Cuando
terminamos nuestras respectivas carreras regresamos al pueblo.
Bienvenido, con su título de doctor en la mano, volvía con la
intención de poner un consultorio, pues por aquel entonces en el
pueblo no había, y quien caía enfermo tenía que trasladarse a la
ciudad más próxima, que distaba más de cincuenta kilómetros.
Ahora puede parecer una nadería, pero en aquellos años en los que
casi nadie tenía coche, apenas había transporte público y las
carreteras eran poco menos que caminos de carro, desplazarse a la
ciudad era toda una odisea. Por ello la idea de Bienvenido tuvo una
estupenda acogida entre los lugareños, sobre todos entre los más
ancianos, que siempre eran los que padecían más achaques. Por lo
demás el muchacho resultó ser un buen galeno, acertado en el
diagnóstico y en los remedios, generoso con los que no podían
satisfacer sus honorarios y siempre presto a atender cualquier
urgencia.
El
caso es que mientras que mi amigo encontraba en el pueblo la horma de
su zapato, a mí aquello se me quedaba pequeño. Al principio me
dediqué a dar clases particulares a los zagales que renqueaban en el
colegio, pero pronto me di cuenta de que era una actividad que no me
satisfacía. Mis miras eran más amplias, por eso cuando mi tío
Jacinto, hermano de mi difunto padre, me propuso irme a Brasil, a
donde él mismo había emigrado hacía ya muchos años, no me lo
pensé dos veces. En España había quemado una etapa de mi vida y en
aquellos momentos ya nadie me necesitaba. Mi madre vivía como una
reina, pues todavía conservaba algo de dinero del premio aquel de la
lotería y además la panadería funcionaba cada vez mejor y daba
buenas ganancias. Dos de mis hermanos habían decidido tomar las
riendas del negocio y las dos niñas, las pequeñas, estudiaban y
soñaban con lo que cualquier niña de entonces, que no era otra cosa
que encontrar un buen marido y formar una familia. Así las cosas
decidí que aceptar el ofrecimiento de mi tío era lo mejor que podía
hacer. El buen hombre me había conseguido un puesto como profesor de
español en un colegio, con lo que cruzar el charco significaba para
mí renovar mis ilusiones. Sólo un detalle empañaba la
alegría de mi marcha y no era otra cosa que la separación de mis
seres queridos, tanto de mi familia como de mi buen amigo Bienvenido.
El día de mi partida, con los ojos cegados por las lágrimas y el
corazón encogido por la emoción, nos despedimos jurándonos amistad
eterna, y con resignación enfermiza tomamos caminos diferentes que
nos mantendrían largo tiempo separados.
Mentiría
si dijese que la vida en Brasil, tan lejos de casa, fue fácil, no lo
fue y menos al principio, en un país extraño del que nada conocía,
ni las costumbres, ni el idioma, ni su idiosincrasia, nada. Pero con
el tiempo uno termina por adaptarse a todo y así me ocurrió a mí.
Al cabo de unos años tenía un trabajo estable que me permitía
vivir bien y aunque me acordaba de España y de todo lo que allí
había dejado, cada vez estaba más convencido de que había hecho lo
correcto y de que mi sitio estaba en aquel rincón del mundo.
Conocí a Concha, una mulata espectacular, de culo prieto y pechos
firmes, de sonrisa perenne y fácil, hija de una cubana y un español
afincados en Río, que en poco tiempo se convirtió en mi esposa. Con
ello las raíces que había comenzado a echar en la tierra de la
samba y la alegría profundizaron aún más. Ni que decir tiene que
aunque los lazos con la madre patria fueran cada vez menos firmes, la
amistad con Bienvenido permanecía intacta. Manteníamos una relación
epistolar frecuente y detallista, en la que él me hablaba de la
marcha de su consultorio, de la familia, de lo que estaba cambiando
el pueblo o de lo mucho de añoraba mi ausencia y en la que yo le
relataba los detalles de mi vida en ultramar, detalles que a él le
encantaba leer, según decía, pues no eran sino el reflejo de una
vida bien distinta a la que él llevaba. No faltaron en sus
cartas episodios referentes a sus frecuentes golpes de suerte,
problemas que se resolvían casi solos, fortuna en el juego, nada
demasiado llamativo, o tal vez no me lo pareciera a mí, pues no es
lo mismo vivir las situaciones en primera persona que limitarse a ser
mero lector de las mismas y encima contadas por alguien que daba tan
poca importancia a su fortuna como mi ilustre colega.
No
volví a ser testigo directo de episodios semejantes hasta muchos
años después, cuando mi pobre madre enfermó de muerte y yo regresé
a España por primera vez, más de veinte años después de
haberme marchado. A la buena mujer le dio una apoplejía de la que
nunca llegó a recuperarse y puesto que los médicos no le daban
muchas esperanzas de vida, como así fue, yo quise viajar a su lado
para acompañarla en sus últimos días de existencia. Todavía
recuerdo su dulce rostro, surcado por profundas arrugas, enmarcando
aquellos ojos negros cuya mirada limpia se iluminó nada más verme
entrar por la puerta de la casa. Apenas si podía hablar, pero
todavía le quedaron fuerzas para pronunciar mi nombre y rodearme con
sus ya débiles brazos. ¡Cuánto me arrepentí en aquel momento de
no haber regresado antes! Tantas y tantas veces me lo había pedido y
yo siempre le daba largas…..Y no era más que la pereza por
emprender un viaje tan largo, ya ven. Me bastaba con saber que tanto
ella como mis hermanos estaban bien de salud y de todo lo demás, y
fui tan despegado que nunca se me ocurrió que le podría haber
gustado conocer a mi mujer y a sus dos nietos, mis hijos. Pero la
vida es así y de nada vale arrepentirse de lo que no se ha hecho
cuando ya es tarde para ello. Por lo menos sé que mi madre murió
con la satisfacción de volver a abrazarme, aunque sólo fuera por un
instante.
Ocurrió,
pues, que durante las dos o tres semanas que en aquella ocasión
permanecí en el pueblo, mi amigo Bienvenido no estaba, pues se había
ausentado del mismo con motivo de unas merecidas vacaciones con
su familia. Con todo el jaleo de mi madre no había podido ponerme en
contacto con él y no quería regresar de nuevo a Brasil sin verle,
por eso en cuanto mi progenitora falleció lo primero que hice fue
visitar a su madre, doña Flor, que estaba ya muy mayor pero con la
cabeza muy lúcida y fue ella la que me facilitó el número de
teléfono en el que pude finalmente localizar a su hijo. No se pueden
imaginar la alegría que sentí al escuchar de nuevo su voz, fue como
si de repente el tiempo no hubiera pasado y se agolparan en mi mente
todos los recuerdos de los buenos tiempos vividos juntos. Después de
darle la triste noticia de la muerte de mi madre, que ya sabía por
la suya, le conté que apenas me quedaría dos o tres días más, el
tiempo suficiente para arreglar unos asuntos que tenía pendientes,
tras los cuales debía marchar a Brasil de nuevo, pues mis
obligaciones me esperaban. A mi amigo todavía le quedaba una semana
de vacaciones por disfrutar, pero no dudó ni un instante en
adelantar su regreso para poder compartir conmigo esos pocos días
que yo tenía pensado permanecer en el pueblo. Así pues cambió su
billete de avión y al día siguiente de nuestra conversación
telefónica nos encontramos de nuevo después de muchos años. Me
sorprendió verle llegar con su familia, pues me había comentado que
lo más probable era que permaneciesen en su lugar de veraneo hasta
la fecha proyectada para su vuelta, pero finalmente habían decidido
volver con él y allí estaban, Celita Narvaez, tan estirada como
siempre, y su hija Carmen, una graciosa muchachita de casi veinte
años. Fue un reencuentro lleno de emociones, dedicados ambos en
cuerpo y alma a recordar un pasado que se nos antojaba ya muy
lejano, mientras volvíamos a vivir momentos que se quedarían
grabados en nuestra alma para siempre: nuestras familias juntas,
nuestras visitas a amigos comunes, incluso detalles tan poco
importantes como paseos solitarios a la vera del río.
Finalmente
llegó la hora de mi regreso. Los asuntos que había tenido que
solucionar se habían demorado un poco y finalmente partía para
Brasil el mismo día que Bienvenido y su familia hubieran regresado
de sus vacaciones si yo no los hubiera llamado. Aquel día almorzamos
juntos, sabiendo ambos que seguramente pasarían algunos años antes
de tener oportunidad de hacerlo de nuevo, y mientras charlábamos
animadamente en el confortable comedor de su casa, la televisión dio
la noticia que nos dejó a todos medio atragantados. Un avión
procedente de Tenerife se había estrellado nada mas iniciar la
maniobra de despegue. No había supervivientes. Era el vuelo en el
que mi amigo y su familia hubieran tenido que regresar de sus
vacaciones. En esa ocasión su suerte había llegado de mi
mano.
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