La
vida universitaria es una experiencia que nadie se debería perder.
Aunque antes no era como ahora, ni mucho menos. Por aquel entonces no
había tanta libertad, que digo no había tanta, no había
absolutamente ninguna, pero para unos muchachos de pueblo y sin mayor
interés que nuestros estudios y pasarlo bien, empezar una vida nueva
en Salamanca, alejados de nuestro núcleo familiar, fue todo un
acontecimiento. Nos fuimos a vivir a una pensión en la
calle Prior, al lado de la Plaza Mayor, donde el ambiente
estudiantil y la alegría propia de la juventud lo impregnaban
todo. Allí conocimos a otros muchachos que, al igual que nosotros,
habían dejado atrás el pueblo y arribado en la ciudad con la
intención de culturizarse. Ahora mismo me viene a la memoria Juanito
Alvarez, un mozalbete simpático y bonachón, amigo de la juerga
hasta la saciedad, que nos introdujo en el mundo de las correrías
nocturnas. No tenía el Juanito mucho afán de estudio, todo hay que
decirlo, pero era un buen muchacho y enseguida nos hicimos amigos.
Creo recordar que estaba en tercero de Derecho cuando le conocimos y
en tercero de Derecho seguía, tal vez con una o dos asignaturas más
aprobadas, cuando, finalizados nuestros estudios, volvimos al pueblo.
El
caso es que durante nuestra vida universitaria tampoco faltaron a
Bienvenido momentos de fortuna, ni mucho menos. El más sorprendente
fue el caso de Celita Narváez, una muchachita dulce y tímida, con
una belleza espectacular, increíblemente parecida a Grace Kelly, por
la que la mayoría de los alumnos de la facultad de Filosofía y
Letras andábamos de cabeza. Celita vivía bien cerca de la Facultad,
en una casa señorial que delataba su posición social. Todas las
tardes salía a pasear por los jardines que había en frente de
nuestro lugar de estudio, acompañando a una anciana que
presumiblemente debía ser su abuela, al lado de la cual se sentaba
siempre en el mismo banco, aquel que quedaba justo debajo de la
rosaleda, y sacando un libro de su pequeño bolso, deleitaba a la
vieja con su lectura. Mis compañeros y yo la mirábamos como idiotas
a través de la luminosa cristalera del aula, haciendo comentarios
estúpidos sobre la suerte que tenía la anciana, conjeturando sobre
cuál sería el tema de aquella lectura diaria de la cual nos
gustaría ser atentos oyentes. Luego, cuando terminaban las lecciones
del día y por fin podíamos salir, nos posicionábamos cerca de las
dos mujeres, siempre en el mismo lugar, por donde sabíamos que ambas
pasarían de vuelta de su paseo y su ratito de lectura. Cuando
finalmente desfilaban ante nosotros ninguno se atrevía a decir nada,
temerosos de que la anciana pudiera reprender al que se atreviera a
echar un piropo a su nieta, y nos limitábamos a contemplar sus
encantos, mientras Celita, muy digna, sabiéndose observada, fijaba
su mirada en un punto lejano, sin tener jamás la deferencia de
posarla en ninguno de nosotros. Todos y cada uno de los componentes
de nuestro grupo estudiantil, incluido yo, por supuesto, soñábamos
con el momento de encontrarnos a solas con Celita, imaginando,
buscando las palabras apropiadas que le diríamos, las palabras que
consiguieran conquistar el corazón de la linda muchacha. A veces
hacíamos apuestas sobre quién sería el afortunado que se llevaría
su amor, pero el caso es que para ella parecíamos no existir, pues
se limitaba a su paseo acostumbrado por el parque, a sus lecturas
diarias, sin prestarnos la más mínima atención.
Bienvenido
era el paciente depositario de mis confidencias sobre aquellas ansias
amorosas que me habían entrado de repente. No les he contado, lo
hago ahora, que mi amigo y yo no estudiábamos la misma carrera, pues
mientras yo me había decantado por las letras, él se había
decidido por la medicina, motivo por el cual no conocía a nuestra
adorada Celita, ya que cada uno pasaba el día con sus respectivos
compañeros y era al caer la tarde cuando nos reuníamos en la
pensión, en la Plaza Mayor o en cualquier otro lugar de diversión.
Decía pues, que Bienvenido tenía que aguantar todas las noches,
metidos en las camas de la habitación que compartíamos, mis
retahílas, a veces ilusionadas, a veces hasta incoherentes, sobre
Celita y la locura que nos había entrado a los muchachos por ella.
-
Pues sí que tiene que ser bella la muchacha – me dijo una noche –
un día de estos quedaré con vosotros, pues yo también quiero
conocerla.
Dicho
y hecho. Unos días más tarde mi amigo quedó en acudir al parque
con el fin de comprobar con sus propios ojos cuan ciertas eran las
alabanzas que yo prodigaba a la linda muchacha. Tanto mis compañeros
como yo hacía rato que nos habíamos apostado en el lugar de
siempre, desde el cual Celita quedaba en nuestro punto de mira. Yo
esperaba ansioso la llegada de mi compañero de fatigas, pero éste
no aparecía por ningún lado. Sólo cuando la bella niña y su
supuesta abuela se levantaron del banco con la intención de
marcharse, divisé a lo lejos la silueta de mi amigo, corriendo como
un poseso, sabedor de que llegaba tarde a su cita. Tan alocada era su
carrera que al pasar al lado de Celita, desconocedor por completo de
su identidad, chocó con ella haciendo que el libro que la
chica llevaba entre sus manos diera en el suelo. Él se
apresuró a recogerlo y devolvérselo a su dueña. Fue en ese preciso
instante cuando sus miradas se cruzaron y yo supe que ya me podía
despedir para siempre del hipotético amor de Celita. Ella le sonrió
mientras él la miraba con cara de alucinado, absolutamente
embelesado, hechizado por la carita angelical de la chiquilla.
Cruzaron unas palabras, supuse que de disculpa y se despidieron con
el gesto galante de Bienvenido besándole la mano, mientras se
quedaba contemplando la hermosa silueta de nuestra Celita alejándose
con una sonrisa de bobo dibujada en su rostro. A ninguno de mis
compañeros, ni a mí, se nos pasó por alto el rubor que pintaba las
mejillas de la niña, ni el brillo ilusionado que desprendían sus
ojos claros. Lo que ninguno de nosotros habíamos conseguido en
muchos meses de callada contemplación lo había conseguido el
afortunado de mi amigo con un simple tropezón. No es que fuera
mucho, una sonrisa, una simple mirada, pero por algo se empieza.
Cuando finalmente mi amigo llegó a nuestro lado no pudo ser más
expresivo. Recuerdo perfectamente sus palabras textuales.
-¿Habéis
visto a esa chica? Celita no puede ser más guapa que ella.
-En
eso tienes razón – le contesté – como que es ella.
Efectivamente
era ella y una vez más mi amigo fue el hombre más afortunado del
mundo. Cuando conoció la identidad de la chica que provocó en él
un imprevisible flechado amoroso, no pudo mostrarse más
desencantado. Era la mujer de la que su amigo, es decir yo, le
hablaba todas las noches como la musa de sus sueños. Me dijo
que no me preocupara, que yo la había visto antes y que no se
interpondría en mi camino, pero yo le hice desistir de semejante
idea. Sabía que si ambos nos enamorábamos de la misma mujer yo
llevaba todas las de perder, por eso fui yo el que le dejó a él el
camino libre, no sin cierta rabia, para que lo voy a ocultar.
Sin embargo sé que hice bien. Celita Narváez es, hoy en día, la
viuda de Bienvenido. Han estado juntos muchos años, han
compartido toda una vida de felicidad y si bien al principio me costó
un poco entender por qué lo había elegido a él, que no era
especialmente atractivo, con el tiempo me di cuenta de que estaban
hechos el uno para el otro. Por otra parte, cuando se hicieron
novios y tuve oportunidad de conocer a la chica, supe que no era el
tipo de mujer que yo buscaba, o mejor dicho, que a mí me gustaba,
porque buscar no buscaba ninguna. Celita era demasiado tímida,
demasiado seria, incluso me atrevería a decir que un poco mojigata y
a mí me atraía más una chica divertida, con la que se pudiera
hablar de cualquier cosa, alguien como mi esposa Concha, la mujer que
acabó entrando en mi vida unos años después. Celita tampoco era la
muchacha señorial que habíamos pensado, ni la vieja era su abuela.
Ella simplemente era la dama de compañía de aquella anciana
millonaria, que la había traído de un pueblo perdido de Albacete
por recomendación de un pariente. Digo esto para deshacer el
equívoco, no porque piense que tenga demasiada importancia lo que
Celita fuese o dejase de ser, pues estoy firmemente convencido de que
las personas deben valorarse por lo que son interiormente, no por las
apariencias, y ella era una buena muchacha, sin duda alguna.
Dejando
atrás ya el episodio del noviazgo de mi amigo, me gustaría
contarles otro golpe de suerte realmente sorprendente. Ocurrió
cuando ambos estábamos en el último año de universidad. La década
de los sesenta se vislumbraba ya cercana y algunos grupos
estudiantiles empezaban a revolverse intranquilos ansiosos de
respirar unos aires de cambio que todavía tardarían en llegar.
Muchachos, a veces liderados por algún profesor arriesgado, se
reunían clandestinamente intentando buscar soluciones a una
represión que cada vez les ahogaba más. No sé en qué momento
Bienvenido empezó a interesarse por esas actividades catalogadas por
aquel entonces como subversivas, pero lo cierto es que un día se le
ocurrió invitarme a mí a una de ellas. Yo ignoraba que mi amigo se
dedicase a semejante menesteres y, entre sorprendido y asustado,
rechacé la invitación, a la vez que intentaba convencerlo de que él
tampoco debía de acudir a la reunión, pues con ello no haría otra
cosa que ponerse en peligro.
-No
hagas tonterías a estas alturas –le dije –estás a punto de
terminar la carrera y no creo que merezca la pena echar todo por la
borda por acudir a una reunión donde se debatirán unos asuntos tan
absurdos como imposibles.
No
le pareció bien mi repuesta, estoy seguro de ello, aunque se guardó
de decirlo. Simplemente me contestó que intentar derrocar la
dictadura que nos oprimía no era ni absurdo ni imposible y que si yo
no quería ir a la junta, que no fuera, pero que no tratara de
convencerlo a él. Confieso que me dejó un poco preocupado. De vez
en cuando la policía hacía redadas por las aulas, buscando
cualquier detalle, por nimio que fuera, que le permitiera detener a
quien pusiera en tela de juicio el régimen. Los estudiantes
estábamos considerados el mejor caldo de cultivo para la subversión
y la rebeldía y de vez en cuando alguno caía, por mucha precaución
que se tuviera. No sería raro que alguno de los cabecillas que
preparaban la susodicha reunión fuera un policía infiltrado o que
en el medio del debate hubiese una redada por sorpresa. Por todo ello
no me sorprendió demasiado recibir la llamada de mi amigo desde la
comisaría la noche de la juntanza. La policía se había
presentado por sorpresa y había detenido a unos cuantos, entre ellos
a él. Salí disparado a su encuentro pensando en lo peor, haciendo
cábalas y conjeturas sobre las torturas a las que estaría
siendo sometido, pensando en el aspecto que tendría, me lo imaginaba
herido y sangrante, tal vez medio muerto a causa de los palos
recibidos, incluso pensé en su pobre madre, doña Flor, y en lo sola
que se iba a quedar si metían a su hijo en la cárcel, o si lo
mataban, porque podía pasar de todo. Ni que decir tiene que ninguno
de mis negros augurios se cumplió. Ni siquiera tuve que entrar en la
comisaría, él estaba esperándome fuera, paseando por la acera tan
ricamente, mientras yo había hecho el camino hasta allí muerto de
miedo. Estúpido de mí. ¿Cómo había podido pensar semejantes
cosas? ¿Acaso no sabía que Bienvenido estaba tocado por la buena
fortuna y que nada malo podía ocurrirle? Porque díganme
ustedes si no es suerte que a la primera disculpa le dejasen libre,
sin ni siquiera interrogarle, sin poner en cuestión sus absurdas
afirmaciones. Según me contó mi amigo después de trasladarle a
Comisaría lo sentaron en un banco y parecieron olvidarse de él
durante horas. Él era simple observador de las idas y venidas
de los demás detenidos, a los que oía gritar desesperadamente antes
de que salieran de algún cuarto con la cara desfigurada y el cuerpo
cosido a golpes. Bienvenido, por primera vez en su vida, sintió
miedo, un miedo atroz que le impedía agudizar el ingenio para
encontrar una solución que le permitiera salir de allí. Por eso,
cuando finalmente le llegó su turno y lo llevaron hasta el
comisario, a la pregunta de qué era lo que hacía en la consabida
reunión a él no se le ocurrió otra cosa que decir que se le había
olvidado un libro en el aula y que al regresar a buscarlo se había
encontrado a toda aquella gente allí, pero que no sabía ni quiénes
eran, ni qué hacían. Parece ser que el comisario lo miró unos
segundos antes de sonreír con sorna y después de decirle que con la
cara de imbécil que tenía, era imposible que estuviera mintiendo,
lo dejó marchar sin hacerle más preguntas y sin ni siquiera
comprobar que mi amigo no estudiaba en aquella facultad.
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