Parece
mentira como a veces un encuentro fortuito puede dar un giro a tu
vida de manera inesperada. Todo comenzó un día en el parque en el
que pasaba las tardes con mi nieto. Un nieto al que adoro, pero que
me había convertido en esclava, aunque no fuera suya la culpa.
Cuando nació era una viuda reciente y el mundo entero pareció estar
de acuerdo en que esa nueva vida sería el paño de lágrimas que
enjuagaría mi soledad y mi tristeza. Y durante un tiempo fue así.
Quizás por mi situación, quizás porque me sentí en la obligación
de hacer lo que los demás esperaban de mí, me convertí en la
cuidadora de mi nieto. Mis días y mis horas eran para él y lo
siguieron siendo durante siete largos años. Durante ese tiempo perdí
el contacto con las pocas amigas que tenía, aquellas con las que
solía quedar a menudo para tomar un café y hablar de nuestras
cosas. Durante ese tiempo perdí la libertad de decidir mis idas y
venidas, sujeta a los horarios laborables de los padres y a los
escolares del niño. Y, poco a poco, la depresión se fue adueñando
de mí.
Una
tarde, en el parque, se lo conté todo a un extraño, un abuelo con
el que coincido a menudo, aunque él no ejerce de cuidador a tiempo
completo, solo de vez en cuando. Cuando nos vemos solemos hablar de
cosas sin importancia mientras vigilamos a los niños, pero ese día,
no sé cómo ni por qué me confié a él. Las palabras comenzaron a
salir a borbotones de mi corazón y de mi boca como un vómito
incontrolable. Le conté mi frustración, mi pena y mi angustia por
la falta de vida propia y por lo poco o lo nada que mis hijos se
preocupan por mí. Cuidar a mi nieto era para ellos lo normal y casi
que debía estar agradecida. Me lo dejaban por la mañana temprano y
lo recogían al atardecer, sin preguntarme nunca si estaba bien o
mal, si necesitaba algo o si tenía algún problema. Los sábados y
los domingos los pasaba en casa sola, nunca me invitaron a salir a
tomar algo por las mañanas, nunca me llevaron a comer fuera o dar un
paseo por la tarde. El fin de semana era para pasarlo en familia,
decían. La familia que formaban los tres, claro. Mis amigas aún
conservaban a sus maridos, así que mi fin de semana era en soledad,
dando un paseo o entreteniéndome viendo la televisión, tejiendo o
haciendo crucigramas. Mi otro hijo, emigrado a Sevilla, me suele
llamar una vez al mes para contarme sus problemas, su mucho trabajo,
lo bien que le vendría que pasara una temporada con ellos para
ayudarlos con las dos niñas. Yo lo llamo a menudo, pero no coge el
teléfono; siempre coincide que está ocupado. Las Navidades estaban
cerca y yo no sabía qué hacer. Nadie me decía nada. Mi hijo de
Sevilla no sabía si podría venir y mi otro hijo contestaba con
evasivas: quizás fueran a casa de la familia de su mujer, quizás
quedaran conmigo, ya me diría. Esas fechas, para otros supuestamente
felices, para mí eran todo un calvario. Estaba deseando ver a mi
hijo y a mis nietas, pero con su llegada mi casa se volvía un caos.
Mi hijo y mi nuera arrastraban un eterno cansancio y no lo
disimulaban, dejándome a mí todas las tareas domésticas,
incluyendo la compra de comida y su posterior cocinado. La cena de
Nochebuena y la comida de Navidad corrían de mi cuenta. Ni tan
siquiera compraban ellos unas botellas de vino. Mi gratificación de
viuda apenas me alcanzaba para cubrir los gastos de esas fiestas. Y
luego las nueras, que no se pueden ver. En fin, todo esto y algo más
le fui contando al abuelo del amigo de mi nieto, un hombre más joven
que yo, buen conversador y que no tiene pelos en la lengua. Me dijo
que la culpa era mía, así sin cortarse, y que debía darles una
lección. Me aconsejó que ya que no me decían nada, les tomara la
delantera apuntándome a un viaje para pasar las Navidades fuera, en
un hotel donde me lo darían todo hecho. Al principio, quedé un poco
desconcertada, desacostumbrada como estaba a decidir sobre mi propia
vida, pero no tardé en reconocer que tenía razón.
Han
pasado dos años desde aquella tarde en el parque. Al día siguiente
de mi conversación con el otro abuelo me dirigí resuelta a la
agencia de viajes. Había plazas libres. Me apunté sin decir nada a
nadie. Y esperé. Esperé a que mis hijos dijeran algo con mi maleta
preparada debajo de la cama. Dos días antes de mi marcha, la voz de
mi hijo mayor, envuelta en disculpas, me confirmó su ausencia. Horas
después, el pequeño, el padre de mi nieto, tartamudeando, me dijo
que cenarían con la familia de su mujer, que lo sentía, que por qué
no iba yo a Sevilla. Le respondí que no importaba, que ya tenía
mis planes, que esas vacaciones no podría cuidar al niño. Quedó
mudo, sin entender, mirándome con fijeza. Le enseñé la reserva del
viaje. Él parecía no saber leer en ese momento. Farfullando me
preguntó el por qué de mi extraña decisión, que cómo se iban a
arreglar ellos con el niño, que no estaba bien de la cabeza.
Esas
Navidades fueron unas de las más felices de mi vida, aunque los
primeros días los pasé mal, arrepintiéndome, culpándome por mi
egoísmo. No duró mucho. Dora y Trini me hicieron olvidar todas mis
penas y sobre todo mis supuestas culpas. A ellas les había pasado lo
mismo y ya llevaban años celebrando las fiestas navideñas con la
gente de su edad. Con ellas reviví. Era agradable sentarse a la mesa
y que te sirvieran. Era placentero dar un paseo por la playa, sin
prisa, dejándome acariciar por el sol templado de media mañana. Era
estupendo vivir sin mirar el reloj más que para llegar a tiempo al
restaurante. Pero lo mejor de todo llegó con Tomás, el hombre que
se empeñó en sacarme a bailar pese a mi reticencia. Era, es un gran
bailarín, pese a sus pies grandes.
Eso
fue lo primero que me llamó la atención de él. Unos pies grandes
que se deslizaban sobre el suelo brillante como si tuvieran alas.
Alas que hicieron aletear de nuevo mi corazón. Con él mi vida ha
vuelto a tener sentido. Es agradable y cariñoso. También calvo,
bajo y barrigón. Y le huelen los pies. Pero qué importancia tienen
ciertas cosas cuando vuelves a ver la vida de color.
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