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Lo
adoptaron legalmente, le llamaron Bienvenido por cuestiones más que
evidentes y lo criaron como si de un hijo propio se tratase. Díganme
ustedes si no es suerte que lo acogiese la familia más rica del
pueblo, porque si en vez de doña Flor lo hubiera encontrado
Carmelina Luaces, alias la tonta de la botella, porque siempre estaba
borracha como una cuba, no cabe duda de que su vida hubiese sido bien
distinta. Pero no fue así y Bienvenido fue inocente merecedor de una
suerte que lo acompañaría toda la vida, seguramente sin motivo,
pues la buena fortuna es una de esas cosas misteriosas a las que
jamás podremos encontrar explicación.
Don
Romualdo y Doña Flor eran los dueños de medio pueblo,
terratenientes de los de antaño, cuya fortuna les venía de lejos,
sabe Dios de cuantas generaciones atrás. Eran buena gente, un poco
beatos y, como la mayoría de los ricos, demasiado dados a dar
consejos e incluso órdenes solapadas sin que nadie se los pidiese ni
tener derecho a ello, pero buena gente al fin y al cabo. Bienvenido
no pudo caer en mejores manos, puesto que recibió todas las
atenciones y cuidados que casi ningún niño de aquella época podía
disfrutar.
Yo
le conocí cuando empezamos en el colegio, el único que había en el
pueblo, donde los hijos de los ricos y de los pobres nos reuníamos
para estudiar bajo el mismo mando, el de Don Ricardo, un viejo
profesor juicioso y culto que no sólo nos enseñó a leer y a hacer
cuentas, sino lecciones mucho más importantes como el respeto a los
demás sobre todas las cosas y por encima de todas las diferencias,
lo que en aquella época, recién terminada la contienda, no era nada
fácil.
Bienvenido
comenzó en la escuela siendo un muchacho solitario. Los demás
chicos, supongo que influenciados por las habladurías que escuchaban
en sus casas, lo miraban raro y apenas se acercaban a él. A mí
me dio pena aquel niño tímido y un poco torpe que en los
recreos se sentaba en una esquina del patio a leer un libro en lugar
de participar en los juegos infantiles, y un día me acerqué a él y
le invité a jugar a las chapas. Aceptó gustoso la invitación y
así, de esa manera sencilla e inocente, nos hicimos los amigos
inseparables que fuimos toda la vida.
Por
aquel entonces mis padres eran los propietarios de la panadería del
pueblo. A pesar de todo yo no era un niño rico. No me faltaba nunca
un trozo de pan que llevarme a la boca, eso es evidente, pero en
tiempos de escasez como aquellos de la reciente posguerra, las cosas
no eran fáciles para nadie. A veces el trigo escaseaba y no había
materia prima para hacer el pan; otras veces, las más, la gente
apenas tenía dinero para comprarlo y mi madre, que era una santa,
fiaba la mercancía a quien sabía que no se la podría pagar nunca.
Aún así fuimos tirando para delante con mucha más holgura que la
mayoría.
Doña
Flor era una de las mejores clientas de mi madre, y en algunos
momentos de apuro siempre estuvo presta a echarnos una mano. Por eso
cuando su hijo y yo iniciamos nuestra amistad, ésta no fue vista con
malos ojos por ninguna de las familias, a pesar de que nuestra
posición social distara mucho de la de los padres de mi amigo.
Fue
a partir de aquellos primeros años de colegio cuando yo fui testigo
directo de la buena fortuna de Bienvenido, viviendo episodios,
algunos de ellos realmente asombrosos, que demostraban con creces que
aquel niño estaba tocado por la buena suerte. Mi pobre madre, que
era muy fantasiosa y también muy religiosa, siempre decía que el
chico tenía a su lado un ángel de la guarda mucho más diligente
que el que teníamos los demás, ésa tenía que ser la explicación,
no podía ser de otra manera. Cuentos de viejas, pero a mí de niño
me fascinaba escuchar aquellos comentarios que creía firmemente,
mientras me preguntaba por qué a él y no a mí o a cualquiera de
los demás chicos, la diosa Fortuna había decidido tocar con su
varita mágica.
La
primera vez que tuve constancia de la buena suerte de mi amigo fue el
día fatídico que se derrumbó la escuela. Ésta se ubicaba, desde
siempre, en un viejo edificio anexo a la iglesia. Durante la guerra,
y puesto que la zona fue bastante castigada por los bombardeos,
la edificación sufrió severos desperfectos que, pasada la
contienda, nadie se ocupó de reparar. Las paredes estaban
agrietadas y a veces se escuchaban crujidos extraños que nos
asustaban y nos hacían desviar las miradas al techo con
desconfianza, pero que finalmente terminaban por desaparecer.
Cierta
tarde, recogidos nuestros escasos libros y las pizarras que
utilizábamos para escribir, nos pusimos en fila dispuestos a salir
de colegio para regresar a nuestros hogares. Entonces aquellos
crujidos que de vez en cuando nos asustaban se dejaron escuchar más
fuerte que de costumbre, a la vez que pequeños montones de polvo
comenzaban a caer del techo como si de un chaparrón de agua se
tratara. Don Ricardo, presintiendo lo que se avecinaba, nos hizo
salir apresuradamente, y casi no habíamos terminado de hacerlo
cuando la escuela se derrumbó a nuestras espaladas con un terrible
estruendo. Un montón de ojos infantiles, atónitos, contemplamos el
triste espectáculo que se ofreció ante nuestra vista, mientras el
viejo profesor murmuraba que semejante desgracia se veía venir.
Quiso la divina providencia que no hubiese ningún herido. Se
preguntarán ustedes, entonces, dónde radica la fortuna del
protagonista de nuestra historia. Pero todo tiene su explicación,
pues fue en el momento de entrar de nuevo en el edificio reducido a
escombros cuando comprobamos que el techo se había desplomado
aplastando sillas y pupitres. Sólo uno quedaba en pie, el situado en
la esquina delantera izquierda, donde se sentaba Bienvenido para
recibir sus lecciones diarias. Nadie le dio demasiada importancia
salvo yo, que siempre fui muy observador. No había pasado nada, pero
si el derrumbe se hubiese producido mientras estábamos en clase, el
único que se hubiera salvado hubiera sido él.
A
partir de entonces mi mente infantil concentró todos sus esfuerzos
en la observación de mi pequeño compañero, en escudriñar cada
pequeño detalle que pudiera hacer evidente lo afortunado que era. No
me fue difícil. Si salíamos al riachuelo en busca de renacuajos, él
siempre encontraba los mejores; si el profesor sorteaba un libro o
algún otro objeto, con frecuencia le tocaba a él; si salíamos
al campo y nos entreteníamos en jugar con una panal de abejas, él
jamás recibía una picadura; eran pequeños detalles, nimios a
veces, pero evidentes para mí, tan evidentes que poblaban mi mente
de fantasías sin sentido sobre el origen de Bienvenido, incluso
llegué a pensar que su verdadera madre tal vez fuese una diosa y que
el rayo aquel que se decía había caído al lado del niño, no era
sino el vehículo en el que éste había sido traído del cielo.
Los
episodios de imprevisible fortuna se fueron repitiendo con mayor o
menor asiduidad durante toda nuestra infancia, episodios a veces sin
demasiada importancia, otras veces con resultados más asombrosos,
pero fue al llegar a la adolescencia cuando se incrementaron hasta
límites absolutamente inexplicables. Ocurrió que allá por el año
50, habiendo cumplido ambos los dieciséis años, mi pobre padre
murió de unas fiebres a las que nadie encontró solución. Apenas
pasó unas semanas enfermo, pero fue suficiente para que mi madre,
que luchó lo indecible por salvarle, se gastase los pocos ahorros
que tenían en médicos, que no resultaron ser más que unos
matasanos sin conocimiento alguno, y que más que curar al pobre
hombre lo enviaron a la tumba antes de tiempo. Se vio entonces
la buena mujer viuda y con cinco hijos que sacar adelante, de los
cuales yo era el mayor, por lo que parte de la responsabilidad recayó
sobre mí. Se esfumaron así mis sueños de estudiar, que también
eran los sueños de mi difunto padre. Siempre me decía que tenía
que prepararme para ser alguien en la vida, que para eso él y mamá
trabajaban duramente, para que los hijos pudieran labrarse un futuro
mejor que el que les había tocado a ellos. Con su muerte todo
cambió. El dinero que habían ahorrado para mis hipotéticos
estudios se tuvo que gastar en su cruel enfermedad y a mí no me
quedó más remedio que hacerme cargo de la tahona, pues mi madre no
podía sola, ya bastante tenía con la casa, el cuidado de mis
hermanos y la tremenda pena que para ella supuso la pérdida de su
marido. Tuve que dejar el instituto y me puse a trabajar de panadero,
ante el profundo disgusto de mi amigo, que intentó convencerme de
todas las maneras posibles para que no dejara mis estudios, para que
no le abandonara, hasta que se dio cuenta de que no era posible,
puesto que no dependía de mi voluntad, sino de la vida misma, que en
esta ocasión se había presentado del revés.
A
pesar de semejantes contratiempos, de que nuestros caminos comenzaran
a tomar rumbos diferentes, Bienvenido y yo seguíamos conservando
nuestra amistad. Todos los días, cuando salía del Instituto, mi
amigo venía a visitarme al horno y mientras yo preparaba la masa
para el pan, él me trasmitía las enseñanzas del día, pues aducía
que esa también era una manera de aprender. Yo no me atrevía
a rebatir tal argumento, pues le veía muy entusiasmado con sus
enseñanzas y, puesto que su ilusión debía ser también la mía, yo
le dejaba hablar, a veces sin escuchar su retahíla y siempre con
sana envidia por todo aquello que a él le era posible disfrutar y a
mí me había sido negado injustamente. Pero a mi amigo, que era muy
astuto, no se le pasó por alto mi tristeza y comenzó a hacer todo
lo posible por animarme. Con frecuencia me invitaba al cine, al
fútbol o simplemente a dar un paseo por el pueblo, aunque yo no
podía acompañarle todo lo que quisiera, una por el trabajo y otra
porque no estaba de humor para pensar en diversiones, tal era el
desasosiego que había producido en mí aquel cambio de vida
inesperado.
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