El hombre con suerte (5ª parte) - Gloria Losada







Cuando terminamos nuestras respectivas carreras regresamos al pueblo. Bienvenido, con su título de doctor en la mano, volvía con la  intención de poner un consultorio, pues por aquel entonces en el pueblo no había, y quien caía enfermo tenía que trasladarse a la ciudad más próxima, que distaba más de cincuenta kilómetros. Ahora puede parecer una nadería, pero en aquellos años en los que casi nadie tenía coche, apenas había transporte público y las carreteras eran poco menos que caminos de carro, desplazarse a la ciudad era toda una odisea. Por ello la idea de Bienvenido tuvo una estupenda acogida entre los lugareños, sobre todos entre los más ancianos, que siempre eran los que padecían más achaques. Por lo demás el muchacho resultó ser un buen galeno, acertado en el diagnóstico y en los remedios, generoso con los que no podían satisfacer sus honorarios y siempre presto a atender cualquier urgencia.
    El caso es que mientras que mi amigo encontraba en el pueblo la horma de su zapato, a mí aquello se me quedaba pequeño. Al principio me dediqué a dar clases particulares a los zagales que renqueaban en el colegio, pero pronto me di cuenta de que era una actividad que no me satisfacía. Mis miras eran más amplias, por eso cuando mi tío Jacinto, hermano de mi difunto padre, me propuso irme a Brasil, a donde él mismo había emigrado hacía ya muchos años, no me lo pensé dos veces. En España había quemado una etapa de mi vida y en aquellos momentos ya nadie me necesitaba. Mi madre vivía como una reina, pues todavía conservaba algo de dinero del premio aquel de la lotería y además la panadería funcionaba cada vez mejor y daba buenas ganancias. Dos de mis hermanos habían decidido tomar las riendas del negocio y las dos niñas, las pequeñas, estudiaban y soñaban con lo que cualquier niña de entonces, que no era otra cosa que encontrar un buen marido y formar una familia. Así las cosas decidí que aceptar el ofrecimiento de mi tío era lo mejor que podía hacer. El buen hombre me había conseguido un puesto como profesor de español en un colegio, con lo que cruzar el charco significaba para mí renovar mis ilusiones. Sólo un detalle empañaba  la alegría de mi marcha y no era otra cosa que la separación de mis seres queridos, tanto de mi familia como de mi buen amigo Bienvenido. El día de mi partida, con los ojos cegados por las lágrimas y el corazón encogido por la emoción, nos despedimos jurándonos amistad eterna, y con resignación enfermiza tomamos caminos diferentes que nos mantendrían largo tiempo separados.
      Mentiría si dijese que la vida en Brasil, tan lejos de casa, fue fácil, no lo fue y menos al principio, en un país extraño del que nada conocía, ni las costumbres, ni el idioma, ni su idiosincrasia, nada. Pero con el tiempo uno termina por adaptarse a todo y así me ocurrió a mí. Al cabo de unos años tenía un trabajo estable que me permitía vivir bien y aunque me acordaba de España y de todo lo que allí había dejado, cada vez estaba más convencido de que había hecho lo correcto y de que mi sitio estaba en aquel rincón del mundo.  Conocí a Concha, una mulata espectacular, de culo prieto y pechos firmes, de sonrisa perenne y fácil, hija de una cubana y un español afincados en Río, que en poco tiempo se convirtió en mi esposa. Con ello las raíces que había comenzado a echar en la tierra de la samba y la alegría profundizaron aún más. Ni que decir tiene que aunque los lazos con la madre patria fueran cada vez menos firmes, la amistad con Bienvenido permanecía intacta. Manteníamos una relación epistolar frecuente y detallista, en la que él me hablaba de la marcha de su consultorio, de la familia, de lo que estaba cambiando el pueblo o de lo mucho de añoraba mi ausencia y en la que yo le relataba los detalles de mi vida en ultramar, detalles que a él le encantaba leer, según decía, pues no eran sino el reflejo de una vida bien distinta a la que él llevaba.  No faltaron en sus cartas episodios referentes a sus frecuentes golpes de suerte, problemas que se resolvían casi solos, fortuna en el juego, nada demasiado llamativo, o tal vez no me lo pareciera a mí, pues no es lo mismo vivir las situaciones en primera persona que limitarse a ser mero lector de las mismas y encima contadas por alguien que daba tan poca importancia a su fortuna como mi ilustre colega.
      No volví a ser testigo directo de episodios semejantes hasta muchos años después, cuando mi pobre madre enfermó de muerte y yo regresé a España por primera vez,  más de veinte años después de haberme marchado. A la buena mujer le dio una apoplejía de la que nunca llegó a recuperarse y puesto que los médicos no le daban muchas esperanzas de vida, como así fue, yo quise viajar a su lado para acompañarla en sus últimos días de existencia. Todavía recuerdo su dulce rostro, surcado por profundas arrugas, enmarcando aquellos ojos negros cuya mirada limpia se iluminó nada más verme entrar por la puerta de la casa. Apenas si podía hablar, pero todavía le quedaron fuerzas para pronunciar mi nombre y rodearme con sus ya débiles brazos. ¡Cuánto me arrepentí en aquel momento de no haber regresado antes! Tantas y tantas veces me lo había pedido y yo siempre le daba largas…..Y no era más que la pereza por emprender un viaje tan largo, ya ven. Me bastaba con saber que tanto ella como mis hermanos estaban bien de salud y de todo lo demás, y fui tan despegado que nunca se me ocurrió que le podría haber gustado conocer a mi mujer y a sus dos nietos, mis hijos. Pero la vida es así y de nada vale arrepentirse de lo que no se ha hecho cuando ya es tarde para ello. Por lo menos sé que mi madre murió con la satisfacción de volver a abrazarme, aunque sólo fuera por un instante.
     Ocurrió, pues, que durante las dos o tres semanas que en aquella ocasión permanecí en el pueblo, mi amigo Bienvenido no estaba, pues se había ausentado del mismo con motivo de  unas merecidas vacaciones con su familia. Con todo el jaleo de mi madre no había podido ponerme en contacto con él y no quería regresar de nuevo a Brasil sin verle, por eso en cuanto mi progenitora falleció lo primero que hice fue visitar a su madre, doña Flor, que estaba ya muy mayor pero con la cabeza muy lúcida y fue ella la que me facilitó el número de teléfono en el que pude finalmente localizar a su hijo. No se pueden imaginar la alegría que sentí al escuchar de nuevo su voz, fue como si de repente el tiempo no hubiera pasado y se agolparan en mi mente todos los recuerdos de los buenos tiempos vividos juntos. Después de darle la triste noticia de la muerte de mi madre, que ya sabía por la suya, le conté que apenas me quedaría dos o tres días más, el tiempo suficiente para arreglar unos asuntos que tenía pendientes, tras los cuales debía marchar a Brasil de nuevo, pues mis obligaciones me esperaban. A mi amigo todavía le quedaba una semana de vacaciones por disfrutar, pero no dudó ni un instante en adelantar su regreso para poder compartir conmigo esos pocos días que yo tenía pensado permanecer en el pueblo. Así pues cambió su billete de avión y al día siguiente de nuestra conversación telefónica nos encontramos de nuevo después de muchos años. Me sorprendió verle llegar con su familia, pues me había comentado que lo más probable era que permaneciesen en su lugar de veraneo hasta la fecha proyectada para su vuelta, pero finalmente habían decidido volver con él y allí estaban, Celita Narvaez, tan estirada como siempre, y su hija Carmen, una graciosa muchachita de casi veinte años. Fue un reencuentro lleno de emociones, dedicados ambos en cuerpo y alma  a recordar un pasado que se nos antojaba ya muy lejano, mientras volvíamos a vivir momentos que se quedarían grabados en nuestra alma para siempre: nuestras familias juntas, nuestras visitas a amigos comunes, incluso detalles tan poco importantes como paseos solitarios a la vera del río.
     Finalmente llegó la hora de mi regreso. Los asuntos que había tenido que solucionar se habían demorado un poco y finalmente partía para Brasil el mismo día que Bienvenido y su familia hubieran regresado de sus vacaciones si yo no los hubiera llamado. Aquel día almorzamos juntos, sabiendo ambos que seguramente pasarían algunos años antes de tener oportunidad de hacerlo de nuevo, y mientras charlábamos animadamente en el confortable comedor de su casa, la televisión dio la noticia que nos dejó a todos medio atragantados. Un avión procedente de Tenerife se había estrellado nada mas iniciar la maniobra de despegue. No había supervivientes. Era el vuelo en el que mi amigo y su familia hubieran tenido que regresar de sus vacaciones.  En esa ocasión su suerte había llegado de mi mano.












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