Pocas semanas antes de las Navidades, Bienvenido apareció por la tahona una tarde, como solía hacer, mas aquel día venía especialmente entusiasmado. Supuse que aquella alegría desmesurada se debía sin duda a la proximidad de las vacaciones, pero no era así. El muchacho se acercó a mí y sin dejar de sonreír se metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó de él dos billetes de lotería para el sorteo de Navidad, como si aquello fuera la solución a todos nuestros males. Sorprendentemente él así lo creía. Me dijo que en aquellos décimos estaba la solución a todos mis problemas, que con el dinero que consiguiéramos con ellos podría pagar a alguien que se ocupara del negocio y así yo seguir estudiando. Me pareció tan infantil su propuesta que casi me enfadé. Sólo una mente pueril como la suya podía imaginar semejantes cosas. Se había gastado en comprar aquellos billetes un dinero precioso para nada, aunque cierto es que el muchacho problemas económicos no tenía, pero mi familia no andaba muy boyante y ya me gustaría a mi tener para mis gastos los cinco o seis duros que él se había gastado en la lotería. Así se lo dije, mientras su expresión de alegría se tornaba en asombro y me miraba como si estuviera viendo a un extraño.
-¿Te
he fallado alguna vez? – me preguntó.
Ladeé
mi cabeza a un lado y a otro, por supuesto que jamás me había
defraudado, pero no se trataba de eso, sino de tener un poco de
sentido común. Pero él hizo caso omiso a mis palabras.
-Pues
confía en mí. Esta vez tampoco te voy a fallar y si yo digo que nos
va a tocar la lotería, es porque lo siento aquí – me dijo
señalándose el pecho.
No
quise hablar más por no enfadarlo, pero yo, a pesar de ser apenas un
niño, era muy realista y tenía los pies bien asentados en la
tierra, y aquello de funcionar a golpe de presentimiento no iba
conmigo. Supongo que se imaginarán que tuve que tragarme mis
palabras y mis pensamientos.
El
día del sorteo de Navidad empezó para mí como tantos otros,
levantándome bien temprano para cocer el pan y tenerlo a punto para
cuando abriera la tahona. Además era jornada de mucho trabajo, pues
con las fiestas ya se sabe, la gente compraría más pan que de
costumbre. Trabajando pues estuve toda la madrugada y buena parte de
la mañana, hasta que a eso de las once escuché una algarabía en la
calle. Me acerqué a la puerta y casi no pude creerme lo que a mi
vista se mostraba. Mi amigo Bienvenido, con un coro de chiquillos y
no tan chiquillos a su alrededor, se dirigía a mi lado corriendo y
chillando como un poseso, mientras en una de sus manos agitaba con
brío aquellos billetes de lotería de los que yo ya ni me acordaba.
-¡Nos
ha tocado! ¡Nos ha tocado! – repetía sin cesar, mientras yo me
quedaba de pie a la puerta de mi tienda, sin poder moverme de la
impresión, sin acabar de creerme que aquello me estuviera sucediendo
a mí.
Una
vez más la fortuna había sonreído a mi buen amigo. Casi puedo
asegurar que si aquellos décimos los hubiera comprado yo, no me
hubiera tocado ni un duro, pero los había comprado él, a quien la
suerte se le presentaba de cara con frecuencia, y así había sido.
No recuerdo bien cuánto dinero nos tocó, pero desde luego bastante
para la época. Además Bienvenido renunció a su parte, aduciendo
que me hacía mucha más falta a mí que a él, y aunque no le
faltaba razón, yo quise convencerle de que se quedara con la mitad,
o por lo menos con la tercera parte. No hubo manera. El dinero cayó
todo en mis manos, dinero con el que pude pagar a una persona para
que se pusiera al frente del horno y cumplir mi sueño de estudiar.
Jamás
viviré el tiempo suficiente para agradecerle a mi amigo lo que hizo
por mí, sobre todo en aquella ocasión, y en otras muchas, todo hay
que decirlo, pero que me diera la posibilidad de retomar mis estudios
fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Estudiar es el germen de la
sabiduría, que duda cabe, y si bien yo nunca pretendí ser un sabio,
si deseé alcanzar el grado de cultura que me permitiera un
desenvolvimiento personal y laboral más satisfactorio. Retomé pues
mis estudios en el instituto. Afortunadamente sólo había faltado
unos meses y pude alcanzar sin demasiado esfuerzo a los demás
muchachos. Bienvenido estaba feliz de tenerme de nuevo no sólo como
amigo, que siempre me había tenido, sino como compañero de fatigas
y correrías, pues también disponía de más tiempo para divertirme
con él.
Fue
precisamente durante una de aquellas jornadas de diversión cuando
ambos fuimos protagonistas de un suceso verdaderamente insólito.
Calculo que debería correr el mes de febrero, el más frío del
invierno, sobre todo en el pueblo donde habitábamos, entre montañas,
donde en las gélidas mañanas los carámbanos decoraban las ramas
desnudas de los árboles y en las no menos frías noches, el sonido
del viento se confundía con el aullar agudo y largo de los lobos.
Aquella noche de domingo Bienvenido y yo regresábamos a casa después
de haber pasado la tarde en el baile del pueblo vecino, lugar en el
que habíamos conocido unas muchachitas que nos rondaban la cabeza y
el corazón y con las que habíamos iniciado un cortejo que con el
tiempo resultaría ser tan inútil como infructuoso. No serían más
de las siete u ocho de la tarde, pero el día ya había dejado paso a
la noche cerrada. Caminábamos juntos por la orilla de la
carretera, casi a tientas, pues ninguna luz nos alumbraba, orientados
por nuestro propio instinto, cuando de repente escuchamos un crujir
de ramas que procedía de la espesura del bosque. Eran pasos, pasos
livianos y lentos que se acercaban sin pausa. Nos quedamos
quietos y en silencio. Sabíamos que era alguna alimaña y no
queríamos llamar su atención. Ya era tarde. Distinguimos su silueta
frente a nosotros, mientras escuchábamos sus gruñidos roncos que
parecían anunciar un ataque inminente. La luna llena apareció
de pronto, de entre las nubes, oportuna, alumbrando ligeramente el
paraje, lo suficiente para dejarnos distinguir aquellos dos pares de
ojos que nos miraban fijamente, aquellos rostros caninos que nos
mostraban sus fauces babeantes, señal inequívoca del hambre que les
acuciaba. Aquella pareja de lobos se había acercado
demasiado al valle, probablemente azuzados por la falta de alimento
en la montaña nevada. No era la primera vez que ocurría. En muchas
ocasiones había oído contar a mi viejo abuelo historias de
caminantes despedazados por los lobos, pero jamás imaginé que
pudiera ser yo el protagonista de una de ellas.
El
pánico por un lado y el sentido común por el otro nos habían
paralizado el cuerpo. Parecíamos no tener salida. Si dábamos un
paso aquellos animales se abalanzarían sobre nosotros y seríamos su
apetitosa cena. Nuestras cabezas intentaban encontrar una solución a
semejante situación, pero no eran capaces de dar con ella y sólo
cuando ya comenzábamos a pensar que no teníamos escapatoria ocurrió
lo inesperado. Una antorcha encendida cayó de repente a los pies de
mi amigo, que con un movimiento rápido y firme la tomó en sus
manos, haciéndole frente a la pareja de lobos. Éstos, al
verse atacados por el fuego, recularon un poco hacia atrás, mientras
Bienvenido, con valentía y arrojo, hacía aspavientos con la
antorcha casi rozándoles las fauces. La desigual lucha duró apenas
unos minutos, pues los animales poco a poco se rindieron y terminaron
por desaparecer adentrándose de nuevo en el bosque. Entonces echamos
a correr como alma que lleva el diablo, sin volver la vista atrás,
no fuera a ser que aparecieran de nuevo las temidas fieras pisándonos
los talones. Sólo nos detuvimos al llegar al pueblo donde, exhaustos
por el esfuerzo realizado, nos sentamos en un banco de la plaza
jadeantes y sudorosos, a pesar del intenso frío. Mi amigo todavía
llevaba en una de sus manos la antorcha casi apagada. Fue entonces,
pasados los momentos de tensión, cuando nos dimos verdadera cuenta
de lo que nos había ocurrido. Alguien había lanzado la antorcha a
los pies de mi amigo y con ese gesto, seguramente, nos había salvado
la vida, pero ¿quién? Huelga decir que a pesar de nuestros
esfuerzos jamás conseguimos saberlo. Nunca contamos a nadie nuestra
aventura, pero aun así intentamos averiguar quién había estado por
la carretera del pueblo vecino aquella noche. Nadie del pueblo
parecía haber estado por allí. Cierto es que pudo haber sido
cualquier persona, pero ¿quién sabía que estábamos en peligro?
¿Acaso alguien nos espiaba? ¿Por qué no percibimos antes la
luminosidad de la antorcha? Todos estos interrogantes, y otros
muchos, jamás tuvieron respuesta. Parecía como si algo
sobrenatural se hubiera cruzado en nuestro camino aquella noche de
febrero. Tanto a mi amigo como a mí nos daba tanto miedo semejante
posibilidad que muy pocas veces recordamos aquel episodio de nuestras
vidas. Supongo que alguien pensará que si la fortuna se
pone del lado de uno, no tiene mucho sentido sentir temor. Hasta ahí
estamos de acuerdo, pero ¿y si la buena suerte viene de mano de la
desgracia? Aunque lo parezca, no es un contrasentido ni mucho menos,
pues a mi amigo, como no, le ocurrió algo así.
Estábamos
en el último curso del bachillerato. Después del verano
comenzaríamos nuestra vida universitaria y eso nos llenaba de
entusiasmo. No obstante, la cabeza de Bienvenido le daba vueltas a
algo que enturbiaba la alegría por el inminente inicio de nuestra
vida independiente. Mi amigo, como todos los chicos de entonces,
tenía que hacer el servicio militar, de lo que yo me libraría por
ser hijo de viuda. Se mostraba el muchacho indeciso con el momento
oportuno de cumplir con sus obligaciones para con la patria. Por un
lado, y puesto que iba a estudiar una carrera, podía solicitar la
correspondiente prórroga y hacer el servio al terminarla, mas por
otro, se mostraba proclive a realizarlo antes de comenzar los
estudios y así quitárselo de encima. Esta última posibilidad
significaba tener que alejarnos durante un largo tiempo, cosa que a
ninguno le hacía demasiada gracia, pero Bienvenido se inclinaba más
por esa opción, para que la “mili” no le pillara con unos
cuantos años por encima de los demás reclutas.
-Todavía
faltan unos meses para terminar el curso –le dije yo un día- y con
la suerte que tienes seguro que al final ni te llaman a filas.
Supongo
que lo que después ocurrió había de ocurrir de igual manera
hubiese o no pronunciado yo aquellas palabras, pero reconozco que en
algún momento deseé no haberlas dicho nunca. Unas semanas más
tarde el padre de mi amigo, Don Romualdo, cayó enfermo de gripe,
algo bastante común por otra parte, aunque para una persona que
padecía de las vías respiratorias suponía una complicación
añadida. El pobre hombre jamás se recuperó. Poco a poco se fue
deteriorando, hasta que finalmente murió de un ataque de asma,
provocado por la insuficiencia respiratoria que había hecho mella en
él, pues la gripe había degenerado en neumonía. De esta fatídica
manera, mi amigo se convirtió en hijo de viuda, terminando de esta
forma sus cavilaciones sobre el maldito servicio militar, que
finalmente ya no tendría que hacer. De nuevo la suerte le había
sonreído, aunque esta vez se había cobrado un caro precio por ello.
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