Un hombre con suerte (3ª parte) - Gloria Losada


                                                                                          



         Pocas semanas antes de las Navidades, Bienvenido apareció por la tahona una tarde, como solía hacer, mas aquel día venía especialmente entusiasmado. Supuse que aquella alegría desmesurada se debía sin duda a la proximidad de las vacaciones, pero no era así. El muchacho se acercó a mí y sin dejar de sonreír se metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó de él dos billetes de lotería para el sorteo de Navidad, como si aquello fuera la solución a todos nuestros males. Sorprendentemente él así lo creía. Me dijo que en aquellos décimos estaba la solución a todos mis problemas, que con el dinero que consiguiéramos con ellos podría pagar a alguien que se ocupara del negocio y así yo seguir estudiando. Me pareció tan infantil su propuesta que casi me enfadé. Sólo una mente pueril como la suya podía imaginar semejantes cosas. Se había gastado en comprar aquellos billetes un dinero precioso para nada, aunque cierto es que el muchacho problemas económicos no tenía, pero mi familia no andaba muy boyante y ya me gustaría a mi tener  para mis gastos los cinco o seis duros que él se había gastado en la lotería. Así se lo dije, mientras su expresión de alegría se tornaba en asombro y me miraba como si estuviera viendo a un extraño.
    -¿Te he fallado alguna vez? – me preguntó.
     Ladeé mi cabeza a un lado y a otro, por supuesto que jamás me había defraudado, pero no se trataba de eso, sino de tener un poco de sentido común. Pero él hizo caso omiso a mis palabras.
    -Pues confía en mí. Esta vez tampoco te voy a fallar y si yo digo que nos va a tocar la lotería, es porque lo siento aquí – me dijo señalándose el pecho.
    No quise hablar más por no enfadarlo, pero yo, a pesar de ser apenas un niño, era muy realista y tenía los pies bien asentados en la tierra, y aquello de funcionar a golpe de presentimiento no iba conmigo. Supongo que se imaginarán que tuve que tragarme mis palabras y mis pensamientos.
     El día del sorteo de Navidad empezó para mí como tantos otros, levantándome bien temprano para cocer el pan y tenerlo a punto para cuando abriera la tahona. Además era jornada de mucho trabajo, pues con las fiestas ya se sabe, la gente compraría más pan que de costumbre. Trabajando pues estuve toda la madrugada y buena parte de la mañana, hasta que a eso de las once escuché una algarabía en la calle. Me acerqué a la puerta y casi no pude creerme lo que a mi vista se mostraba. Mi amigo Bienvenido, con un coro de chiquillos y no tan chiquillos a su alrededor, se dirigía a mi lado corriendo y chillando como un poseso, mientras en una de sus manos agitaba con brío aquellos billetes de lotería de los que yo ya ni me acordaba.
     -¡Nos ha tocado! ¡Nos ha tocado! – repetía sin cesar, mientras yo me quedaba de pie a la puerta de mi tienda, sin poder moverme de la impresión, sin acabar de creerme que aquello me estuviera sucediendo a mí.
      Una vez más la fortuna había sonreído a mi buen amigo. Casi puedo asegurar que si aquellos décimos los hubiera comprado yo, no me hubiera tocado ni un duro, pero los había comprado él, a quien la suerte se le presentaba de cara con frecuencia, y así había sido. No recuerdo bien cuánto dinero nos tocó, pero desde luego bastante para la época. Además Bienvenido renunció a su parte, aduciendo que me hacía mucha más falta a mí que a él, y aunque no le faltaba razón, yo quise convencerle de que se quedara con la mitad, o por lo menos con la tercera parte. No hubo manera. El dinero cayó todo en mis manos, dinero con el que pude pagar a una persona para que se pusiera al frente del horno y cumplir mi sueño de estudiar.
     Jamás viviré el tiempo suficiente para agradecerle a mi amigo lo que hizo por mí, sobre todo en aquella ocasión, y en otras muchas, todo hay que decirlo, pero que me diera la posibilidad de retomar mis estudios fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Estudiar es el germen de la sabiduría, que duda cabe, y si bien yo nunca pretendí ser un sabio, si deseé alcanzar el grado de cultura que me permitiera un desenvolvimiento personal y laboral más satisfactorio. Retomé pues mis estudios en el instituto. Afortunadamente sólo había faltado unos meses y pude alcanzar sin demasiado esfuerzo a los demás muchachos. Bienvenido estaba feliz de tenerme de nuevo no sólo como amigo, que siempre me había tenido, sino como compañero de fatigas y correrías, pues también disponía de más tiempo para divertirme con él.
       Fue precisamente durante una de aquellas jornadas de diversión cuando ambos fuimos protagonistas de un suceso verdaderamente insólito. Calculo que debería correr el mes de febrero, el más frío del invierno, sobre todo en el pueblo donde habitábamos, entre montañas, donde en las gélidas mañanas los carámbanos decoraban las ramas desnudas de los árboles y en las no menos frías noches, el sonido del viento se confundía con el aullar agudo y largo de los lobos. Aquella noche de domingo Bienvenido y yo regresábamos a casa después de haber pasado la tarde en el baile del pueblo vecino, lugar en el que habíamos conocido unas muchachitas que nos rondaban la cabeza y el corazón y con las que habíamos iniciado un cortejo que con el tiempo resultaría ser tan inútil como infructuoso. No serían más de las siete u ocho de la tarde, pero el día ya había dejado paso a la noche cerrada. Caminábamos juntos por  la orilla de la carretera, casi a tientas, pues ninguna luz nos alumbraba, orientados por nuestro propio instinto, cuando de repente escuchamos un crujir de ramas que procedía de la espesura del bosque. Eran pasos, pasos livianos y lentos que se acercaban sin pausa.  Nos quedamos quietos y en silencio. Sabíamos que era alguna alimaña y no queríamos llamar su atención. Ya era tarde. Distinguimos su silueta frente a nosotros, mientras escuchábamos sus gruñidos roncos que parecían anunciar  un ataque inminente. La luna llena apareció de pronto, de entre las nubes, oportuna, alumbrando ligeramente el paraje, lo suficiente para dejarnos distinguir aquellos dos pares de ojos que nos miraban fijamente, aquellos rostros caninos que nos mostraban sus fauces babeantes, señal inequívoca del hambre que les acuciaba.  Aquella pareja de lobos se había acercado  demasiado al valle, probablemente azuzados por la falta de alimento en la montaña nevada. No era la primera vez que ocurría. En muchas ocasiones había oído contar a mi viejo abuelo historias de caminantes despedazados por los lobos, pero jamás imaginé  que pudiera ser yo el protagonista de una de ellas.
El pánico por un lado y el sentido común por el otro nos habían paralizado el cuerpo. Parecíamos no tener salida. Si dábamos un paso aquellos animales se abalanzarían sobre nosotros y seríamos su apetitosa cena. Nuestras cabezas intentaban encontrar una solución a semejante situación, pero no eran capaces de dar con ella y sólo cuando ya comenzábamos a pensar que no teníamos escapatoria ocurrió lo inesperado. Una antorcha encendida cayó de repente a los pies de mi amigo, que con un movimiento rápido y firme la tomó en sus manos, haciéndole frente a la pareja de lobos.  Éstos, al verse atacados por el fuego, recularon un poco hacia atrás, mientras Bienvenido, con valentía y arrojo, hacía aspavientos con la antorcha casi rozándoles las fauces. La desigual lucha duró apenas unos minutos, pues los animales poco a poco se rindieron y terminaron por desaparecer adentrándose de nuevo en el bosque. Entonces echamos a correr como alma que lleva el diablo, sin volver la vista atrás, no fuera a ser que aparecieran de nuevo las temidas fieras pisándonos los talones. Sólo nos detuvimos al llegar al pueblo donde, exhaustos por el esfuerzo realizado, nos sentamos en un banco de la plaza jadeantes y sudorosos, a pesar del intenso frío. Mi amigo todavía llevaba en una de sus manos la antorcha casi apagada. Fue entonces, pasados los momentos de tensión, cuando nos dimos verdadera cuenta de lo que nos había ocurrido. Alguien había lanzado la antorcha a los pies de mi amigo y con ese gesto, seguramente, nos había salvado la vida, pero ¿quién? Huelga decir que a pesar de nuestros esfuerzos jamás conseguimos saberlo. Nunca contamos a nadie nuestra aventura, pero aun así intentamos averiguar quién había estado por la carretera del pueblo vecino aquella noche. Nadie del pueblo parecía haber estado por allí. Cierto es que pudo haber sido cualquier persona, pero ¿quién sabía que estábamos en peligro? ¿Acaso alguien nos espiaba? ¿Por qué no percibimos antes la luminosidad de la antorcha? Todos estos interrogantes, y otros muchos, jamás tuvieron respuesta. Parecía como si  algo sobrenatural se hubiera cruzado en nuestro camino aquella noche de febrero. Tanto a mi amigo como a mí nos daba tanto miedo semejante posibilidad que muy pocas veces recordamos aquel episodio de nuestras vidas.  Supongo que alguien pensará que si la fortuna  se pone del lado de uno, no tiene mucho sentido sentir temor. Hasta ahí estamos de acuerdo, pero ¿y si la buena suerte viene de mano de la desgracia? Aunque lo parezca, no es un contrasentido ni mucho menos, pues a mi amigo, como no, le ocurrió algo así.
    Estábamos en el último curso del bachillerato. Después del verano comenzaríamos nuestra vida universitaria y eso nos llenaba de entusiasmo. No obstante, la cabeza de Bienvenido le daba vueltas a algo que enturbiaba la alegría por el inminente inicio de nuestra vida independiente. Mi amigo, como todos los chicos de entonces, tenía que hacer el servicio militar, de lo que yo me libraría por ser hijo de viuda. Se mostraba el muchacho indeciso con el momento oportuno de cumplir con sus obligaciones para con la patria. Por un lado, y puesto que iba a estudiar una carrera, podía solicitar la correspondiente prórroga y hacer el servio al terminarla, mas por otro, se mostraba proclive a realizarlo antes de comenzar los estudios y así quitárselo de encima. Esta última posibilidad significaba tener que alejarnos durante un largo tiempo, cosa que a ninguno le hacía demasiada gracia, pero Bienvenido se inclinaba más por esa opción, para que la “mili” no le pillara con unos cuantos años por encima de los demás reclutas.
      -Todavía faltan unos meses para terminar el curso –le dije yo un día- y con la suerte que tienes seguro que al final ni te llaman a filas.
        Supongo que lo que después ocurrió había de ocurrir de igual manera hubiese o no pronunciado yo aquellas palabras, pero reconozco que en algún momento deseé no haberlas dicho nunca. Unas semanas más tarde el padre de mi amigo, Don Romualdo, cayó enfermo de gripe, algo bastante común por otra parte, aunque para una persona que padecía de las vías respiratorias suponía una complicación añadida. El pobre hombre jamás se recuperó. Poco a poco se fue deteriorando, hasta que finalmente  murió de un ataque de asma, provocado por la insuficiencia respiratoria que había hecho mella en él, pues la gripe había degenerado en neumonía. De esta fatídica manera, mi amigo se convirtió en hijo de viuda, terminando de esta forma sus cavilaciones sobre el maldito servicio militar, que finalmente ya no tendría que hacer. De nuevo la suerte le había sonreído, aunque esta vez se había cobrado un caro precio por ello.










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