El hombre con suerte ( 4ª parte) - Gloria Losada


                                                            

La vida universitaria es una experiencia que nadie se debería perder. Aunque antes no era como ahora, ni mucho menos. Por aquel entonces no había tanta libertad, que digo no había tanta, no había absolutamente ninguna, pero para unos muchachos de pueblo y sin mayor interés que nuestros estudios y pasarlo bien, empezar una vida nueva en Salamanca, alejados de nuestro núcleo familiar, fue todo un acontecimiento.  Nos fuimos a vivir a una pensión  en la calle Prior, al lado de la Plaza Mayor, donde el ambiente estudiantil  y la alegría propia de la juventud lo impregnaban todo. Allí conocimos a otros muchachos que, al igual que nosotros, habían dejado atrás el pueblo y arribado en la ciudad con la intención de culturizarse. Ahora mismo me viene a la memoria Juanito Alvarez, un mozalbete simpático y bonachón, amigo de la juerga hasta la saciedad, que nos introdujo en el mundo de las correrías nocturnas. No tenía el Juanito mucho afán de estudio, todo hay que decirlo, pero era un buen muchacho y enseguida nos hicimos amigos. Creo recordar que estaba en tercero de Derecho cuando le conocimos y en tercero de Derecho seguía, tal vez con una o dos asignaturas más aprobadas, cuando, finalizados nuestros estudios, volvimos al pueblo.
      El caso es que durante nuestra vida universitaria tampoco faltaron a Bienvenido momentos de fortuna, ni mucho menos. El más sorprendente fue el caso de Celita Narváez, una muchachita dulce y tímida, con una belleza espectacular, increíblemente parecida a Grace Kelly, por la que la mayoría de los alumnos de la facultad de Filosofía y Letras andábamos de cabeza. Celita vivía bien cerca de la Facultad, en una casa señorial que delataba su posición social. Todas las tardes salía a pasear por los jardines que había en frente de nuestro lugar de estudio, acompañando a una anciana que presumiblemente debía ser su abuela, al lado de la cual se sentaba siempre en el mismo banco, aquel que quedaba justo debajo de la rosaleda, y sacando un libro de su pequeño bolso, deleitaba a la vieja con su lectura. Mis compañeros y yo la mirábamos como idiotas a través de la luminosa cristalera del aula, haciendo comentarios estúpidos sobre la suerte que tenía la anciana, conjeturando sobre cuál sería el tema de aquella lectura diaria de la cual nos gustaría ser atentos oyentes. Luego, cuando terminaban las lecciones del día y por fin podíamos salir, nos posicionábamos cerca de las dos mujeres, siempre en el mismo lugar, por donde sabíamos que ambas pasarían de vuelta de su paseo y su ratito de lectura. Cuando finalmente desfilaban ante nosotros ninguno se atrevía a decir nada, temerosos de que la anciana pudiera reprender al que se atreviera a echar un piropo a su nieta, y nos limitábamos a contemplar sus encantos, mientras Celita, muy digna, sabiéndose observada, fijaba su mirada en un punto lejano, sin tener jamás la deferencia  de posarla en ninguno de nosotros. Todos y cada uno de los componentes de nuestro grupo estudiantil, incluido yo, por supuesto, soñábamos con el momento de encontrarnos a solas con Celita, imaginando, buscando las palabras apropiadas que le diríamos, las palabras que consiguieran conquistar el corazón de la linda muchacha. A veces hacíamos apuestas sobre quién sería el afortunado que se llevaría su amor, pero el caso es que para ella parecíamos no existir, pues se limitaba a su paseo acostumbrado por el parque, a sus lecturas diarias, sin prestarnos la más mínima atención.
      Bienvenido era el paciente depositario de mis confidencias sobre aquellas ansias amorosas que me habían entrado de repente. No les he contado, lo hago ahora, que mi amigo y yo no estudiábamos la misma carrera, pues mientras yo me había decantado por las letras, él se había decidido por la medicina, motivo por el cual no conocía a nuestra adorada Celita, ya que cada uno pasaba el día con sus respectivos compañeros y era al caer la tarde cuando nos reuníamos en la pensión, en la Plaza Mayor o en cualquier otro lugar de diversión. Decía pues, que Bienvenido tenía que aguantar todas las noches, metidos en las camas de la habitación que compartíamos, mis retahílas, a veces ilusionadas, a veces hasta incoherentes, sobre Celita y la locura que nos había entrado a los muchachos por ella.
     - Pues sí que tiene que ser bella la muchacha – me dijo una noche – un día de estos quedaré con vosotros, pues yo también quiero conocerla.
     Dicho y hecho. Unos días más tarde mi amigo quedó en acudir al parque con el fin de comprobar con sus propios ojos cuan ciertas eran las alabanzas que yo prodigaba a la linda muchacha. Tanto mis compañeros como yo hacía rato que nos habíamos apostado en el lugar de siempre, desde el cual Celita quedaba en nuestro punto de mira. Yo esperaba ansioso la llegada de mi compañero de fatigas, pero éste no aparecía por ningún lado. Sólo cuando la bella niña y su supuesta abuela se levantaron del banco con la intención de marcharse, divisé a lo lejos la silueta de mi amigo, corriendo como un poseso, sabedor de que llegaba tarde a su cita. Tan alocada era su carrera que al pasar al lado de Celita, desconocedor por completo de su  identidad, chocó con ella haciendo que el libro que la chica llevaba entre sus manos diera en el suelo.  Él se apresuró a recogerlo y devolvérselo a su dueña. Fue en ese preciso instante cuando sus miradas se cruzaron y yo supe que ya me podía despedir para siempre del hipotético amor de Celita. Ella le sonrió mientras él la miraba con cara de alucinado, absolutamente embelesado, hechizado por la carita angelical de la chiquilla. Cruzaron unas palabras, supuse que de disculpa y se despidieron con el gesto galante de Bienvenido besándole la mano, mientras se quedaba contemplando la hermosa silueta de nuestra Celita alejándose con una sonrisa de bobo dibujada en su rostro. A ninguno de mis compañeros, ni a mí, se nos pasó por alto el rubor que pintaba las mejillas de la niña, ni el brillo ilusionado que desprendían sus ojos claros. Lo que ninguno de nosotros habíamos conseguido en muchos meses de callada contemplación lo había conseguido el afortunado de mi amigo con un simple tropezón. No es que fuera mucho, una sonrisa, una simple mirada, pero por algo se empieza. Cuando finalmente mi amigo llegó a nuestro lado no pudo ser más expresivo. Recuerdo perfectamente sus palabras textuales.
     -¿Habéis visto a esa chica? Celita no puede ser más guapa que ella.
     -En eso tienes razón – le contesté – como que es ella.
    Efectivamente era ella y una vez más mi amigo fue el hombre más afortunado del mundo. Cuando conoció la identidad de la chica que provocó en él un imprevisible flechado amoroso, no pudo mostrarse más desencantado. Era la mujer de la que su amigo, es decir yo, le hablaba todas las noches como la musa de sus sueños.  Me dijo que no me preocupara, que yo la había visto antes y que no se interpondría en mi camino, pero yo le hice desistir de semejante idea. Sabía que si ambos nos enamorábamos de la misma mujer yo llevaba todas las de perder, por eso fui yo el que le dejó a él el camino libre, no sin cierta rabia, para que lo voy a ocultar.  Sin embargo sé que hice bien. Celita Narváez es, hoy en día, la viuda de Bienvenido.  Han estado juntos muchos años, han compartido toda una vida de felicidad y si bien al principio me costó un poco entender por qué lo había elegido a él, que no era especialmente atractivo, con el tiempo me di cuenta de que estaban hechos el uno para el otro.  Por otra parte, cuando se hicieron novios y tuve oportunidad de conocer a la chica, supe que no era el tipo de mujer que yo buscaba, o mejor dicho, que a mí me gustaba, porque buscar no buscaba ninguna. Celita era demasiado tímida, demasiado seria, incluso me atrevería a decir que un poco mojigata y a mí me atraía más una chica divertida, con la que se pudiera hablar de cualquier cosa, alguien como mi esposa Concha, la mujer que acabó entrando en mi vida unos años después. Celita tampoco era la muchacha señorial que habíamos pensado, ni la vieja era su abuela. Ella simplemente era la dama de compañía de aquella anciana millonaria, que la había traído de un pueblo perdido de Albacete por recomendación de un pariente. Digo esto para deshacer el equívoco, no porque piense que tenga demasiada importancia lo que Celita fuese o dejase de ser, pues estoy firmemente convencido de que las personas deben valorarse por lo que son interiormente, no por las apariencias, y ella era una buena muchacha, sin duda alguna.
       Dejando atrás ya el episodio del noviazgo de mi amigo, me gustaría contarles otro golpe de suerte realmente sorprendente. Ocurrió cuando ambos estábamos en el último año de universidad. La década de los sesenta se vislumbraba ya cercana y algunos grupos estudiantiles empezaban a revolverse intranquilos ansiosos de respirar unos aires de cambio que todavía tardarían en llegar. Muchachos, a veces liderados por algún profesor arriesgado, se reunían clandestinamente intentando buscar soluciones a una represión que cada vez les ahogaba más. No sé en qué momento Bienvenido empezó a interesarse por esas actividades catalogadas por aquel entonces como subversivas, pero lo cierto es que un día se le ocurrió invitarme a mí a una de ellas. Yo ignoraba que mi amigo se dedicase a semejante menesteres y, entre sorprendido y asustado, rechacé la invitación, a la vez que intentaba convencerlo de que él tampoco debía de acudir a la reunión, pues con ello no haría otra cosa que ponerse en peligro.
     -No hagas tonterías a estas alturas –le dije –estás a punto de terminar la carrera y no creo que merezca la pena echar todo por la borda por acudir a una reunión donde se debatirán unos asuntos tan absurdos como imposibles.
     No le pareció bien mi repuesta, estoy seguro de ello, aunque se guardó de decirlo. Simplemente me contestó que intentar derrocar la dictadura que nos oprimía no era ni absurdo ni imposible y que si yo no quería ir a la junta, que no fuera, pero que no tratara de convencerlo a él. Confieso que me dejó un poco preocupado. De vez en cuando la policía hacía redadas por las aulas, buscando cualquier detalle, por nimio que fuera, que le permitiera detener a quien  pusiera en tela de juicio el régimen. Los estudiantes estábamos considerados el mejor caldo de cultivo para la subversión y la rebeldía y de vez en cuando alguno caía, por mucha precaución que se tuviera. No sería raro que alguno de los cabecillas que preparaban la susodicha reunión fuera un policía infiltrado o que en el medio del debate hubiese una redada por sorpresa. Por todo ello no me sorprendió demasiado recibir la llamada de mi amigo desde la comisaría  la noche de la juntanza. La policía se había presentado por sorpresa y había detenido a unos cuantos, entre ellos a él. Salí disparado a su encuentro pensando en lo peor, haciendo cábalas  y conjeturas sobre las torturas a las que estaría siendo sometido, pensando en el aspecto que tendría, me lo imaginaba herido y sangrante, tal vez medio muerto a causa de los palos recibidos, incluso pensé en su pobre madre, doña Flor, y en lo sola que se iba a quedar si metían a su hijo en la cárcel, o si lo mataban, porque podía pasar de todo. Ni que decir tiene que ninguno de mis negros augurios se cumplió. Ni siquiera tuve que entrar en la comisaría, él estaba esperándome fuera, paseando por la acera tan ricamente, mientras yo había hecho el camino hasta allí muerto de miedo. Estúpido de mí. ¿Cómo había podido pensar semejantes cosas? ¿Acaso no sabía que Bienvenido estaba tocado por la buena fortuna y que nada malo podía ocurrirle?  Porque díganme ustedes si no es suerte que a la primera disculpa le dejasen libre, sin ni siquiera interrogarle, sin poner en cuestión sus absurdas afirmaciones. Según me contó mi amigo después de trasladarle a Comisaría lo sentaron en un banco y parecieron olvidarse de él durante horas. Él era simple observador de las idas  y venidas de los demás detenidos, a los que oía gritar desesperadamente antes de que salieran de algún cuarto con la cara desfigurada y el cuerpo cosido a golpes. Bienvenido, por primera vez en su vida, sintió miedo, un miedo atroz que le impedía agudizar el ingenio para encontrar una solución que le permitiera salir de allí. Por eso, cuando finalmente le llegó su turno y lo llevaron hasta el comisario, a la pregunta de qué era lo que hacía en la consabida reunión a él no se le ocurrió otra cosa que decir que se le había olvidado un libro en el aula y que al regresar a buscarlo se había encontrado a toda aquella gente allí, pero que no sabía ni quiénes eran, ni qué hacían. Parece ser que el comisario lo miró unos segundos antes de sonreír con sorna y después de decirle que con la cara de imbécil que tenía, era imposible que estuviera mintiendo, lo dejó marchar sin hacerle más preguntas y sin ni siquiera comprobar que mi amigo no estudiaba en aquella facultad.
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