacer todo lo posible por animarme. Con frecuencia me invitaba al cine, al fútbol o simplemente a dar un paseo por el pueblo, aunque yo no podía acompañarle todo lo que quisiera, una por el trabajo y otra porque no estaba de humor para pensar en diversiones, tal era el desasosiego que había producido en mí aquel cambio de vida inesperado.













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