El hombre con suerte ( 6ª y última parte) - Gloria Losada


                                                    

       Poco después de mi regreso a Brasil recibí una emocionada carta de Bienvenido, cuyas letras denotaban todavía la fuerte impresión sufrida por la noticia del accidente. En aquella misiva mi amigo me daba las gracias desesperadamente por haber ido a España, por haberle llamado y por no sé qué cosas más, pues, decía, gracias a ello él y su familia podían contarlo. No estoy yo muy seguro de semejante afirmación. Es probable que aunque nuestro encuentro no hubiera tenido lugar, algún otro motivo los hubiera hecho regresar. En todo caso no había más que hacer que alegrarse por lo ocurrido, a pesar de que hubiera una tragedia de por medio y así se lo hice saber en mi contestación.
       Aquel encuentro pues, tuvo mucha importancia en nuestras vidas y no sólo porque significó la continuación en el mundo de mi amigo sino porque, tristemente, fue la última vez que nos vimos. A punto estuve de viajar a España en numerosas ocasiones, pero por una cosa o por otra siempre acababa posponiendo mi retorno. Ni que decir tiene que jamás dejé de saber de la vida de mi amigo, pues retomamos nuestra relación epistolar. Fue en una de sus largas cartas en la que me relató un nuevo golpe de suerte realmente inexplicable, que sin embargo le trajo amargas consecuencias que mermaron bastante su calidad de vida. Ocurrió hace apenas unos años, cuando un inesperado incendio destruyó la casona de mi amigo, la preciosa casa que había pertenecido a la familia durante varias generaciones, antiquísima, señorial como no había otra ni en el pueblo ni en  los alrededores. Parece ser que las llamas se iniciaron en la cocina de la casa, probablemente a causa de un cortocircuito, y rápidamente se propagaron primero por el piso de abajo y no tardaron mucho tampoco en alcanzar el de arriba, dados los materiales con los que estaba construida la casa, la mayoría maderas nobles en las que el fuego prendía con demasiada facilidad. La mansión en cuestión tenía en su parte superior una especie de torreta acristalada, en la que Bienvenido acostumbraba a refugiarse para deleitarse con sus pasatiempos preferidos, leer, escuchar música o clasificar su colección de insectos. Allí se encontraba aquella tarde  cuando se percató de que el humo entraba por debajo de la puerta.  Alarmado la abrió encontrándose con el dantesco espectáculo. Su casa estaba siendo pasto fácil de las llamas, que lamían las escaleras de caoba con ahínco, de tal manera que estas se derrumbaron antes sus propios ojos. Mi amigo quedó atrapado en el piso superior, sin posibilidad de poder escapar por una ventana, dada la altura, ni de que nadie acudiera en su ayuda, pues estaba sólo en la casa.  Nervioso comenzó a danzar de un lado a otro sin saber qué hacer. De vez en cuando se acercaba a las ventanas por si alguien que pasara por la calle se diera cuenta de su presencia y pudiera echarle una mano, pero sus esfuerzos eran inútiles. El humo se colaba en sus pulmones impidiéndole respirar, mientras el fuego se acercaba cada vez más, peligrosamente, amenazando con echar abajo toda la edificación. Bienvenido vio su muerte bien de cerca y se resignó. Pronto perdió la consciencia,  con el firme convencimiento de que no la recuperaría jamás. No fue así. Mi amigo despertó en la cama de un hospital, al lado de la cual su esposa esperaba con impaciencia verle abrir de nuevo los ojos. Según él me contó, cuando distinguió el rostro de su mujer creyó estar soñando, pues le parecía imposible haberse salvado y así se lo dijo a ella, relatándole con mucha dificultad la odisea por la que había tenido que pasar en la casa. Su esposa le miró extrañada, como si estuviera delirando, y le ordenó que no dijese tonterías, que a él no lo habían encontrado dentro de la casa, la cual había quedado absolutamente destruida, sino en el huerto adyacente, apoyado en un árbol, hasta el que necesariamente había tenido que llegar por sí mismo, pues por los alrededores no había nadie que pudiese ayudarle. Estaba inconsciente, desde luego, probablemente debido al humo inhalado y al esfuerzo realizado para llegar hasta allí. Mi colega no quiso discutir con su esposa y admitió que todo tenía que haber ocurrido así, como ella decía, pero sabía perfectamente que era imposible. No podía explicar cómo había salido de la casa, igual que en su día no habíamos encontrado explicación a aquella antorcha que nos permitió defendernos de los lobos, pero dos cosas estaban claras: la primera que él no había podido salir solo, la segunda que nadie había podido entrar en su busca. Quién lo había arrastrado fuera de la casa y cómo, era un enigma que jamás tendría respuesta. Mi pobre madre lo hubiera achacado a un milagro. Yo, que soy más descreído, no sé qué decirles. Tal vez bien pudiera ser que a mi amigo se le hubiese obnubilado  la mente y no recordara el trayecto hasta el árbol, pensar eso sería lo más cabal, pero yo, que viví a su lado momentos sorprendentes, jamás me atrevería a poner en duda su palabra y me inclino por pensar que la diosa fortuna se puso una vez más de su lado, haciendo posible lo que sin su intervención jamás llegaría a ocurrir.
       Pero una vez más, como ocurrió cuando su padre falleció, esa suerte se cobró su tributo, que no fue otro que una merma importante en la salud de mi amigo. Sus pulmones se quedaron resentidos por el humo respirado, quedándole como secuela una insuficiencia respiratoria que le producía frecuentes ataques de asma. Fíjense que su padre murió de algo parecido, debe ser que los pulmones eran el punto débil de ambos. Bienvenido ya no volvió a ser el mismo y los achaques hicieron mella en él, aun cuando no era excesivamente viejo.
      Hace unos meses me jubilé y fue entonces cuando la idea de regresar al pueblo empezó a rondarme por la cabeza.  Al fin y al cabo allí estaban mis hermanos, mis amigos, mis raíces, en definitiva. Cuando se lo propuse a mi mujer  no me puso inconveniente alguno, al revés, se mostró muy animada con la perspectiva de pasar sus últimos años en la madre patria, lo mismo que mis hijos, los cuales, aunque ya eran mayores y tenían vida propia, decidieron venirse con nosotros esperando encontrar un futuro mejor que el que les esperaba en Brasil. Lo que son las cosas. Yo tuve que abandonar mi tierra para buscarme la vida lejos y ahora, son los del país que me acogió, y de otros muchos, los que llegan a España para labrarse un porvenir. El caso es que cuando tuvimos todo preparado para nuestro regreso llamé a mi amigo para comunicarle la noticia que seguro recibiría con júbilo. Así fue, más debo decir que lo encontré muy bajo de forma, su voz, antaño potente y firme, apenas era audible y una tos ronca interrumpía con frecuencia nuestra conversación. Intuí que su salud se deterioraba poco a poco y no me equivoqué. Llegamos al pueblo ayer por la noche y nos instalamos en la vieja casa que fue de mis padres, al lado de la tahona, que ahora regentan mis hermanos y se ha convertido en un negocio de lo más próspero. Mi intención era ir a visitar a mi amigo esta mañana, pero parece ser que he llegado tarde. Acabo de leer en el diario local la noticia de su fallecimiento, así que sólo me queda acudir a su sepelio esta tarde. Murió de la misma manera que había vivido, con fortuna, pues según dice el diario se durmió y ya no despertó jamás, una muerte dulce, sin sufrimiento, sin enterarse, creo que la muerte que cualquiera desearía para sí; hasta en eso le sonrió la suerte. Le echaré de menos, era un gran hombre y para mí el mejor amigo que pude tener. Sin duda alguna con él se va un trocito de mi propia suerte.
    

   

         

      

       
     









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