Poco
después de mi regreso a Brasil recibí una emocionada carta de
Bienvenido, cuyas letras denotaban todavía la fuerte impresión
sufrida por la noticia del accidente. En aquella misiva mi amigo me
daba las gracias desesperadamente por haber ido a España, por
haberle llamado y por no sé qué cosas más, pues, decía, gracias a
ello él y su familia podían contarlo. No estoy yo muy seguro de
semejante afirmación. Es probable que aunque nuestro encuentro no
hubiera tenido lugar, algún otro motivo los hubiera hecho regresar.
En todo caso no había más que hacer que alegrarse por lo ocurrido,
a pesar de que hubiera una tragedia de por medio y así se lo hice
saber en mi contestación.
Aquel
encuentro pues, tuvo mucha importancia en nuestras vidas y no sólo
porque significó la continuación en el mundo de mi amigo sino
porque, tristemente, fue la última vez que nos vimos. A punto estuve
de viajar a España en numerosas ocasiones, pero por una cosa o por
otra siempre acababa posponiendo mi retorno. Ni que decir tiene que
jamás dejé de saber de la vida de mi amigo, pues retomamos nuestra
relación epistolar. Fue en una de sus largas cartas en la que me
relató un nuevo golpe de suerte realmente inexplicable, que sin
embargo le trajo amargas consecuencias que mermaron bastante su
calidad de vida. Ocurrió hace apenas unos años, cuando un
inesperado incendio destruyó la casona de mi amigo, la preciosa casa
que había pertenecido a la familia durante varias generaciones,
antiquísima, señorial como no había otra ni en el pueblo ni en
los alrededores. Parece ser que las llamas se iniciaron en la cocina
de la casa, probablemente a causa de un cortocircuito, y rápidamente
se propagaron primero por el piso de abajo y no tardaron mucho
tampoco en alcanzar el de arriba, dados los materiales con los que
estaba construida la casa, la mayoría maderas nobles en las que el
fuego prendía con demasiada facilidad. La mansión en cuestión
tenía en su parte superior una especie de torreta acristalada, en la
que Bienvenido acostumbraba a refugiarse para deleitarse con sus
pasatiempos preferidos, leer, escuchar música o clasificar su
colección de insectos. Allí se encontraba aquella tarde
cuando se percató de que el humo entraba por debajo de la puerta.
Alarmado la abrió encontrándose con el dantesco espectáculo. Su
casa estaba siendo pasto fácil de las llamas, que lamían las
escaleras de caoba con ahínco, de tal manera que estas se
derrumbaron antes sus propios ojos. Mi amigo quedó atrapado en el
piso superior, sin posibilidad de poder escapar por una ventana, dada
la altura, ni de que nadie acudiera en su ayuda, pues estaba sólo en
la casa. Nervioso comenzó a danzar de un lado a otro sin saber
qué hacer. De vez en cuando se acercaba a las ventanas por si
alguien que pasara por la calle se diera cuenta de su presencia y
pudiera echarle una mano, pero sus esfuerzos eran inútiles. El humo
se colaba en sus pulmones impidiéndole respirar, mientras el fuego
se acercaba cada vez más, peligrosamente, amenazando con echar abajo
toda la edificación. Bienvenido vio su muerte bien de cerca y se
resignó. Pronto perdió la consciencia, con el firme
convencimiento de que no la recuperaría jamás. No fue así. Mi
amigo despertó en la cama de un hospital, al lado de la cual su
esposa esperaba con impaciencia verle abrir de nuevo los ojos. Según
él me contó, cuando distinguió el rostro de su mujer creyó estar
soñando, pues le parecía imposible haberse salvado y así se lo
dijo a ella, relatándole con mucha dificultad la odisea por la que
había tenido que pasar en la casa. Su esposa le miró extrañada,
como si estuviera delirando, y le ordenó que no dijese tonterías,
que a él no lo habían encontrado dentro de la casa, la cual había
quedado absolutamente destruida, sino en el huerto adyacente, apoyado
en un árbol, hasta el que necesariamente había tenido que llegar
por sí mismo, pues por los alrededores no había nadie que pudiese
ayudarle. Estaba inconsciente, desde luego, probablemente debido al
humo inhalado y al esfuerzo realizado para llegar hasta allí. Mi
colega no quiso discutir con su esposa y admitió que todo tenía que
haber ocurrido así, como ella decía, pero sabía perfectamente que
era imposible. No podía explicar cómo había salido de la casa,
igual que en su día no habíamos encontrado explicación a aquella
antorcha que nos permitió defendernos de los lobos, pero dos cosas
estaban claras: la primera que él no había podido salir solo, la
segunda que nadie había podido entrar en su busca. Quién lo había
arrastrado fuera de la casa y cómo, era un enigma que jamás tendría
respuesta. Mi pobre madre lo hubiera achacado a un milagro. Yo, que
soy más descreído, no sé qué decirles. Tal vez bien pudiera ser
que a mi amigo se le hubiese obnubilado la mente y no recordara
el trayecto hasta el árbol, pensar eso sería lo más cabal, pero
yo, que viví a su lado momentos sorprendentes, jamás me atrevería
a poner en duda su palabra y me inclino por pensar que la diosa
fortuna se puso una vez más de su lado, haciendo posible lo que sin
su intervención jamás llegaría a ocurrir.
Pero
una vez más, como ocurrió cuando su padre falleció, esa suerte se
cobró su tributo, que no fue otro que una merma importante en la
salud de mi amigo. Sus pulmones se quedaron resentidos por el humo
respirado, quedándole como secuela una insuficiencia respiratoria
que le producía frecuentes ataques de asma. Fíjense que su padre
murió de algo parecido, debe ser que los pulmones eran el punto
débil de ambos. Bienvenido ya no volvió a ser el mismo y los
achaques hicieron mella en él, aun cuando no era excesivamente
viejo.
Hace
unos meses me jubilé y fue entonces cuando la idea de regresar al
pueblo empezó a rondarme por la cabeza. Al fin y al cabo allí
estaban mis hermanos, mis amigos, mis raíces, en definitiva. Cuando
se lo propuse a mi mujer no me puso inconveniente alguno, al
revés, se mostró muy animada con la perspectiva de pasar sus
últimos años en la madre patria, lo mismo que mis hijos, los
cuales, aunque ya eran mayores y tenían vida propia, decidieron
venirse con nosotros esperando encontrar un futuro mejor que el que
les esperaba en Brasil. Lo que son las cosas. Yo tuve que abandonar
mi tierra para buscarme la vida lejos y ahora, son los del país que
me acogió, y de otros muchos, los que llegan a España para labrarse
un porvenir. El caso es que cuando tuvimos todo preparado para
nuestro regreso llamé a mi amigo para comunicarle la noticia que
seguro recibiría con júbilo. Así fue, más debo decir que lo
encontré muy bajo de forma, su voz, antaño potente y firme, apenas
era audible y una tos ronca interrumpía con frecuencia nuestra
conversación. Intuí que su salud se deterioraba poco a poco y no me
equivoqué. Llegamos al pueblo ayer por la noche y nos instalamos en
la vieja casa que fue de mis padres, al lado de la tahona, que ahora
regentan mis hermanos y se ha convertido en un negocio de lo más
próspero. Mi intención era ir a visitar a mi amigo esta mañana,
pero parece ser que he llegado tarde. Acabo de leer en el diario
local la noticia de su fallecimiento, así que sólo me queda acudir
a su sepelio esta tarde. Murió de la misma manera que había vivido,
con fortuna, pues según dice el diario se durmió y ya no despertó
jamás, una muerte dulce, sin sufrimiento, sin enterarse, creo que la
muerte que cualquiera desearía para sí; hasta en eso le sonrió la
suerte. Le echaré de menos, era un gran hombre y para mí el mejor
amigo que pude tener. Sin duda alguna con él se va un trocito de mi
propia suerte.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario